No me trajeron aquí, nací: sobrevivir al punk rock lo suficiente como para descubrir el afropunk

15/10/2015 | Cultura

No recuerdo la primera vez que escuché una broma racista en un concierto de punk rock. Más bien, no recuerdo la primera vez que uno de los miembros de la escena punk de Ohio me atrapó en un medio abrazo mientras se reía diciendo «no te preocupes, no pensamos eso de ti». Tampoco recuerdo la primera vez que vi como empujaban a una chica para apartarla del camino de un adolescente de su tamaño, o incluso mayor, para que él pudiese ver mejor del escenario. Ni la primera vez que me inventé una excusa para ser un testigo silencioso.

No recuerdo la primera vez que me fijé en el pequeño grupo situado en una esquina de la parte de atrás de un concierto de punk en el Newport (uno de los muchos sitios con los que tenía una relación de amor-odio en Columbus, Ohio, mi ciudad natal). Todos ellos, de alguna manera, habían sido expulsados del frénetico grupo de personas de la parte de adelante, sin olvidar la supuesa violencia «cariñosa» que eso conlleva. Sin embargo, sí que recuerdo la primera vez que empecé a formar parte de ese grupo de personas situados en una esquina de la parte de atrás de los conciertos. Cuando tenía 18 años, vi actuar a NOFX en el Newport desde la esquina trasera, junto al resto de los chicos que no acababan de encajar o que se habían cansado de intentarlo. Miré a mi alrededor y me encontré con todas y cada una de las versiones de «diferente». Chicos negros, chicas de mi edad y más pequeñas, jóvenes que lidiaban con las complejidades de la identidad… Todos nos sentamos atrás y observamos como NOFX tocaba una versión excepcionalmente alta de «Don’t Call Me White», mientras un mar de olas monocromáticas chocaban entre sí.

Se trata de algo complicado. Se dice que el punk rock consiste en que cualquiera puede coger un instrumento y hacer música, algo que ya ha sido demostrado una y otra vez por la gran cantidad de grupos terribles que existen. Sin embargo, incluso en un género que se enorgullece de la sencillez, las complejidades de la supresión y de la invisibilidad son profundas. Es díficil escuchar la palabra «hermandad» sin pensar en el peso que dicha palabra tiene en Estados Unidos y en otros países. Cuando alguien se refiere a la escena punk rock como una «hermandad», siempre reflexiono sobre lo que hace falta para formar una hermandad: quien se queda fuera, quien se sienta detrás mientras la hermandad baila delante, ajena a los demás. En el ambiente punk se ven escenas que reflejan su más pura realidad: la exclusión de la gente de color, de las mujeres y de la comunidad homosexual. Una exclusión que es a veces explícita y otras violenta, pero casi siempre contradictoria a la idea que se tiene del punk rock como rebelión contra la identidad, entre otras cosas.

Hace poco un amigo me planteó una pregunta similar a la que le hicieron a Lester Bangs (según cuenta en «The White Noise Supremacists», 1979): «¿Qué te hace pensar que la actitud racista y de exclusión presente en la escena punk rock es diferente a la que existe en el resto del mundo?».

Por supuesto, la respuesta es que no es diferente, o al menos que tienen el mismo origen. En los años 70 quizás fuese más fácil asimilar la respuesta. Que el punk rock, que en parte nació por la necesidad de la gente blanca de obtener una vía de escape, no estaba preparado para tener en cuenta una revolución que implicase gente de color o mujeres que tuviesen cualquier función considerada como útil por la escena. Todo esto, por supuesto, es un reflejo de aquella época. Hoy en día, nosotros observamos con los brazos cruzados como los artistas que aparentemente han evolucionado hablan de acabar con las grandes estructuras políticas y de liberar a las masas. Hablan también de construír lugares seguros para todos los que quieran salir y disfrutar de la música, pero en realidad se pone muy poco esfuerzo en crear tales espacios. Prueba de ello es, por ejemplo, que permitiesen tocar en el festival Warped Tour a Jake McElfresh, quien ha admitido ser consciente de las numerosas acusaciones por aprovechamiento de chicas menores de edad. Un festival que está dirigido, en su mayoría, a adolescentes.

Es un lujo el idealizar la sangre, sobre todo la de uno mismo. Es un lujo el fetichizar la violencia, sobre todo la violencia contra los demás. El usarla como un instrumento de unión, el llamarla iglesia o el construír una identidad basada en ella, sabiendo que puedes hacer que alguien vuelva sangrando a casa sin que regresen para vengarse. Volver sangrando a casa. Volver a casa de noche. A la vez que escribo esto, está circulando por internet el vídeo de un hombre negro que está siendo asesinado por la policía, mientras lo graban. Antes que él fue otro hombre negro. Y un chico negro. Y una mujer negra que desaparece en la cárcel. Y una mujer negra transexual que desaparece en la noche. No le echo la culpa al punk rock de esto. Solo pido que se tenga en cuenta el impacto que conlleva seguir glorificando un tipo de violencia blanca muy específico y la invisibilidad de todos los demás, en una época en la que existe una supresión real y violenta de las personas que son frecuentemente excluidas del lenguaje, de la cultura y de los aspectos visuales del punk rock. Cuando veo innumerables imágenes que demuestran por qué «el punk rock es una familia», imágenes en las que solo aparecen hombres blancos, me pregunto quien será el responsable. No sirve de nada señalar a un vecindario que está ardiendo mientras tú mismo estás en una casa en llamas. Es cierto que, en 2015, las llamas en la casa del punk avanzan con más lentitud que, por ejemplo, las del edificio de Fox News. Pero ambas casas están ardiendo. Con demasiada frecuencia, las opciones de los hombres «no blancos» en los espacios punk rock y DIY están limitadas a formar parte de una cuota racial o a ser invisibles. Tras vivir ambas, primero decidí escoger la última y después decidí dejar de ir a los conciertos. Y no lo digo con tristeza. Observar la violencia que golpea y afecta a cuerpos que son como el tuyo, sabiendo que lo único que puedes hacer es aceptarlo, es un sentimiento parecido al de ser negro en «cualquier otra parte» de América.

Hace unos meses fui a Boston para leer unos poemas acerca de ser negro en un concierto de punk rock. Se acercó una señora negra y hablamos de las experiencias que habíamos vivido en nuestras respectivas escenas, de como habíamos ido perdiendo la emoción hasta que al final acabamos en el festival. Un festival donde puede que la música no tenga sus raíces en el sonido corto, rápido y ruidoso que marcó mi crianza, pero los soñados valores del punk sí están ahí: la idea de encontrar tu propia tribu y de mantener el grupo abierto. Una idea que considero que a muchas escenas punk tradicionales les cuesta aceptar, o de la cual se han olvidado, en parte porque cuando formas una tribu el concepto de abrir el grupo a aquellos que son diferentes nunca se te pasa por la cabeza.

Recuerdo que no estaba solo cuando me marché del último festival Afropunk al que fui. El afropunk no va a salvarnos por sí solo, ni a acabar con un mundo racista. Sin embargo, si el punk rock nació, en parte, por la necesidad de una vía de escape para los blancos, la existencia del afropunk es un señal de que los negros necesitan escapar de las acciones que provoca esa vía de escape de los blancos. Escapar de las fantasías con las que el punk rock alimenta a sus jóvenes, con frecuencia de forma violenta, mientras que los que sufren por esas fantasías desaparecen. Al igual que para llevar a cabo el desmantelamiento de cualquier otra supremacía, las escenas punk, DIY y las de ideas similares deben volver a sus inicios y modificar todo su sistema. Y tiene que hacerse con urgencia, el mundo lo exige. No existe una guerra, excepto para el que pide víctimas. Está ahí fuera. Todos los cuerpos son iguales. La única opción que queda es ser sinceros al respecto.

afropunk.jpgEl año pasado fui a un concierto de Brand New, el típico en el que destrozan y arrastran la mitad de los instrumentos. Recuerdo que esa noche hacía mucho calor, sobre todo dentro del local, un lugar cerrado con paredes de ladrillo y pocas ventanas. Yo estaba en la parte de arriba de las escaleras, mirando hacia abajo. Hacia la mitad de «Sic Transit Gloria» me di cuenta de que el único chaval negro que estaba en el pogo se había desmayado. Problablemente fuese por el calor, o por el propio pogo. Mientras algunos de nosotros señalábamos hacia él para llamar la atención de los demás, vimos como los que estaban a su lado le pisaban o le daban patadas para poder seguir bailando. Para poder, quizás, tocar el borde del escenario en el que estaban sus héroes. El cuerpo del joven negro boca abajo, inadvertido y consumido por el ruido y los pies que se movían a su alrededor, ya había sido olvidado.

Fue escalofriante. Esta historia es otro ejemplo de lo prescindible que puede llegar a ser un cuerpo negro cuando está en medio de necesidades más importantes que él. Necesidades que cambian cada hora, cada segundo. Esta historia es otra imagen de la fragilidad y del rechazo hacia los negros, aunque no sea tan dura como los vídeos de tiroteos contra personas negras, o como cuando nos bombardean con fotos de fichas policiales porque la víctima que ha muerto es negra. Esta historia nos recuerda que escoger ser invisible significa aceptar ser como ya te consideran muchos sistemas en Estados Unidos, y en estos momentos en el punk rock no es diferente.

Cuando ya estaba acabando la canción (irónicamente cuando la letra decía «die young and save yourself» [muere joven y sálvate], una frase que solía escribir en mi libreta hasta que crecí y empecé a disfrutar de la vida, o al menos dejé de idealizar la muerte) vi como el chico se sentaba, sacudía la cabeza y se levantaba de forma cautelosa. Miró a su alrededor y empezó a caminar lentamente hacia la parte de atrás del local. Igual que hice yo cuando tenía su edad. Después del concierto intenté ver donde estaba, al menos para hacer contacto visual. Que una persona que se parece a ti se fije realmente en ti es algo intenso. Nunca lo encontré, pero tampoco sé que le habría dicho. No sé como ser sincero al decir que no había sitio para chicos como nosotros, así que nos creamos nuestro propio sitio, no hay nada más punk rock que eso. No hay nada que sea más punk rock que sobrevivir en un hambriento océano de ruido blanco.

Hanif Abdurraqib (Pitchfork)

[Traducción, Nerea Freire Álvarez]

[Fundación Sur]

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