Se llamaba Bathwrong. Sí, sí, como suena. Literalmente “baño incorrecto o equivocado”. No sé qué pasaría en torno a su nacimiento para que sus padres le pusieran ese nombre; o quizá fue un error por parte de la persona encargada de registro: “¿bathroom?” “¿Cuarto de baño?” En cualquiera de los casos no importa ahora.
Bathwrong tenía 12 años y lo conocí casi de casualidad en el hospital, mientras visitaba los pabellones. Como por desgracia pude comprobar después, me pareció un chico con VIH: muy delgado, extremadamente delgado, poca masa muscular, sin fuerza, ojos cansados… allí tumbado en la cama. Me acerqué a la cama unos segundos y le saludé tímidamente, sonriéndonos mutuamente. Ése fue mi único contacto con él.
Unos días después, estaba nuevamente en el hospital, esta vez sentado en uno de los bancos de maternidad, porque allí la cobertura es un poco mejor que en la casa de la misión, donde apenas existe. Estaba allí sentado, decía, y viene a llamarme una de las enfermeras, que a la vez es religiosa, sister Beatina. Quiere que bautice a un niño inconsciente que está muriendo. Está también por allí el párroco y, casi sin saber qué hacer, finalmente, el párroco opta por bautizarlo. Digo sin saber casi qué hacer porque el niño no acude a catequesis ni va a la Iglesia, pero han hablado con la abuela, que tampoco es católica, y lo ve bien. Y una cosa está clara: no es momento de discutir sobre qué hacer o no en esas situaciones; eso ya quedará para nosotros y las hermanas que trabajan en el hospital.
Un bautizo de un niño en peligro de muerte, que no sabemos ni siquiera si quería recibirlo o no, asistido por el párroco, y como testigos la abuela del moribundo, dos hermanas enfermeras, otro enfermero más y servidor. Su madre está en el poblado, recuperándose de una cadera porque la atropelló un coche, y no puede valerse. Su padre les abandonó tiempo atrás y se fue con otra mujer. Y todo esto tiene lugar en la soledad de un pabellón para siete camas, en la que la única ocupada era la de Bathwrong.
Le hemos bautizado. A continuación le he tomado de la mano, para acariciarle, para hacerme presente… No sé. Sentía que tenía que hacerlo. Quería pensar que Bathwrong podía percibir mis manos. Por momentos así lo pensé. Han pasado dos minutos después de su bautizo y sin casi darnos cuenta, ha muerto. Una de las hermanas comenta: “Es como si hubiera estado esperando el bautismo para morir.” Nadie llora, ningún lamento. Ni siquiera la abuela. “Los tongas no lloran fuera de casa cuando se les muere alguien”, me comenta Masimba, el párroco.
Se ha hecho de noche y nos piden llevar el cuerpo muerto de Bathwrong a su poblado, que está a unos siete u ocho kilómetros. De este modo, además, evitamos que la abuela tenga que ir andando por el bosque a esas horas sola. Accedemos a la petición y metemos el cadáver del difunto niño envuelto en una manta en la parte de atrás del 4×4. En este improvisado coche fúnebre van el fallecido, su abuela, el enfermero que estuvo en el bautizo, una hermana y un familiar que ha salido casi de la nada, y que es el que nos guía una vez dejamos la carretera principal hasta llegar al poblado.
En el traslado todo es silencio en medio del bosque. Sólo el ruido del motor. Nadie habla, nadie llora, nadie parece lamentar la pérdida de Bathwrong. Después de un cuarto de hora aproximadamente se empieza a oír un quejido, una especia de lamento, casi aullido. Primero en voz baja, subiendo la voz cada vez más. Estamos llegando a la casa y ya en los alrededores ese lamento es la manera de advertir de la muerte de Bathwrong.
A los dos o tres minutos llegamos a la casa y entonces parece que se desataran todos los lloros y lamentos antes ahogados en la espesura de la noche. Van saliendo de la oscuridad mujeres y niños, que lloran y gritan. A veces parecen una jauría. Van y vienen de un lado para otro. Para mí resulta casi un espectáculo; son como plañideras, por momentos a caballo entre la tragedia y el teatro. También la madre de Bathwrong llora y se lamenta, sentada en el suelo, más retirada de la choza donde hemos dejado al niño muerto. Y mientras, da palmas expresando su sorpresa y su dolor.
El familiar que nos ha guiado hasta el poblado se encarga de que los niños se alejen del muerto, y si es preciso les pega, ya que puede que si están cerca del fallecido el espíritu de éste pase a alguno de ellos. Todo el mundo está alborotado. Dolor. Impotencia. Rabia. Miedo. Oscuridad. Soledad.
Volvemos a la misión. Y en mi corazón pesa la soledad en la que ha muerto Bathwrong en el hospital; inconsciente, sólo con su abuela y unos desconocidos. El dolor ante la impotencia de la muerte. La angustia de esa noche en el bosque. Yo, en mis adentros, encomiendo a Bathwrong al Señor, mientras me entra un escalofrío al pensar que yo no quiero morir así.
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Original en : Testigo en Zimbabue