Nuevo destino, por María Rodríguez

13/04/2015 | Bitácora africana

9 de abril 2015. A las 3 de la mañana sonó el despertador. A las 3:30 mi compañero de piso me esperaba en la puerta como si fuera una cita importantísima, como si él mismo no pudiera llegar tarde. Ahí, metiendo presión. Él colocó mi mochila verde que a cada viaje va más vacía en la parte delantera de la moto. La pequeña que utilizo para guardar el ordenador, la cámara, papeles básicos como pasaporte y billetes (de avión/autobús/dinero), cables mil, un par de libretas, varios bolígrafos y algún paquete de galletas iba a mi espalda.

Uagadugú es naranja tanto de día como de noche. De día es la tierra la que le da este color a la capital burkinesa, de noche es la luz de las farolas. De ese tono anaranjado (junto al negro de la noche) estaban teñidas las calles cuando salimos a esa hora de casa. La ciudad parecía nuestra, las carreteras estaban vacías. Ninguna moto en la capital de las dos ruedas. Podíamos pensar que éramos los reyes de aquella ciudad en aquel momento pero qué va. Se nos habían adelantado las reinas: las mujeres que limpian las calles agachadas con las escobas fabricadas con ramitas de paja que atan con un hilo para unir el montoncito de hierba seca. Las mujeres africanas trabajan sin descanso.

Cuando llegamos al centro de la ciudad comenzamos a encontrar más gente. Un grupo de personas que dormía a la intemperie y los guardianes, también más dormidos que despiertos, a las puertas de las boutiques cerradas. El movimiento de gente (que aún no se había acostado) era mayor cerca de la estación de autobuses. Cuando llegamos había también gente durmiendo allí, esperando a que saliera el bus. “Tenía” que estar a las 4:00 en la estación. Llegamos a las 4:01 de la mañana. Mi compañero de piso es africano pero funciona como un reloj europeo. Nunca puede llegar tarde a ningún sitio y siempre llega el primero de sus amigos. Él rompe el estereotipo y a mí me han dicho ya un par de veces que qué bien, “que te has adaptado al ‘horario africano’”. Lo que no saben es que yo ya vine así de España.

A las 5 de la mañana partíamos. Mi compañero volvía a casa a aprovechar el poquito tiempo que le quedaba de sueño antes de ir a trabajar y yo me acomodaba en la medida de lo posible en un autobús en el que íbamos bien enlatados. En Burkina dicen que los asientos son pequeños porque los autobuses han sido fabricados por los chinos (que no han tenido en cuenta que los negros son más grandes, cuentan entre bromas). En África, de hecho, muchísimas cosas son made in China. Son de mala calidad pero son más baratas y permite a la población el acceso a productos que si vinieran de Europa serían más caros. En Burkina le llaman la “chinoiserie” que se pronuncia [chinuaserí]. La chinoiserie, como ocurre también en España, inunda los mercados africanos.

A partir de que el autobús arrancara pasarían unas diez horas hasta llegar a mi destino: uno de los países que hace frontera con Burkina Faso: Malí, Costa de Marfil (Côte d’Ivoire), Ghana, Togo, Benín y Níger. Si algo me gusta de Burkina es todos los países a los que se tiene acceso en bus, aunque haya que dedicar un día al trayecto, por un módico precio estás en una realidad diferente. (Este trayecto me costó 12.000 francos CFA -moneda local equivalente a 18,24 euros)

Diez horas de viaje no me parecieron una exageración. De mi pueblo a Madrid tardo nueve horas si utilizo también el autobús y la emoción de conocer un lugar nuevo te hace quitarle importancia al tiempo. Así que el trayecto no fue mal, me quedé adormilada bastantes horas como el resto de pasajeros y hubo un momento que desee que no llegáramos a la frontera porque no me apetecía bajar del autobús para sellar la salida y entrada del cansancio que tenía encima. Sin embargo, ya antes de llegar a la frontera comenzaron los controles. Perdí la cuenta pero serían unos 5 ó 6 (¿tal vez 7?) -de Uagadugú a mi destino- los que pasamos y varias veces hubo que bajarse para identificarse. La frontera entre Burkina Faso y mi destino dicen que es peligrosa, cuentan que atacan a los autobuses y camiones y que por eso está asegurada por militares. Además, se revisan tropecientas veces las mercancías del autobús y se aseguran de que nadie “buscado” viaje en él.

Así salimos de Burkina Faso pero todo seguía siendo igual. El paisaje, las casas, la gente. Nadie diría que había cambiado de país. Es algo que también ocurrió cuando viajé a Ghana. El norte de Ghana hace frontera con Burkina Faso y parece más Burkina (tono anaranjado) que Ghana, centralizada en el sur donde se encuentra la capital; un sur que es tropical y verde.

Cuando llegué a Ghana lo que me avisó que ya estaba “al otro lado” fue el cambio de idioma: del francés al inglés. En esta ocasión donde el idioma seguía siendo el francés fueron los colores de los edificios del gobierno pero también de las gasolineras y las tiendas que, como ocurre en los países africanos que he visitado están pintados del color de la bandera (muy patriótico). Así, de pasar del rojo y verde de la bandera burkinesa (que tiene una estrellita amarilla en el medio) pasamos al color naranja y verde de la bandera de mi destino (que tiene un puntito naranja en el medio).

A bastantes kilómetros de distancia del puesto fronterizo de Burkina nos encontramos con el del nuevo país donde ni tan siquiera me preguntaron el motivo de mi visita. Registraron una vez más la mercancía del autobús mientras el sol te secaba los ojos hasta escocer y al cabo de largos minutos volvimos a partir. A partir de entonces el camino comenzó a ser incómodo pues ni el aire acondicionado del autobús bastaba para deshacerse del calor que hacía que los cristales de las ventanas quemaran. Pero ya faltaba poco. Otro par de paradas más donde elegían a las personas que debían acercarse al puesto de seguridad “al tuntún” o porque no llevaban los papeles en regla (a mí me tocó en la segunda vez –pero todo en orden-), una hora o algo más y ya estábamos en mi nuevo destino. Los que conocen África ya lo habrán adivinado. A los que no se lo chivo ya: Níger.

Original en: Cuentos para Julia

Autor

  • Rodríguez González, María

    "María Rodríguez nació en 1989 en Baza (Granada). Es licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga y realizó el Master en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos en la Universidad Autónoma de Madrid. En noviembre de 2014 se marchó a Burkina Faso para comenzar a hacer periodismo freelance y desde entonces recorre los países de África occidental para intentar comprender y acercar esta parte del continente. Autora del blog Cuentos para Julia, donde escribe sobre África, sus experiencias y reflexiones, colabora con varios medios de comunicación como El Mundo, Mundo Negro y El Comercio (Perú), entre otros"

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