AQUÍ, JUNTO A LOS CAÑONES, CON EL MAR ROMPIENDO EN FRENTE DE MÍ, me di varias vueltas pensando que precisamente en este mismo lugar se habían cometido uno de los mayores crímenes de la humanidad. No sé por qué, pensé en el Conde de Montecristo. Bueno, supongo que pensé en él porque el héroe de Dumas es apresado en una fortaleza de iguales características de la que logra escapar para vengarse. En efecto, el Castillo de If se parece a la fortaleza de Cape Coast.
En el almuerzo le pregunté a Francis que donde iba a almorzar. El chófer me dijo que no había problema, pero en un momento dado sonrió con un ojo cerrado, pensándoselo, y luego añadió que bueno, que eso, que ya comería algo por ahí. Con los conductores, he descubierto también que muchos de ellos, muchos africanos de hecho, pueden estar todo el día sin comer y sin beber y estar en perfectas condiciones.
Me acerqué al restaurante que estaba justo al lado de Cape Coast. Bajabas unas escaleras de piedra con el mar de testigo a tu izquierda, y seguías por un pasillo que te conducía a un restaurante de madera, como si fuese casi una construcción sacada de la Casa de la Pradera. Al principio quise disfrutar de la brisa y me senté en el asiento que más se pegaba a la ventana, pero ante el violento azote del viento, me senté una fila más atrás. Mientras, detrás mía, un chico con camiseta azul y una bolsa lleno de hilos me gritaba, “Sir, sir, sir”. Yo estaba hambriento y no le hice mucho caso, pero cuando me senté en una fila incluso más atrás, pude escuchar como el chamo insistía desde la arena de la playa. Me pedía insistentemente que le deletrease mi nombre, y ya cansado le dije, “N-U-N-O”. Probé a continuación unas papas de ñame, y un arroz jollof, que viene a ser como una especie de arroz rojo, parecido (aunque con mucha diferencia) a la paella. Acabé comiendo en una planta más arriba, porque en el tercer sitio, todavía llegaba el viento con mucha fuerza. Así que acabé comiendo al lado de los camareros que no le quitaban ojo a la telenovela. El protagonista del culebrón por cierto, era un guaperitas mulato con perilla y barbita.
Cuando salí del restaurante, el pibe de los gritos me enseñó una pulsera con mi nombre bordado con los colores de Ghana. La verdad es que me gustó y se la compré antes de irme a toda prisa a Elmina, un pueblo cerca de Cape Coast, donde se encuentra otra importante fortaleza. A medida que íbamos entrando en este pueblo pesquero, iba descubriendo una maravillosa villa abarrotada de ghaneses que se dedicaban a vender lo que fuera en el mercado, otros jugaban al fútbol, con el mar de fondo, las palmeras y de nuevo el colorido. Más que la fortaleza en sí, daban ganas de perderse por este pueblo de Elmina.
Nada más aparcar, noté enseguida como varios pícaros se iban mirando entre ellos, se hablaban y se iban preparando para rodearme desde que pusiese un pie en el suelo. Ya estaba un poco cansado de tanto acoso, pero no pude evitar reírme cuando uno con cara de golfo me dijo que se llamaba Michael Jackson. Entré en el castillo de Elmina. Ésta, fue construida por los portugueses en 1482 nada menos y luego los holandeses se la apropiaron.
Aquí, en el castillo de Elmina, nos metimos en varias cárceles. En una, se encerraba a los europeos cuando se emborrachaban o faltaban a la disciplina militar. Había una ventana y se les proporcionaba comida y agua regularmente. Pero en la celda de al lado, no había ni siquiera una mísera ventana ni un resquicio de luz. Aquí era donde se metía a los esclavos negros, que tampoco tenían derecho ni a comida ni a agua, y si morían, daba absolutamente igual.
Di varias vueltas por el castillo. Resultaba curioso contrastar el estilo portugués más religioso y el detalle holandés más práctico, en aquella construcción. Mientras nos metíamos en otro zulo de estos, le dije al guía que toda esta historia del esclavismo no se conocía del todo bien en Europa. “No interesa”, me contestó. “Todos los años, todos los días, se recuerdan otras atrocidades en el mundo, pero de la esclavitud no se dice nada”.
La que si decía era la noche que se iba presentando, y decidimos arrancar el coche para regresar a Accra. Durante el camino, en un momento dado, oscureció completamente. Yo me había dado una cabecita y cuando abrí los ojos, todo estaba negro. Costó llegar, pero una vez en Accra, decidí ir al Moonson para cenar. Como suele pasar en África, los sitios guays están repletos de blancos. Y yo estoy ahí ahora, en una terraza frente a Oxford Street. Lejas quedan ya las paranoias de la malaria y me siento al aire libre. Antes bromeo con una de las camareras y les digo que quiero cenar tenphaki o algo así. Me dicen ellas, que también es una comida japonesa, que me acerque a verla. Y al llegar allí, me encuentro con un cocinero enrollándose con la novia que descansa sobre sus muslos. Al verme, el tipo salta como una rana, se arregla el delantal y hace como que está currando. Le digo que me recomiende algo y desliza su dedo sobre la carta para pararse en un plato que se llama Yaki Udon. Cuando me lo traen, lo devoro con ganas al lado de unos alemanes y descubro que el tenphaki es comida japonesa pero cocinada, a diferencia del sushi. Y en esto, una mujer de blanco inmaculada y de rasgos orientales sale de un coche en medio de Oxford Street.
La bella dama que ha salido del vehículo, es un ángel que ostenta dos pechos generosos y un andar decidido. De repente le rodean tres tipos y ella les empieza a recriminar algo. Chilla, chilla como una rata, chilla tanto que acaba atrayendo a una de las camareras del Moonson que chilla, “Helen está aquí”, y todo el personal se abalanza para acomodarse sobre la terraza y observar el espectáculo. A la fiesta se ha unido un coche rojo que roza los muslos de la maravillosa Helen que vuelve a gritar unas vez más, antes de perderse por alguna calle adyacente. La noche. El tenphaki.
Original en Las Palmeras Mienten