Como muchos españoles, llevo muchos días presenciando la polémica de la famosa publicidad a favor del ateísmo en autobuses urbanos. Por mí, cada cual que haga publicidad de los valores en los que cree, que para eso estamos en una sociedad libre.
Lo que ya me resulta más difícil de entender es lo de proclamar las creencias que uno no profesa, pero ya lo dijo aquel torero que «hay gente pá tó». Yo, en los 20 años que he pasado en África, he viajado infinidad de veces en autobuses y furgonetas tipo «matato» que llevan en la parte frontal, de forma bien visible, eslóganes como «Dios está con nosotros», «Confía en Dios», «Jesús nos guía» y otros de similar tono.
Cualquier persona que haya vivido por allí podrá dar fe de que los africanos –cuyo sentido religioso forma parte de su cultura– lucen el nombre de Dios en público sin ningún problema. Mi mujer, que es ugandesa, no entiende lo de la publicidad a favor del ateísmo.
De todos modos, y para ayudar a esta reflexión «desde África», les reproduzco algunos párrafos de un reciente artículo publicado por el periodista Matthew Parris en el Times de Londres. No tiene desperdicio. Si están interesados en la versión original, pueden encontrarlo en http://www.timesonline.co.uk/tol/comment/columnists/matthew_parris/article5400568.ece
«Yo, un ateo, creo firmemente que África necesita a Dios»
Poco antes de Navidad regresé, tras 45 años de ausencia, al país que conocí de niño como Nyasaland. Hoy es Malaui. Viajé allí con una pequeña oenegé británica conocida como Pump Aid, que ayuda a comunidades rurales a instalar pozos sencillos para proporcionar agua limpia, para ver su trabajo.
Este viaje, además de renovar mi fe en las organizaciones de ayuda al desarrollo, me refrescó otra creencia contra la que he luchado en vano desterrar de mi vida, que siembra la confusión en mi ideología, se niega testarudamente a encajar en mi visión del mundo y ha dejado en mal lugar mi idea de que Dios no existe.
Aunque soy un ateo convencido, tengo que reconocer la enorme contribución que el cristianismo realiza en África: totalmente distinta del mundo de las oenegés seculares, los proyectos gubernamentales y los esfuerzos de ayuda internacional. Todos los anteriores, por sí mismo, no bastan. En África, el cristianismo cambia los corazones de la gente y trae una transformación espiritual, un nuevo nacimiento y un cambio que es real.
Hace años intenté evitar confrontarme con esta verdad limitándome a aplaudir el trabajo práctico de las misiones en África. Solía razonar así: es una pena que la salvación sea parte de esta labor, porque los cristianos –blancos y negros– que trabajan en África curan a los enfermos, ayudan a la gente a leer y escribir, y únicamente los laicistas más radicales podrían ver un hospital o una escuela de una misión y decir que el mundo sería un lugar mejor sin estas instituciones. En aquella época yo concedía que si la fe motivaba a los misioneros, muy bien; pero lo que contaba era la ayuda, no la fe.
Pero me he dado cuenta de que esto no corresponde a la realidad. Teníamos amigos misioneros, y cuando yo era niño a menudo nos quedábamos con ellos en la aldea africana. En la ciudad, teníamos empleados africanos que se habían convertido y que eran unos grandes creyentes. Los cristianos siempre eran diferentes. Su fe, lejos de haberlos achantado, parecía haberlos relajado y liberado. Eran personas que tenían una vivacidad, una curiosidad, un compromiso con el mundo y una manera directa de tratar a los demás que parecían estar ausentes en la vida tradicional africana.
Cuando tenía 24 años, un viaje largo por el continente me reafirmó en esta impresión. De Argelia a Níger, Nigeria, Camerún, República Centroafricana, Congo, Ruanda, Tanzania y Kenia. Viajé por tierra en un Land Rover con otros cuatro amigos estudiantes. Cada vez que entramos en un territorio donde había misioneros teníamos que reconocer que algo cambiaba en las caras de la gente que encontrábamos y con los que hablábamos: algo presente en sus ojos, la forma de acercarse a ti directamente, sin bajar la cabeza ni tener la mirada perdida.
Esta vez en Malaui ocurrió lo mismo. No encontré a ningún misionero. Nadie se los encuentra en los salones de los hoteles de lujo discutiendo documentos de desarrollo estratégico, como ocurre con las grandes oenegé. Sin embargo, me di cuenta de que un puñado de los miembros africanos más activos de Pump Aid confesaban, en privado, ser personas de firmes convicciones cristianas. Digo «en privado», porque la oenegé es totalmente aconfesional y nunca dicen nada sobre la religión durante su trabajo en las aldeas. Pero recogí algunas referencias sobre el cristianismo durante nuestra conversación. Uno de ellos leía un libro devocional durante el viaje en coche. Otro, los domingos iba a la iglesia para acudir a oraciones que duraban dos horas.
Encajaría mejor en mi mentalidad pensar que la honradez, diligencia y optimismo que derrochaban en su trabajo no tenía conexión con su fe personal. Pero, aunque su trabajo era secular, estaba influido por lo que eran, y su ser estaba influido por una concepción del lugar del ser humano en el universo que les ha enseñado en cristianos.
La ansiedad, el miedo a los malos espíritus… penetra profundamente toda la estructura del pensamiento africano tradicional, donde un enorme peso cae sobre el individuo, sofocando su curiosidad y haciendo que la gente no tome la iniciativa y no lleve las riendas de su vida… El cristianismo, el de después de la reforma y de después de Lutero, con su enseñanza de un vínculo personal y directo entre el individuo y Dios, sin pasar por ninguna otra autoridad humana, rompe este marco filosófico-espiritual, y ofrece una base sobre la que apoyarse a los que quieren liberarse de la mentalidad tribal. Por eso el cristianismo libera.
Los que quieren que África camine con la cabeza alta en el siglo XXI deberían pensar que los medios materiales y lo que llamamos el desarrollo, no efectuarán el cambio por sí mismos. Primero, hay que suplantar todo un sistema de creencias. Un África sin cristianismo dejará el continente a merced de la nefasta fusión entre Nike, el hechicero, el teléfono móvil y el machete».