De la Shoá al genocidio de los Herero, pasando por Daech, Arabia Saudita y Argelia (parte II/final)

19/07/2016 | Cultura

Siempre he sido apasionado por este tipo de literatura que describe la confrontación terrible, a veces mortal, siempre reveladora, que enfrenta personajes “comunes” con la gran trituradora de la historia. En mis novelas, evidentemente comencé por lo que yo conocía mejor, Argelia, su guerra de independencia, el robo de la democracia por el poder militar, seguido por el terror islamista y sus doscientos mil muertos; luego, poco a poco, Medio Oriente con sus interminables y desesperantes conflictos, Andalucía y la deportación de los moriscos. Incluso fui a Tasmania para evocar el genocidio “exitoso” de los aborígenes de esta isla australiana a finales del siglo XIX. En el fondo, en mis novelas me doy cuenta de que traté sin descanso, más o menos conscientemente, responder a la pregunta que nos atormenta a todos en ciertos momentos: “¿ Qué habría hecho yo si….?”

Anouar_Benmalek-2.jpg«¿Qué haría yo si…?” ¿Qué habría hecho yo, por ejemplo, si hubiera sido torturado durante la guerra de Argelia por el ejército francés en los años cincuenta… o por el ejército argelino en los años ochenta? ¿Qué habría hecho yo si hubiera caído en manos de un grupo terrorista argelino? ¿Qué habría hecho yo si hubiera sido el último aborigen de Tasmania luego de las masacres perpetradas por los colonos anglosajones, etc.? A cada una de estas interrogantes, traté de responder a través de una novela. La pregunta que iba a llevar a Fils du Shéol se impuso finalmente en mí con tal fuerza que decidí intentar responderla, dentro de mis posibilidades, y al menos parcialmente: “¿Qué habría hecho yo si hubiera sido un alemán judío, atrapado, así como toda mi familia, en las mandíbulas del aparato nazi, camino hacia las cámaras de gas o, peor, destinado a ser un esclavo miembro de los sonderkommandos, condenado a meter en el horno crematorio a sus propios correligionarios, antes de precipitarse allí en su momento? Ya había leído y visto un número importante de libros y películas sobre la Shoá, incluso leí y vi decenas en el curso de la escritura de este libro para finalmente ceñirme a una única línea de conducta: contar sólo el punto de vista de una familia “normal” de judíos berlineses, ni más ni menos heroicos que otros y que no tienen más información sobre los eventos como cualquier ciudadano común del Tercer Reich.

Aprehensiones, tuve mi porción, por supuesto, pero no era porque yo fuera probablemente el primer “árabe” o más bien “árabe – bereber” en consagrar una obra de ficción a la Shoá. Mi temor, constante, había sido no estar a la altura del tema sobre el cual reina esta maldición de ser “indecible”. Yo rechazo con todas mis fuerzas esta calificación de “indecible”, de “sacralización” de la Shoá, al punto que sería casi blasfemo apoderarse de ello por medio de la ficción: el genocidio de los judíos y de los tsiganes fue cometido por seres humanos sobre otros seres humanos, y, simplemente por esto, puede y debe ser contado con las palabras de los humanos, por muy difícil que eso pueda ser. El único freno que durante mucho tiempo me había frenado de escribir esta novela sobre la Shoá fue un problema de “legitimidad”. No la legitimidad intrínseca del escritor: afirmo que un escritor tiene el derecho de adueñarse de cualquier tema, somos parte de la misma comunidad de homo sapiens y cualquier catástrofe que toque una parte de esta comunidad nos concierne o debería concernirnos a todos.

Aquí hablo más bien de una legitimidad con respecto de mí mismo: qué aportaría yo de nuevo, yo africano, a una historia que se produjo lejos de mi continente de origen, que no tenía a priori ninguna relación con la de África. El detonante fue la lectura de una biografía de uno de los dirigentes más importantes del sistema nazi, Hermann Göring. Por casualidad, aprendí que su padre, Heinrich Göring, había sido gobernador de la German South West Africa, dicho de otra manera: África del Sud – Oeste Germánico (actualmente Namibia). Intrigado, comencé a estudiar la historia de esta colonia alemana, de la cual antes ni siquiera sospechaba su existencia. Descubrí poco a poco la magnitud de las masacres cometidas por los soldados del Segundo Reich durante su ocupación, que culminaron en 1905 con el genocidio de los hereros y de los namas.

80% de los hereros perderían la vida en condiciones espantosas, seguidos, poco tiempo después, por un 50% de los namas. Mi estupefacción inicial proviene de lo que nunca había oído mencionar precedentemente sobre este genocidio inaugural del siglo XX. Verifiqué a mi alrededor, hice la pregunta a muchos escritores, africanos y europeos: en todas partes la misma extraordinaria ignorancia de lo que nunca debió ser ignorado. En consecuencia, se podía haber cometido el primer genocidio del último siglo ¡y hacerlo desaparecer del menú de la memoria común!

Investigaciones más minuciosas me permitieron comprender que el genocidio perpetrado en la GSWA había sido, de cierto modo, un “borrador” artesanal de lo que la Alemania nazi aplicaría, menos de cuarenta años después, de manera monstruosamente industrial, contra los judíos y los tsiganes: mismas obsesiones raciales, primeras experiencias con fines pseudo genéticos, personajes que iniciaron sus carreras en la colonia y que se encontraron dirigiendo de manera destacada en el sistema hitleriano, misma mortal filosofía penitenciaria con campos de concentración (sí, estaba bien su denominación oficial) donde los prisioneros hambrientos y obligados a llevar placas de cuero numeradas alrededor del cuello, se veían explotados como mano de obra servil hasta su muerte por agotamiento…

Y, para terminar, como calco de la decisión de poner en marcha la “Solución Final” contra los judíos tomada por los nazis en la conferencia de Wannsee, el Vernichungsbefehl del general Von Trotha que ordenó, en nombre del Kaiser Wilhelm, que “cada herero encontrado al interior de las fronteras alemanas, armado o no, en posesión o no de ganado será asesinado”…

En ese momento, supe que tenía aquí la legitimidad personal como escritor “árabe” y, más generalmente “africano”: la Shoá nos concierne también a nosotros los africanos, y de forma casi directa, porque comenzó de cierta manera, “un poco” en Namibia. Señalemos que fue sólo en julio del año pasado que Alemania reconoció el genocidio de los hereros y de los namas. Quisiera terminar con algunas reflexiones sobre el oficio de novelista.

Creo que la novela corresponde, en el fondo, a una experiencia casi científica: se toma cierto número de personajes a los cuales se les imponen presiones de diferentes tipos, se les sumerge en condiciones externas que no dependen de ellos (el país, los eventos históricos, las condiciones sociales y políticas, las creencias religiosas) y se observa cómo cada una de estas criaturas virtuales, dotadas de su parte de determinismo y de libre albedrío, va a arreglárselas para sacar adelante sus asuntos.

Mi descripción es evidentemente caricaturesca, pero lo importante es que al comienzo el novelista posea una libertad de elección que se parezca a la del científico que duda entre varias hipótesis, estudia varias experiencias para probarlas, y que se debe, en cada etapa, informar imparcialmente los resultados de su trabajo.

En mi opinión, un buen novelista (o, en todo caso, el tipo de novelista que me gusta) tiene la obligación de cierta neutralidad hacia sus personajes. Aunque sienta afecto por sus personajes de papel, no debe olvidar conservar de igual forma una mirada casi cruel de lucidez en la descripción de sus comportamientos y de sus motivaciones profundas. Un ser humano no está moldeado únicamente por las mandíbulas caníbales de la Historia con una H mayúscula y su insaciable apetito de sangre humana. Un hombre o una mujer también pueden decidir vivir sus futuros junto a esta devoradora de destinos humanos, fingir ignorarla o, más exactamente, desear con todas sus fuerzas que esta última las ignore.

Ellos pueden querer amar, odiar, envidiar, dar prueba de bondad o de mezquinas y ordinarias ambiciones, mientras grandes y espantosos eventos proyectan sus mortales sombras sobre ellos. Lo que trato de mostrar en mis novelas, es esta batalla, entre el determinismo aterrador de ciertos momentos históricos y la libertad, pagada muy cara a veces, que posee a pesar de todo el ser humano de no estar totalmente definido por ellos. Mis personajes nunca son héroes, sino seres comunes revelados a ellos mismos y a los otros a través de condiciones extraordinarias. La vida es una experiencia terrible: nacemos para morir y lo sabemos.

Esta sola realidad hace de todo ser humano un filósofo trágico: usted mira a una persona que ama, una mujer, un hombre, niños y usted sabe con toda seguridad que ellos van a morir, ¡que usted va a morir! Eso es insoportable y transforma toda existencia humana en una novela infranqueable: ninguna obra literaria alcanzará jamás la grandeza cruel de una vida humana: a penas comenzamos a comprender la vida que nos es dada que la perdemos. De cierta manera, una vida sólo es una larga agonía: el primer llanto de un bebe es el mismo que activa la cuenta regresiva que lo llevará a la tumba.

Toda escritura es, en este sentido, una obra filosófica: toda risa, toda felicidad, toda exaltación creada por una novela o un poema son evidentemente victorias contra la muerte, pero victorias completamente provisorias, completamente irrisorias contra el único vencedor que estará siempre presente sobre el pódium final: la muerte. Pero la grandeza del ser humano, único animal dotado del conocimiento de su finitud en la tierra, es justamente acumular estas victorias provisorias en todas las áreas, la del arte y la ciencia en particular, y transmitirlas a sus congéneres, sean actuales o, sobre todo, futuros, transformando así su efímero minúsculo presente en una suerte de inmortalidad iterativa, transmitida por una larga cadena que remonta a la aparición de nuestra especie.

En el fondo, la literatura tiene justificación sólo porque morimos. Quite la muerte y la literatura se vuelve inútil, si no ridícula. Un escritor se permite el derecho de escribir lo que él desee, aquí donde él lo desee, él es el responsable de asumir el honor o el deshonor de sus escritos. Ser escritor no da, por otra parte, la certeza de tener la razón. No estarlo, igualmente. Yo seguiré haciendo entonces que las palabras aparezcan en mi pantalla hasta que la muerte, una buena mañana o una mala tarde, me toque el hombro diciéndome: “vamos hijo, tu turno se terminó…”

Un escritor argelino, Mouloud Mammeri, escribió un día: “Los que, para dejar la escena, esperan siempre haber recitado la última réplica, en mi opinión se equivocan: nunca hay una última réplica – o entonces, cada réplica es la última, se puede detener la noria en cualquier cubeta, el baile en cualquier figura de la danza…”

Anouar Benmalek

El Watan

De la Shoá al genocidio de los Herero, pasando por Daech, Arabia Saudita y Argelia (parte I)

[Traducción, Jeimy Henríquez Cáceres]

[Fundación Sur]

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