Y un día me fui a eso, por Nuno Cobre . (5ª y 6ª parte)

2/09/2011 | Bitácora africana

EN REALIDAD LA COMIDA TARDARÍA EN LLEGAR, la comida a veces tarda en llegar. Y en lugar de almorzar, nos dirigimos al siguiente pueblo, Nouditon, donde aterrizamos con nuestro destartalado Toyota Hilux marrón. André por cierto, va detrás durante todo el trayecto, durante todo el día. Pero en realidad no va detrás sino que sobrevive en medio del imposible espacio que resta entre el respaldo trasero de los sillones delanteros y la pared de acero de la cabina. Lo sabe hasta el señor Miyagi: el Hilux es más bien un coche de carga, un tercero molesta. Cómo molestan los terceros, tío. Por eso André va ahí aplastado, reptil, escopeta.

El francés sólo respira cuando abrimos la puerta en Nouditon. Aquí los colores se van organizando y acercando entre destellos cruzados. De entre todas las caras que se van aproximando a ritmos inconstantes, sobresale una niña de mirada quieta y boca cubierta por el revoloteo de las moscas. Yo le doy la mano a varios locales, clac, clac y la niña también se acerca para que la salude a ella también. Dudo, dudo hasta que nuestras manos se palpan súbitamente, un segundo (tres horas) porque alguien aparta a la muchacha y la esconde en algún sitio. Siempre hay un nivel más bajo, y luego otro más profundo, y así.

Seguimos caminando y como viene siendo habitual, todo el pueblo entero va detrás, todos los niños flanquean nuestra marcha con saltos y risas. Yo sigo a los de la ‘organización’ que me conducen a una casita un tanto oscura donde va entrando bastante gente. Nos acomodamos en un cuartito del interior donde fulgura un póster de Jesucristo, blanco, inmaculado, limpio, impecable y. Nos ponemos todos en círculo, y la gente comienza a hablar.

Sabía que iba a pasar. Porque.

Esta iniciativa que ayudamos a desarrollar en el pueblo tiene la peculiaridad de que apenas necesita herramientas para implementarse. Pero los ¿campesinos? los ¿locales? no acaban de aceptarlo y no hacen más que pedir botas, palas y otros instrumentos de labranza. Uno por uno, se van levantando todos y la mayoría dice lo mismo: necesitamos herramientas. Por fin, cuando se han escuchado todas las demandas, llega mi turno.

¿y ahora qué digo?
No les puedo vender la moto y decirles que mañana vendremos con un camión repleto de rastrillos, botines, machetes y otros utensilios. Además, no me creerían. La gente del campo sabe más que siete. Entonces, joder, les hablo claro y les digo lo que realmente pienso de la vida: que si uno quiere puede conseguir lo que quiera si se lo propone y se lo trabaja. De pronto el discurso me va saliendo solo (la maquinita que diría Borges) y en un momento dado me sumerjo bajo los efectos de una extraña emoción que me empuja y empuja. Volar. Cuando finalizo mi soflama todos se quedan en silencio, y luego añado algo que no sé, sale hasta simpático y acto seguido todos acaban riéndose y todos nos reímos a carcajadas. En la burbuja del olvido, la carcajada.

Y ahora sí.

Nos sentamos todos alrededor de una olla cargada de arroz, pollo y zanahoria macerada y empezamos a devorar. Me siento torpísimo, tengo dificultades para cortar un trocito del muslo del pollo. Envidio a un tipo de la organización que se hace con un pedazo de ave sin la menor dificultad, ágil, directo, caníbal, pa la panza. Me sorprende ver al chófer del Hilux marrón comiendo. Es increíble que todos los seres humanos coman, que todos tengamos que comer, hacer pis, dormir. Hay gente que te llama la atención cuando los ves comer. Cosas mías.

Miro por la ventana y vuelvo a ver a la niña, un tanto arrimada, perdida, lejana. Una escalera inferior. Al mismo tiempo, un tipo con cara de “malo” y que me lleva comiendo la oreja desde hace tiempo, me pide el teléfono, me da el suyo, me dice que lo llame que tiene muchos negocios en la cabeza. Y pone cara de malo malísimo y me dice que eso queda entre nosotros. Luego nos hacemos varias fotos con la gente del grupo y todo el pueblo. Esa foto es candela, hermano. Y nos ponemos en marcha para ver las plantaciones de tomates.

Caminamos y caminamos. Esta vez sí recorro el África que se espera de mí, el conradismo, el show. Caminamos y caminamos en medio de árboles frondosos que amablemente tratan de introducirte un trozo de rama en el ojo, arañarte los muslos, la sangre. Caminamos, caminamos, en medio del verde verde y a veces sobre un camino de tierra. Y en un momento dado, nos plantamos frente a un riachuelo que divide la tierra. La tierra se parte en dos. La única forma de atravesar el riachuelo es pasando sobre un tronco inconsistente. Ahora estoy pensando en mi madre, dice André. Nos alcanzan varios troncos muy delgados que nos sirven a modo de pértigas para mantener el equilibrio. Abajo, uno de los africanos se ha tirado al riachuelo que escupe aguas marrones y grises, ocultando probablemente una curiosa fauna acuática en su interior. El africano se ha tirado para ayudarnos a pasar, y su asistencia es decisiva. Sin él, más de uno caería.

No me resulta fácil, pero acabo pasando. Cuando ya estamos del otro lado (estar del otro lado) seguimos caminando, caminando. Siento una vez más que estoy dirigido por una especie de euforia que me impide parar, frenarme, camino con el mismo entusiasmo con el que Levin cosechaba en Anna Karenina, vamos, otra vez, sigamos. Los de la organización me ponen caras para que pare ya, pero yo quiero ver una plantación más, otra. Y toda la marabunta se pone en marcha. Cuando llegamos me adentro solo en una especie de vericueto. Sólo me sigue el malo, un poco pesao ya, que vuelve a insistirme con un negocio y otras vainas.

Sólo descubro que estoy destrozado cuando regresamos en el coche, en el Hilux marrón. Bromeo con André mientras vamos regresando a Bargu en medio del barro, del rojo, del yo qué sé. El coche se nos calado varias veces ya, claro. En medio de la lluvia, no es la primera vez que el chófer (un pedazo de mecánico) se ha bajado y no sé lo que ha hecho aquí y allá con una dudosa llave inglesa, pero el carro ha vuelto a ponerse en marcha. A pesar de los percances y de la vida, el regreso es plácido, sumergido en un agotamiento armonioso. En realidad no quiero regresar a Bargu. En realidad no quiero volver nunca a ningún sitio. En realidad sólo quiero estar dentro de este coche todo el rato, todo el día, toda la vida.

André se revela como un auténtico devorador de libros y me recomienda que lea al escritor marfileño, Ahmadou Kouroma. “Escribió pocos libros, pero los que escribió…” Y recuerdo una frase, “ya no la quiero, pero cuando la quería…” Todo es tranquilidad en el regreso. No quiero volver.

La única vez que me sentí “europeo” (peo peo) blanquito (ito ito) en todo el viaje (aje aje) fue esa noche en el hotel Tanzan cuando me presenté duchadito y peinadito para cenar. Mi pelo, mi ropa, no pegaban ni con cola en el ambiente. Ceno solo y no puedo evitar fijarme en la peña del restaurante y en concreto el grupo que está a mi izquierda. Por sus acentos de pato (cua cua) sé que son norteamericanos. Hay ahí una mujer enérgica, entusiasmada, contando algo, una idea, un proyecto, levantando las manos ¡YES, WE CAN!. Luego hay un tipo de pelo blanco que tiene una cara de mala leche que te cagas. Bof. También hay dos chicas jóvenes. Chicas jóvenes. Una de ellas sigue el rollo de la jefa, se emociona al unísono y la otra bueno, de vez en cuando apoya pero con una cierta moderación. Y luego hay un quinto, el único negro de la mesa que está despatarrado en una silla y consultando el móvil. Amigo de lo ajeno. Porque cuando se está más perdido que un pulpo en un garaje, la peña se pone a ver el móvil. Y a darle a los botoncitos. Este africano, en resumidas cuentas, no tiene ni idea de lo que están hablando el resto de los comensales, y además se la trae al pairo. Y vuelve a leer un mensajito que le enviaron hace unos días, y que tanta ilusión le hace. Y luego lee otro y otro.

SAMUEL ES EL JEFE. Lo descubro al día siguiente por la forma en la que todos lo miran cuando me saluda. La mirada puede ser un pasillo por la que transita un líder. Se disculpa Samuel también por no haberme acompañado el día anterior, “problemas mecánicos”. Pero yo en realidad estoy mosqueado con este tío, con casi toda la organización y por supuesto lo saludo atentamente. Esta vez contamos con un Toyota Hilux blanco que supera con creces al marrón que sufrimos ayer. En este Toyota Hilux blanco, un tercero y hasta un cuarto caben bien. André es feliz. Rum, rum. Desde que el coche se pone en marcha mi objetivo está claro: decirle a Samuel que se lo curre para que el proyecto avance. Y rodeados una vez más de verde y rojo, trato de ser un tanto sutil, alternando los dardos con chistitos baratos y otras fracciones no valorizables, pero metiendo el mensaje. Como esa gente.

Samuel es un perro viejo que se las sabe todas y me asiente con calma, como si oyese pero sin estar oyendo, algo así. Va cómodo en su coche Samu, todo emperador, esquivando magistralmente los baches que inundan lo rojo, la carretera, la vida. Bordeando lo rojo, baches y charcos, avanzamos casi en zigzag, supeditados al capricho natural que ha dispersado los obstáculos a su antojo, sin ningún tipo de negociación, sin parlamento. A gusto.

Pero yo lo veo por el espejo retrovisor y sonrío.

Me refiero al ya emblemático Hilux marrón que nos sigue con el resto de la organización a bordo. Tras muchos tumbos, baches y otras agitaciones antieróticas llegamos a Tarwaa. Hemos dejado los coches al lado de la cabañas de barro y paja ¿dónde si no? Acude el pueblo, muchas cabezas y de entre la multitud se despega un hombre con gorra que me entrega un papel arrugado lleno de demandas garabateadas. Quieren herramientas. Como siempre. Yo asiento, qué puedo hacer. Y luego me ofrecen un trozo de kola, que viene a ser una semilla pelada del árbol kola con la que se honra a los huéspedes insignes en muchos pueblos africanos.

Le doy un buen mordisco y a pesar de su textura incomestible, su sabor antipático, le vuelvo a dar otro bocado que me sabe aún más marciano cuando André me advierte de los potentes poderes afrodisíacos de la kola. Todavía me queda un buen pedazo, y no sé qué hacer con él, y al final lo dejo disimuladamente encima de lo eso procurando no ofender a nadie. Cuando me paro un momento para reposar, descubro dentro de una cabaña dos ojos enormes que le corresponden a una niña que me saluda con la mano y luego se esconde. Y cuando vuelve a salir como un pulpito juguetón, empiezo yo también a saludarla como un bobo. Y así, en medio de un cierto estupor por parte de mis acompañantes, nos pasamos unos cinco minutos: yo saludando, la niña saludando, yo saludando, la niña saludando. Y luego se une otra niña y ahí estamos los tres, girando nuestras manitas. Y por supuesto: en medio de todo, las sonrisas.

Agradecemos a la mujer de uno de los locales que nos haya preparado la comida. Damos buena cuenta y nos ponemos en marcha para ver más plantaciones de tomates. Caminamos, caminamos, caminamos. Mientras voy saltando diferentes charcos, montículos, la lama, piedras, la organización me tira fotos. Mira el blanquito. Al llegar a la plantación me encuentro con muchos africanos descamisados y sudorosos desperdigados alrededor de la tierra. Bebo agua y compruebo como muchos me miran desconsoladamente. Glup, glup. Glups. Siento la presión de compartir el líquido y se la alcanzo a un labrador que ante mi asombro se bebe la botella entera. Toma ya.

Todo el mundo está revoloteando por aquí, los africanos bromean entre ellos en un idioma y en una forma a la que nunca en mi vida tendré acceso. La lejanía. Me siento un poco político cuando el líder de la plantación me va explicando todo el proceso tomatero en medio del indiscutible ambiente proletario. Si llega. Vamos caminando acompañados por una cola de hombres, como un vestido de novia que se confundió de ajuar. Y tras una serie de preguntas y explicaciones, regresamos a Bargu.

Siempre regresamos a Bargu en un coche. Y esta vez hermano, en medio del verde y el rojo, Samuel se revela como un auténtico romántico cuando introduce un CD de lo más meloso. “When a man loves a woman” y cosas así. Pero sabes tío, cuando llegó la séptima canción, sonó de pronto “I don’t wanna wait in vain for your love”, y aquel tramo en medio de la nada roja y verde bajo la voz melancólica y sufrida de Bob Marley, bajo los imparables coros que inconscientemente todos susurramos en el Hilux blanco, aquella sensación sideral, te proporcionaba un encuentro con el encuentro y unas alas, y unos trocitos de carne esparcidos. Y dice André, la canción también podría entenderse como “no quiero esperar diez días por tu amor”. Ya está bien.

Original en Las palmeras mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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