LAS VERJAS SE IBAN CERRANDO, PERO NOS LAS ARREGLAMOS PARA ADENTRARNOS HÁBILMENTE. Aún había luz, pero el sol se iba despidiendo suavemente. Dimos varios pasos y nos encontramos con dos mesas a ambos lados del terreno. Las urnas de plástico posaban orgullosas rellenas de papel, ebrias de posicionamiento popular y escoltadas por chicas de peto naranja y mucha gente joven. Formando un semicírculo, una legión de observadores con libreta, boli y caras tensionadas fiscalizaban el proceso.
Cada vez había más silencio.
Uno tenía la impresión de encontrarse ante la partida de ajedrez más decisiva de la historia. Silencio, tensión. La noche iba cayendo y el cielo se anaranjaba detrás de unas nubes tiernas, las palmeras al lado del mar, velando. Y nosotros ahí, en un terreno compuesto por dos conatos de oficinas que se caían, con un coche desguazado, sin ruedas, sin cristales y ocupado por niños y gente que se subía en él para ver mejor el escrutinio. Una mujer de capa blanca, peluca y crucifijo plateado nos decía algo sobre una ocasión anterior, algo que había pasado una vez, hace años mientras nos mostraba un folio con un membrete religioso para corroborarlo. Los luxemburgueses escucharon a la dama esotérica por espacio de quince segundos, y luego se giraron levemente mostrando ese perfil que uno pone para decir, no gracias. La mujer de la capa blanca optó por sentarse y ahí estábamos todos. Silencio.
Las chicas de peto naranja comenzaron el proceso del escrutinio bajo ese ritmo africano que se desplaza con un arrastre de pies. Primero extendieron una lona grisácea, luego colocaron encima las urnas de plástico y cortaron el lazo de plástico. Una vez las urnas estuvieron abiertas, comenzaron a sacar las papeletas a las que desplegaban y situaban ordenadamente encima de diferentes trozos de papel que revelaban la preferencia escogida. Toda una historia. Ya era completamente de noche, no se movía nadie. Repelente anti mosquitos circulando.
Los africanos miraban a las chicas de peto naranja con una seriedad y solemnidad estremecedoras, una mirada que reflejaba el sufrimiento pasado y las ganas de salir adelante de una vez. Un rayito. De esperanza. Por un momento, me dio la sensación de que veía a África crecer delante de mis ojos, como una flor que se va abriendo lentamente. Sobre la lona y junto a los papeles, se colocaron varias lámparas chinas, esas pequeñas lámparas cilíndricas de no más de quince centímetros de altura que despiden una luz entre celeste y violácea. Todo era celeste, naranja y violeta.
Empezaron a sumar. Al único hombre que había entre los contadores, lo expulsaron rápidamente después de haber cometido un error que podía considerarse como leve en un examen de conducir. Pa fuera. Pa la calle. El pobre muchacho sólo pudo hacer ese ruidito africano de labio, saliva y dientes que denota fastidio. Y vino el escrutinio ¡Él, aquel, ella, él, el otro, ese, él, ella, aquel!, comenzaron a gritar las chicas de peto naranja iluminadas por el humo celeste de la noche cerrada. Enma giró su cuello para captar todo el espectro nocturno y tras un largo suspiro exclamó, “esto es emocionante”.
En lo que a esta mesa respectaba, el triunfo de la plataforma ellos estaba resultando claro, como así corroboró el escrutinio final. En la mesa de la izquierda, que era donde estábamos, el proceso se desarrollaba con tranquilidad y sin altercados. Pero cuando nos desplazamos a la otra mesa, la de la derecha, la cosa se empezó a poner fea. La polémica venía motivada por los posicionamientos dudosos, esas intenciones que no estaban claras, las cruces a bolígrafo que zozobraban sobre el cuadrito dificultando así su verificación. La bronca no la provocaban solamente los observadores imparciales que tiraban para los suyos, sino que además una chica de las de peto naranja, muy bajita y menuda, incendiaba más la atmósfera con dardos verbales y demás provocaciones. Durante unos minutos, se cruzaron una retahíla de palabras mal sonantes y subidas de tono. La bajita seguía metiendo cizaña, la mandaban a callar histriónicamente, volvían, y hasta tuvo que intervenir una mujer policía y un militar que debía medir más de dos metros para frenar los altercados. Por su parte, nosotros enmudecíamos, tomándonos muy en serio nuestra rol neutral y preguntándonos si una vez más, este país iba a mandar todo a la mierda.
En pleno escrutinio, mientras se revelaban las intenciones al son de los ¡Él, aquel, ella, él, el otro, ese, él, ella, aquel!, descubrí como la bajita de peto naranja sonreía mínima y diabólicamente, lo que demostraba que se lo estaba pasando bomba con aquel escándalo. La otra chica que había ahí, justo en frente suya, estalló en carcajadas, contagiada por la expresión risueña y maléfica de la bajita. Afortunadamente, el cómputo de intenciones prosiguió sin mayores incidentes y de nuevo la plataforma ellos se alzó con el triunfo. Aquí fue cuando el embajador me estrechó la mano y me dijo, “he de irme, ha sido un placer”. “Un buen día, ¿no?”, le dije al embajador antes de que se marchase. “Esto no ha hecho más que empezar”, contestó metiéndose en un coche negro.