Los comienzos
Angélique nació en el pueblo de Kembisa, actual República Democrática del Congo (RDC), el 11 de septiembre de 1967. Creció en una familia católica, muy religiosa, con seis hijos. Sus padres eran agricultores, productores de café. Desde muy pequeña, junto a sus padres, aprendió a servir a los más débiles y vulnerables llevando agua, alimentos y leña a las familias más pobres, vecinas de su hogar. De pequeña sufrió una grave enfermedad: «Siendo niña estuve enferma – nos dice – y sufrí mucho. Perdí mucho peso y mi vida pendía de un hilo”. Pasada esta etapa difícil, Angélique tuvo una infancia feliz, aunque ya había aprendido la lección del sufrimiento.
A pesar de ser niña, la familia se preocupó de su educación, enviándola a la escuela. Incluso su abuela colaboró para su escolaridad.
Vocación religiosa
Dos factores influyeron en su opción por la vida religiosa. Primero: haber nacido en una familia profundamente cristiana, de la que aprendió muy pronto a compartir lo que podían con sus vecinos, menos afortunados. En segundo lugar, el deseo de vida religiosa surgió en ella muy pronto por el ejemplo de una religiosa alemana. La pequeña Angélique se sintió atraída por el trabajo de la hermana Tone, que venía a su aldea para curar a los enfermos. “Cada vez que venía para tratar a los enfermos, sentía pena por ella: estaba sola para cuidarlos”… «Me impresionó mucho esta mujer, que se preocupaba por los demás y nunca descansaba, apenas tenía tiempo para comer… Y me dije que yo haría cualquier cosa para llegar a ser como ella y ayudarle en su trabajo”… “Ni siquiera sabía entonces si había religiosas negras. Solo había visto a una Hermana blanca y me dije que quería llegar a ser como ella”.
A los 9 años, sin decírselo a sus padres, la niña confió a un sacerdote su deseo de ser religiosa. En 1983, completada parte de sus estudios, la joven se trasladó a Amadi, a una misión agustiniana, donde permaneció en un internado. Allí se unió al grupo “Anuarite” (nombre de una conocida mártir congoleña) animado por la hermana Marie Bextermole, directora del internado y de la comunidad de Amadi. Más tarde ingresó en dicha Congregación: junto a otras aspirantes entró en el juniorado de Namboli. En 1993, hizo sus votos. “Durante mi formación”, – dice -, “me quedé muy marcada por el pasaje evangélico donde Jesús afirma: ‘Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis’. Entendí que tenía que ponerme al servicio de los más pobres«.
En 1997, su Congregación la envió al Instituto Superior de Espiritualidad Africana, en Kinshasa, preparándola para sus futuras actividades. Completó sus estudios en el 2000, y, tres años más tarde, fue enviada como formadora de otras hermanas a Dungu, ciudad de unos 73.000 habitantes, en la provincia de Alto Uele. Es en Dungu donde ella ha desarrollado su vida activa.
Una mujer compasiva
Pronto se percató, la hermana Angélique, de las necesidades urgentes que podía aliviar. “Vi a un grupo de mujeres reunirse; pero no tenían quien las guiara y capacitara. Estas mujeres no tuvieron la oportunidad de ir a la escuela, pero estaban dispuestas a trabajar y ponerse al servicio de la sociedad. Empecé a darles clases de costura, cocina y alfabetización”. Abrió el Centro de Reintegración y Desarrollo, contratando a mujeres y hombres para potenciar esta valiosa labor.
Al principio, las mujeres a quienes ayudaba eran solo residentes pobres, incluidos huérfanos, madres jóvenes y niñas obligadas a contraer matrimonios precoces. En 2005, llegó a la región el Ejército de Resistencia del Señor (LRA), un grupo terrorista lanzado en Uganda, en 1988, por el falso profeta Joseph Kony. Como había acontecido en otras partes, sembró el terror en la zona, provocando un desplazamiento masivo de personas; situación que duró hasta 2009. Fue entonces cuando, la Hermana Angélique ayudó a un nuevo grupo de mujeres, víctimas de la violencia. Acogió a las huidas o liberadas, que «salían de la selva«, desorientadas, a veces con un hijo, nacido fruto de las violaciones sufridas. «Primero, hay que tratarlas – nos dice – porque algunas están enfermas; luego hay que dejarlas descansar y, más tarde, se les ofrece ocupación: aprender a leer y escribir, hablar lingala para quienes no lo hablan. Al intercambiar juntas, comienzan poco a poco a rehacerse”
La amenaza del LRA alcanzó su punto álgido en 2009, cuando el grupo consiguió entrar por poco tiempo en la ciudad de Dungu. Masacraron a los hombres, algunas personas fueron mutiladas, alistaron a niños como soldados y las mujeres y adolescentes se convirtieron en esclavas sexuales. En el momento en el que el grupo de desalmados entraban en la ciudad, las religiosas estaban en la capilla celebrando la eucaristía y oyeron disparos; las balas silbaban a su alrededor. Atemorizadas huyeron a la selva con el resto de la gente. “No sabíamos adónde ir«, cuenta la hermana Angélique, «seguimos a otras personas, que también huían, y nos refugiamos en el monte durante varios meses. Teníamos miedo y hambre. Esta experiencia me permitió entender lo que están sufriendo las personas desplazadas«… “Ello me ha empujado a comprometerme en favor de estas mujeres”. El hecho de haber sido ella misma una desplazada le hizo identificarse con el sufrimiento de quienes ayudaba, y fortaleció su determinación de continuar por este camino, a saber: mostrar «a las mujeres que no están solas«.
Así nació el Centro de Reintegración y Desarrollo, que acoge a mujeres y niños que acaban de salir de las garras del LRA. La hermana Angélique nos explica su trabajo: “Identifico a los niños y los envío primero, a agencias humanitarias especializadas, después vienen al Centro para aprender oficios varios”. Más tarde, acogió a niños huérfanos, y, finalmente creó un orfanato, que acoge a niños de 6 meses a 15 años. Desde el inicio hasta hoy el Centro ha cobijado a miles de mujeres y niños.
Financiación
Los comienzos fueron difíciles, limitados como estaban a recursos propios. Sin embargo, en septiembre de 2013, la hermana Angélique recibió, en Ginebra, el Premio Nansen, que concede el Alto Comisionado para los Refugiados a personas destacadas por su ayuda a los exiliados. Con ocasión de su viaje a Ginebra, fue recibida por el papa Francisco; por Valérie Trierveiler, primera dama de Francia; por Yamina Benguigui, ministra francesa para la Francofonía, y por varios funcionarios belgas, en reconocimiento de su compromiso con las personas vulnerables. De su encuentro con el papa Francisco, nos cuenta: “Cuando le vi, le dije, vengo de la República Democrática del Congo y traigo conmigo a mujeres, niñas y niños que han sido víctimas de las atrocidades cometidas por el LRA, para que usted nos bendiga a todos”. El Papa le respondió: “Conozco tu causa. Debes seguir ayudando a los refugiados”. Y, añade la hermana Angélique: “Puso sus manos sobre mi cabeza, rezó y nos bendijo tanto a mí como a las mujeres”.
Con los 100.000 dólares del premio y las donaciones, que su nueva notoriedad le atrajo, pudo ampliar sus actividades benéficas. Adquirió un campo de 20 hectáreas que sembró de arroz, cacahuetes y mandioca; se creó una panadería semiindustrial y se abrió una nueva escuela.
El Premio Nansen supuso para ella una confirmación en su opción por los más necesitados. “Este premio es una gran alegría para mí. Significa que tengo gente que me ayuda» – dijo la hermana Angelique – “Hoy soy reconocida. Le pido a Dios que me mantenga sencilla y me ayude no ser orgullosa”.
Gracias, además, al Premio Mundo Negro de los Misioneros Combonianos, concedido en 2014 por el servicio a la infancia y las personas vulnerables, pudo construir un centro de atención pediátrica llamado “Daniel Comboni”.
De nuevo, el 12 de marzo 2019, le fue otorgado el trofeo Stop Hunger por una ONG creada por Sodexo, una corporación multinacional de servicios para promover un mundo sin hambre.
Hoy, la hermana Angélique se desplaza en bicicleta por las calles de Dungu, con la frente reluciente de sudor, para visitar los varios proyectos que dirige y anima. Esta monja, ya un tanto cansada pero inagotable, ha superado el odio y el rencor. Cuando, en 2013, se disponía a visitar al papa Francisco, confesaba: “Solo voy a echarme a sus pies para pedirle perdón. (…) Que él perdone, que Dios perdone a Kony y a sus torturadores por todo el mal que cometieron en nuestro territorio y en los territorios vecinos”.
Bartolomé Burgos
[CIDAF-UCM]
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