«Renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, ¡no nos dejemos corromper por el mal!»

20/02/2023 | Documentos R+JPIC




«Jesús los conoce y los ama; si permanecemos en Él, no debemos temer, porque también para nosotros cada cruz se transformará en resurrección, cada tristeza en esperanza, cada lamento en danza».

«Las Bienaventuranzas son la sal de la vida del cristiano; en efecto, llevan a la tierra la sabiduría del cielo; revolucionan los criterios del mundo”.

«Para ser bienaventurados —es decir, plenamente felices—, no tenemos que buscar ser fuertes, ricos y poderosos; más bien, humildes, mansos y misericordiosos. No hacer daño a nadie, sino ser constructores de paz para todos».

«Estamos llamados a testimoniar la alianza con Dios en la alegría, con gratitud, mostrando que somos personas capaces de crear lazos de amistad, de vivir la fraternidad, de construir buenas relaciones humanas, para impedir que la corrupción del mal, el morbo de las divisiones, la suciedad de los negocios ilícitos y la plaga de la injusticia prevalezcan».

«En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas, depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana».

«Renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos, ¡no nos dejemos corromper por el mal!».

«Antes de preocuparnos por las tinieblas que nos rodean, antes de esperar que algo a nuestro alrededor se aclare, se nos exige brillar, iluminar, con nuestra vida y con nuestras obras, la ciudad, las aldeas y los lugares donde vivimos, las personas que tratamos, las actividades que llevamos adelante».

«Esta tierra, hermosísima y martirizada, necesita la luz que cada uno de ustedes tiene, o mejor, la luz que cada uno de ustedes es».


papa_francisco_cc0-7.jpgEl Mausoleo John Garang fue el lugar donde, en 2011, se declaró la independencia de Sudán del Sur. Allí, decenas de miles de fieles acompañaron a Francisco en la misa conclusiva de un magnífico viaje que, sin duda, ha vuelto a poner África en el ‘mapa’ de muchos medios y muchos eclesiásticos. Veremos lo que tardan en olvidarlo. África no lo hará. Bergoglio, tampoco.

Pese a tratarse de un acto eminentemente católico (aunque el sueño de la unidad ha estado muy presente en esta última etapa del 40 viaje apostólico de Francisco), tanto el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, como el moderador de la Iglesia de Escocia, Iaian Greenshields, acompañaron a Francisco en la misma. También irán con él en el avión de regreso a Roma y, en un gesto inédito, ‘concelebrarán’ juntos la tradicional rueda de prensa papal.

Durante su homilía, ante un río de personas, cantos y bailes -todavía hay quien se cuestiona que la liturgia es mucho más que el latín y la espalda al pueblo-, Francisco evocó el corazón de las tinieblas de un continente que, al estilo de Joseph Conrad, desvela que «el anuncio de Cristo es anuncio de esperanza«. Porque el Papa se encontró con los sur sudaneses «en el nombre de Jesucristo (…); Jesús, Dios crucificado por todos nosotros; Jesús, crucificado en quien sufre; Jesús, crucificado en la vida de tantos de ustedes, en muchas personas de este país; Jesús resucitado, vencedor del mal y de la muerte«.

«Él conoce las angustias y los anhelos que llevan en el corazón, las alegrías y las fatigas que marcan sus vidas, las tinieblas que los oprimen y la fe que, como un canto en la noche, elevan al cielo. Jesús los conoce y los ama; si permanecemos en Él, no debemos temer, porque también para nosotros cada cruz se transformará en resurrección, cada tristeza en esperanza, cada lamento en danza«. La vida sobre la vida.

La sal de la Tierra, la luz del Mundo, como señala el Evangelio de este domingo, que se leyó en el Oficio de Lecturas. «Somos sal de la tierra«, la que «sirve para dar sabor a la comida», el ingrediente invisible que da gusto a todo«. El «símbolo de la sabiduría» desde tiempos inmemoriales. Pero, se preguntó el Papa, «¿de qué sabiduría nos habla Jesús?«. «Las Bienaventuranzas son la sal de la vida del cristiano; en efecto, llevan a la tierra la sabiduría del cielo; revolucionan los criterios del mundo y del modo habitual de pensar«. Y ¿qué dicen? «En pocas palabras, afirman que, para ser bienaventurados —es decir, plenamente felices—, no tenemos que buscar ser fuertes, ricos y poderosos; más bien, humildes, mansos y misericordiosos. No hacer daño a nadie, sino ser constructores de paz para todos«. Una constante en este viaje. «Esta es la sabiduría del discípulo, es lo que da sabor a la tierra que habitamos. Recordemos que, si ponemos en práctica las Bienaventuranzas, si encarnamos la sabiduría de Jesús, no damos un buen sabor solamente a nuestra vida, sino también a la sociedad, al país donde vivimos«, glosó.

Junto al sabor, la sal también sirve para «conservar los alimentos para que no se deterioren y se echen a perder«. ¿Cuál es la ‘comida’ para el cristiano?, se preguntó el Papa. «La alianza con Dios«. Por eso, cada vez que se hacía una ofrenda al Señor, se ponía un poco de sal, explicó. «La sal recordaba la necesidad básica de cuidar la relación con Dios, porque Él es fiel a nosotros, su alianza con nosotros es incorruptible, inviolable y duradera«. Hoy, como ayer, recordó, en la Misa celebramos «una alianza nueva, eterna, inquebrantable, un amor por nosotros que ni siquiera nuestras infidelidades pueden dañar«.

«Nosotros, que somos sal de la tierra, estamos llamados a testimoniar la alianza con Dios en la alegría, con gratitud, mostrando que somos personas capaces de crear lazos de amistad, de vivir la fraternidad, de construir buenas relaciones humanas, para impedir que la corrupción del mal, el morbo de las divisiones, la suciedad de los negocios ilícitos y la plaga de la injusticia prevalezcan«, pidió Francisco.

«Hoy quisiera agradecerles por ser sal de la tierra en este país«, añadió. Sin embargo, advirtió, «frente a tantas heridas, a la violencia que alimenta el veneno del odio, a la iniquidad que provoca miseria y pobreza, podría parecerles que son pequeños e impotentes«.

«Cuando les asalte la tentación de sentirse insuficientes, hagan la prueba de mirar la sal y sus granitos minúsculos; es un pequeño ingrediente y, una vez puesto en un plato, desaparece, se disuelve, pero precisamente así es como da sabor a todo”. De igual modo, «nosotros cristianos, aun siendo frágiles y pequeños, aun cuando nuestras fuerzas nos parezcan pocas frente a la magnitud de los problemas y a la furia ciega de la violencia, podemos dar un aporte decisivo para cambiar la historia«. Y es más: «Jesús desea que lo hagamos como la sal: una pizca que se disuelve es suficiente para dar un sabor diferente al conjunto«.

Por eso, clamó Bergoglio, «no podemos echarnos atrás, porque sin ese poco, sin nuestro poco, todo pierde gusto«. ¿Cómo hacerlo? «Comencemos justamente por lo poco, por lo esencial, por aquello que no aparece en los libros de historia, pero cambia la historia. En el nombre de Jesús, de sus Bienaventuranzas, depongamos las armas del odio y de la venganza para empuñar la oración y la caridad; superemos las antipatías y aversiones que, con el tiempo, se han vuelto crónicas y amenazan con contraponer las tribus y las etnias; aprendamos a poner sobre las heridas la sal del perdón, que quema, pero sana«.

Y, dando un paso más: «aunque el corazón sangre por los golpes recibidos, renunciemos de una vez por todas a responder al mal con el mal, y nos sentiremos bien interiormente; acojámonos y amémonos con sinceridad y generosidad, como Dios hace con nosotros. Cuidemos el bien que tenemos«.

También, culminó el Papa evocando de nuevo el Evangelio, «ustedes son la luz del mundo«. Una profecía que ya se ha cumplido en Jesús, «la luz verdadera que ilumina a cada hombre y a cada pueblo, la luz que brilla en las tinieblas y disipa las nubes de cualquier oscuridad«. Pero «el mismo Jesús, luz del mundo, dice a sus discípulos que también ellos son luz del mundo. Eso significa que nosotros, acogiendo la luz de Cristo, la luz que es Cristo, nos volvemos luminosos, irradiamos la luz de Dios«.

Una luz que no puede ocultarse, sino que ha de estar bien a la vista. «Hermanos y hermanas, la invitación de Jesús a ser luz del mundo es clara. Nosotros, que somos sus discípulos, estamos llamados a brillar como una ciudad puesta en lo alto, como un candelero cuya llama no tiene que apagarse«.

En otras palabras, «antes de preocuparnos por las tinieblas que nos rodean, antes de esperar que algo a nuestro alrededor se aclare, se nos exige brillar, iluminar, con nuestra vida y con nuestras obras, la ciudad, las aldeas y los lugares donde vivimos, las personas que tratamos, las actividades que llevamos adelante«.

[Textos del papa en Juba, Sudan. Editados por CIDAF-UCM]

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