Desapareciendo de la vista, por Michelle Chikaonda

10/01/2022 | Opinión


Los múltiples efectos de la violencia de género en las jóvenes de Malaui.

Un día, cuando tenía 13 años, tenía planeado un encuentro con un amigo en mi vecindario en Lilongüe, la capital de Malaui. Vivía a unos 10 minutos a pie de mi casa. Mis padres casi siempre nos conducían a mis hermanos y a mí de nuestra casa a casa de nuestros amigos sin importar cuán cerca o lejos estuvieran, pero esa tarde habían salido y mi amigo y yo ya habíamos hecho nuestros planes.

Creía, con buena razón, que necesitaba asegurarme lo mejor que pudiera para no sufrir ninguna agresión en esa corta caminata. Había tenido que dejar una de mis actividades extracurriculares el año anterior después de ser acosada por uno de los hombres del personal del lugar de la actividad. Tenía 12 años en ese momento, así que sabía que mi edad no sería un impedimento para ser agredida. Antes de salir de mí casa esa tarde me vestí lo más andrógina que pude: jeans holgados, camisa holgada, chaqueta grande aunque era mediodía en verano, una gorra de béisbol, con visera para ocultar mi rostro, y zapatillas de baloncesto. Para los mirones a lo largo de mi ruta debí haberles parecido ridícula pero era lo que pensé que tenía que hacer para mantenerme protegida contra miradas lascivas.

En octubre pasado, una niña de 11 años que estaba haciendo lo mismo que yo ese día, caminando de su casa a la casa de su tía, fue violada en el camino por un hombre que fingió simplemente ofrecerle un paseo en su bicicleta. Desde entonces, el caso se ha convertido en la narrativa central del momento #MeToo de Malaui, el último de nuestra lucha en curso contra la violencia de género. Sin embargo no es la única niña cuya victimización ha creado grandes titulares en las noticias: el mes anterior, la madre de una niña de 14 años que había sido enviada a vivir con uno de sus tíos presentó un informe a la policía alegando que la niña había sido víctima de repetidas violaciones durante varios meses a manos de su tío. En noviembre pasado, otra niña, esta de 12 años, fue violada por un empleado en la casa de su abuela.

Casi un cuarto de siglo después, los temores que tuve a los 13 años—miedos de convertirme en víctima de violencia sexual, incluso a mi corta edad— permanecen brutalmente igual de vivos.

ninya_chica_infancia_cc0-3.jpgEl término legal utilizado en Malaui para la violación de una menor de edad es «profanación». Es un legado de la era colonial de Malaui, cuando la ley designaba específicamente a niñas menores de 13 años —ahora de 16— no como personas por propio derecho, con propia sexualidad, sino como propiedad de sus familias. (No existe un término para la violación sexual de niños de cualquier edad; no existe en el código legal actual tal crimen). La nomenclatura legal de profanación, en lugar de violación de menores de edad, es fundamental para comprender el problema en curso de la violación de chicas menores de edad en Malaui y de las relativamente laxas sentencias impuestas a los delincuentes, en caso de que las denuncias logren llegar al sistema judicial.

Cuando se considera a una chica como un objeto– como propiedad de los hombres que efectivamente la poseen, en lugar de como una persona por derecho propio– entonces la violación sexual de esa chica es, a lo sumo, el ensuciamiento de una propiedad, no una violencia contra la persona y sus derechos humanos fundamentales. Aunque no hubiera tenido las palabras para ello en ese entonces– mi yo de 13 años entendió que si hubiera terminado siendo víctima, en otras palabras, si mi experiencia de acoso cuando tenía 12 años hubiera llegado a una situación más extrema en el mismo contenido de violencia lasciva— me habrían hecho a mí, y también a mis padres, al menos, algo responsable de no proteger la virtud de la propiedad que era mi cuerpo.

Según un informe nacional de 2020, «Análisis de la situación sobre el aumento de violencia sexual en Malaui«, hubo un aumento del 11 % en denuncias de casos de violación de chicas menores de edad entre 2018 y 2019, y un aumento del 19 % entre 2019 y 2020. Si bien existe un debate sobre si los casos han realmente aumentado o no o si son simplemente las denuncias de casos las que están aumentando, el hecho es que la endémica violación sexual de chicas menores de edad sigue siendo una oscura mancha en la sociedad de Malaui: una sociedad que ,por otra parte, pretende mantener valores profundamente conservadores y religiosamente informados en torno a la integridad sexual, tanto para hombres como para mujeres, y valorar el papel de la mujer en las familias y comunidades.

Incluso el denunciar estos delitos implica a menudo someter no solo a la víctima sino a su familia a una revictimización a través del quebrado sistema de justicia penal de Malaui.

Existen leyes para sancionar a las personas que cometen estos actos criminales contra las chicas, pero el camino para llegar allí está plagado de obstáculos. Estos van desde el dinero necesario para contratar asesoría legal, hasta la miríada de trámites y requisitos de presentación de informes para llevar un caso, hasta el mucho tiempo involucrado que pueden perder los familiares asalariados que trabajan, sin mencionar los numerosos actores corruptos dentro del sistema que de plano no harán su trabajo a menos que se les proporcione, de forma encubierta, incentivos financieros adicionales más allá de sus nómina legal. Muchos esfuerzos de antemano para obtener justicia, obstaculizados, además, por la violencia estructural del propio sistema de justicia penal.

Las consecuencias de vivir dentro de este caldero de violencia contra las chicas —y específicamente chicas que no son consideradas como personas sino como instrumentos sujetos a la voluntad de los hombres en su entorno— no pueden ser suficientemente publicadas y expuestas. Aunque los efectos duraderos del trauma sexual están bien documentados, existe la cuestión mucho más amplia de todas las formas en que las chicas desaparecen lentamente de la vida social de la comunidad como resultado de la violencia que experimentan, así como las formas en las que se las considera sucias después de ser abusadas, en lugar de víctimas inocentes que merecen justicia, restitución y, en un contexto nacional perfecto, sanación apoyada por la sociedad. En cambio, las jóvenes víctimas de violencia sexual son con frecuencia silenciadas, ya sea con activas instrucciones de no hablar de las atrocidades a las que fueron sometidas, o peor aún, casándolas con sus abusadores en un artificial intento de proteger el valor de la joven y borrar la mancha de su supuesta contaminación por el objeto que es su cuerpo.

Durante mi adolescencia dejé tres actividades extraescolares como resultado directo de las atenciones lascivas de hombres involucrados en esas actividades. En cada momento vi estas decisiones como necesarias, tomé sola cada una y no recuerdo haber tenido sentimientos sobre cada caso de decisión de dejar el lugar más que «bueno, eso es así». Pero soy una mujer de una familia privilegiada y esas decisiones, en última instancia, al menos de manera significativa, no obstaculizaron mi progreso hacia la vida que finalmente he conseguido. Sin embargo, sacudieron mi sentido de seguridad en mi mundo y me hicieron excesivamente vigilante sobre las cosas que podía hacer, ya fuera inscribirme a actividades extracurriculares o clases particulares. Para cada actividad consideré primero si tenía una mínima posibilidad de terminar como víctima y luego, basándome en ese cálculo, decidía no emprender esas actividades. Esa vigilancia fue la propia forma de desaparecer del mundo, en la medida en que provocó una notable retirada del sincero compromiso con mi entorno y mis oportunidades.

Sin embargo, para muchas chicas de Malaui, su desaparición de la sociedad es muchísimo peor: termina convirtiéndose en un total descarrilamiento de los caminos previstos de sus vidas. Las chicas normalmente tienen que abandonar la escuela después de quedar embarazadas por un maestro de escuela, por ejemplo, o después de haber sido casadas en la adolescencia en vistas a aliviar la pobreza de sus familias. El potencial perdido de tantas niñas es inconmensurable, no solo en sus propias vidas, sino en la más amplia escala de la forma misma de la sociedad. El hecho de que como malauíes estemos efectivamente bien con esta situación —en la medida en que este problema continúa— es frustrante, incluso doloroso para mí como mujer que ahora observa crecer a la próxima generación de niñas en nuestro país. Mientras lo hago, me pregunto cuánto tiempo podrán mantener sus creencias en los grandes potenciales de sus vidas antes del inevitable punto, aún en su niñez, cuando un hombre en el que confían les despoja primero de ella.

Cuando tenía 14 años, unos meses después de mi primer período, mi abuela me dijo que ya no podía «jugar con chicos«. Este era su eufemismo para la necesidad– ahora que podía quedar embarazada– de que yo tomara medidas defensivas para no encontrarme potencialmente en problemas a manos de un chico o un hombre con intenciones deshonrosas. Su consejo subrayaba la noción de tomar adecuadas decisiones con respecto a la compañía de hombres. Sin embargo, esa conversación no habría salvado a la víctima de violación de 11 años en Chikwawa, ni a la víctima de violación de 12 años en Nkhotakhota; de hecho, me la dieron más de un año después del día en que me puse todas esas absurdas capas de ropa solo para caminar 10 minutos hasta la casa de mi amigo. Suponer elección como un factor en la victimización de una chica es colocar grotescamente la carga de su protección solo en las chicas.

El persistente flagelo de la victimización sexual de las chicas jóvenes no puede verse simplemente como solucionable mediante sus propios poderes de defensa o los de su familia contra su así llamada profanación y posterior devaluación. Toda nuestra sociedad debe ver esta protección como importante, y esta importancia debe ser incorporada a las instituciones que mantienen a nuestra sociedad en pie, desde la atención sanitaria, a la educación y la justicia. Muy poco cambiará de otra manera; no hasta que una mayoría crítica de personas deje de confabular al considerar esta violencia como aceptable.

Michelle Chikaonda @machikaonda

Fuente: Africa is a Contry

[CIDAF_UCM]


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Autor

  • Michelle Alipao Chikaonda

    Escritora de no ficción de Blantyre, Malaui, que actualmente vive en Filadelfia, Pensilvania. Ha ganado el Premio Literario de No Ficción Narrativa del Festival de Libros de Tucson, el Premio Stephen J. Meringoff de No Ficción de la Asociación de Académicos, Críticos y Escritores Literarios y la Beca Archie D. y Bertha H. Walker para escritores de color del Centro de Trabajo de Bellas Artes en Provincetown. En 2015 fue nominada para el Premio Pushcart por Oracle Fine Arts Review y en 2020 fue seleccionada para el premio inaugural Toyin Falola Prize para escritores africanos emergentes; la obra será publicada junto a otros 39 autores en la próxima antología del premio.

    Michelle enseña regularmente en Blue Stoop, un centro para la comunidad literaria de Filadelfia, y se ha desempeñado como asistente de enseñanza, mentora de estudiantes e instructora de talleres en Mighty Writers, una organización sin fines de lucro de Filadelfia que enseña escritura y pensamiento crítico a niños y adolescentes. Además de ser residente de 2019 en la residencia Rhinebeck de The Seventh Wave, es miembro del Taller Voices of Our Nations [VONA], exalumna del Taller de Verano de Tin House y fue presentadora en la Asociación de Escritura y Escritura de 2019, 2020 y 2021. Da conferencias de programas de redacción [AWP] y es editora colaboradora de no ficción en Electric Literature, actualmente también publica en Al Jazeera, The Globe and Mail, Catapult, Broad Street Review, Business Insider y Africa is A Country, entre otros.

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