Una cena accidentada, por Nuno Cobre

27/09/2011 | Bitácora africana

DADO QUE LOS SERES HUMANOS SON ANIMALES que suelen cenar por las noches, asistí coherentemente a la colación que tendría lugar en el pakistaní de Arbest Island. Y todo era normal. Subí unas escaleras y allí ya se encontraba un grupo de unas doce o catorce personas que hablaban por la boca, miraban por los ojos y olían con la nariz. Todo era muy normal.

Pedimos. Creo recordar que el sustento consistió básicamente en curris de carne, arroz y poco más. Durante la cena hablaba con Galia, me interrumpía Mary, yo la interrumpía a ella y no oíamos a Yure en la esquina que nos decía algo y luego se volvía hacia las dos chicas que se sentaban en frente suya y que parecían japonesas. A veces nos reíamos, otras veces se reían en la esquina. A veces venía un camarero serio. Y todo esto pasaba en medio de un restaurante vacío. Sólo nosotros. En medio del espacio. Si te pones a pensar.

Cuando el último grano de arroz desapareció del plato, la gente se puso en pie con una determinación mecánica, formal y finalmente un tanto molesta. Salimos afuera y casi todos se fueron marchando en sus respectivos coches, “trabajo loco en la oficina”. Un grupo de seis personas nos quedamos hablando bajo una luz extraña e incapaz de borrar una masa negra de oscuridad que se iba expandiendo. La noche. Las bromas probablemente eran malas, triviales, presumibles. Todo era normal. Se fueron dos más. Quedamos cuatro, y decidimos irnos en el Nissan Pathfinder de Yure que había advertido, “no me gusta conducir por las noches”. Vamos.

Me monto delante, al lado de la chica y ella conduce. En las pelis es al revés pero. Un puente. Debemos atravesar un puente pero ya no se ve casi nada. Alguien habla a mis espaldas. Miro. Detrás vienen dos mujeres. Son las dos japonesas. Una no abre la boca, tan solo insinúa una sonrisa mimética, contemporizadora. La otra está en la ciudad de paso, pero ya sabe mucho y le dice a Yure, “sigue recto, sé donde vamos”. Yure me mira. Yo me reclino en el asiento, cómodo por el hecho de que alguien haya tomado la decisión de orientarnos. Es tan difícil saber donde está la derecha, la izquierda. Ella.

“Sigue, sigue adelante, hacia el mar, es siempre lo mismo”, dice la japonesa parlanchina, casi poniéndose de pie, extendiendo un dedo a modo de espada firme y perentoria. Y Yure sigue. Hemos pasado el río, hemos flanqueado la chabola, el zinc, las motos, hemos pasado una calle que nos sonaba a todos… el árbol del pan de the principal street… “sigue, sigue, es siempre lo mismo, vamos hacia el mar”.

Nos seguimos adentrando y adentrando y repentinamente, todo es de color azul marino y del color de la sombra. Yure va muy despacio ahora. No puede ir más rápido, hay gente por la calle que cruza, que habla, que nos mira. La japonesa habladora se ha quedado muda y se ha encogido como un caracol. Seguimos yendo hacia delante, pero no parece que el mar esté cerca. Además, el mar ahora da miedo. Sabes, el mar ahora da miedo.

“Nuno, ¿qué hacemos?”, pregunta Yure mientras el coche sigue avanzando. Coño. “¿Damos la vuelta?”, vuelve a preguntar Yure. Y cuando surge un mini debate de murmullos en la que participamos todos menos la japonesa que no habla, y en el que sólo se oyen palabras como, “sí, no, eh”, cuando surge ese mini debate es cuando ¡PUM!, sentimos como la parte inferior del coche se raspa ruidosamente con algo que debe ser hormigón, y automáticamente el Nissan Pathfinder se queda suspendido sobre una pendiente de cemento que nos eleva y nos deja a un metro de la carretera. No podemos avanzar.

Como un cucaracha a la que han dado la vuelta, el coche se siente impotente. No sabemos si acelerar o retroceder. La japonesa que no habla sigue igual, el resto tenemos cara de tontos. En medio de un silencio y otros ruidos, decido bajarme en plena noche cerrada. Miro. Guau, el coche está muy empinado. Marcha atrás es imposible darle, nos cargaríamos toda la parte baja del coche que ya está por cierto bastante castigada. Acelerar tampoco es una decisión de lo más grata ya que tendríamos que dar un salto de un metro mínimo… el coche se iba a dar otra vez por debajo y es posible que todo su mecanismo se atrofiase y nos quedásemos ahí…

Empieza a venir gente.

Me subo dentro del coche y notamos como se va acercando el barrio, como los tiburones que huelen la sangre. Las japonesas ahora son idénticas: mudas. “Ne da hand?”, dicen afuera, “¿necesitan una mano?”. Yo no contesto nada, no sé nada. Piensa joder, piensa. Va viniendo más gente. Son todo hombres, muchachos, ni una chica. “Ne da hand?”, repiten. Entre Yure y yo convenimos finalmente que sí, que necesitamos una mano y algo más. Afirmo con la cabeza, hago gestos con las manos y acto seguido hay unos quince tipos tratando de empujar el coche por la parte delantera para dar marcha atrás. Porque eso es lo que se ha decidido ¡dar marcha atrás! Pero el carro no se mueve, amigo. No se mueve ni para atrás.

Da apuro ver a tanto tipo empujando, mientras nosotros cuatro ahí dentro esperamos con nuestras caritas. Pero el carro no se mueve, tío. Va viniendo más gente. “Nuno, ¿qué hacemos? ¿qué hacemos?”, grita Yure. “Mira, acelera todo lo que puedas y vámonos, que pase lo que tenga que pasar”. “¿Acelerar?, me dice Yure presa del pánico, “¿pero es que no has visto el agujero ese o qué?”. Yo que sé. “Sí, si lo he visto, pero es que para atrás si que es imposible”, digo desesperado. “Nuno, Nuno, ¿qué hacemos?”.

Afuera he escuchado que alguien ha dicho 10 de los grandes. “Dadnos 10 de los grandes”. Otros se van uniendo a las demandas, “money, money, we want money, queremos dinero”. “¡Nuno, Nuno!”. “¡¡Acelera y ya está!!”. Hago un gesto brusco con la mano para que se aparten los que aún seguían empujando. “Ahora, dale, dale”. Pero Yure no lo ve claro. “Nuno, ¿qué hacemos?”. “¡¡¡Dale!!!”. Y Yure le pisó por fin, y el coche se rozó como debe rozarse un masa de acero gigantesca creada por el hombre con una montaña de hormigón, pero el carro milagrosamente salió adelante, no sin antes recibir un fuerte puñetazo en la luna trasera por algunos de afuera.

Lo aliviador es que estamos de nuevo en la carretera, podemos seguir por la misma dirección por la que hemos venido. Pero Yure se ha parado de pronto. “¡qué coño!”. “Tenemos que darles algo de propina, nos han ayudado”, dice agarrando el volante tensamente. La japonesa que no habla sigue sin hablar, perfecta, de oscar de hollywood. La japonesa habladora se va animando, “Yure, arranca”. “No es el momento, Yure, no es el momento”, digo yo. Pero la chica insiste, “saca algo de tu cartera”. Por el espejo retrovisor veo como las pandillas se reorganizan y renovados de esperanza vuelven detrás del coche. Yo he sacado mi cartera y ha brillado tanto que ha hecho despertar al barrio entero que se pone en pie como una ola definitiva. Ya no puedo más, “¡¡¡¡¡acelera!!!!!”.

El coche recibe otro gancho de izquierda, pero a los pocos minutos estamos otra vez en The principal Street, el árbol del pan. La japonesa habladora propone girar a la derecha.

Original en Las Palmeras Mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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