Hace algún tiempo leí un artículo sobre la aparente desaparición de las “Mamas-Benz” de África Occidental. Me las encontré por vez primera a finales de 1985 en el aeropuerto de Lagos. Fortachonas algunas, muy vivas todas, muchas con grandes fardos de telas, hacían la cola y discutían con los aduaneros antes de subir a los aviones en dirección a Lomé, Accra o Uagadugú. Su historia comenzó ya antes de las independencias. Como de costumbre, la mujer africana se adaptó mucho más rápidamente que el hombre a los cambios socio-económicos que provocó la colonización. A comienzos del siglo XX, mujeres togolesas viajaban a Ghana, compraban telas wax holandesas cuando los navíos de la familia Van Vlissingen hacían escala en su viaje hacia Yakarta; las teñían copiando la técnica del batik indonesio y las vendían en los mercados de Lomé. La moda se extendió como la pólvora en África Occidental. Se creó entonces la Vlisco African Company, primer proveedor de tejidos teñidos al gusto africano. Cundió este ejemplo de las comerciantes togolesas, aumentaron y se diversificaron los negocios, y esas mujeres, muchas de ellas analfabetas, comenzaron a moverse en lujosos coches de la marca Mercedes. Así nacieron las “mamas-benz” (y también llamadas “nanas-benz”) que ahora, un siglo más tarde, estarían, según algunos, desapareciendo.
Las golpeó primero la crisis económica de 1990, y luego la devaluación del franco CFA en 1994. Vinieron enseguida la mundialización, la competencia china que imita los modelos tradicionales y las falsas marcas. Aún se ven en los mercadillos de Lomé algunos paños auténticos de Vlisco, “Véritable wax hollandais Vlisco”, al precio de 50.000CFA (€76) junto a muchos otros falsificados (“Veritable Real Wax as Hollandais Vlisco”) y de peor calidad, pero que sólo cuestan 8.500CFA (€13). Por cada paño Vlisco puesto a la venta en los mercados, hay veinte producidos en China, entre los cuales algunos son “falsos Vlisco”. Y quienes los comercian, transportan y venden son una vez más mujeres togolesas y de África Occidental que quieren aprovecharse de la presencia china de la misma manera que otras lo hicieron el siglo pasado con la oferta de paños holandeses. ¿Están desapareciendo las mamas-benz? ¿O más bien reencarnándose?
También durante la colonización, y más en concreto tras la fundación de Nairobi en 1899 como centro ferroviario de la línea Mombasa-Kampala, y su designación como capital del África Oriental Británica en 1905, se desarrolló en la capital de Kenia el sector informal conocido como “Jua Kali” (“Sol fuerte”, porque en sus inicios y todavía hoy en buena parte, sus tareas se llevan a cabo a la intemperie). Las necesidades y proyectos de los colonos, de la población asiática del ferrocarril y de los misioneros cristianos, favorecieron la educación formal y el empleo de una parte de la población nativa. Otros, que no encontraban trabajo pero que habían aprendido diversos oficios manuales trabajando para los asiáticos, comenzaron a ejercerlos en los que son hoy barrios como los de Kariakor, Kibera, Pumwqani o Mathare. Trabajos de carpintería y de herrería, reparación de calzados, bicicletas y coches… una auténtica industria de la improvisación y del reciclaje. A pesar de la desconfianza de las autoridades coloniales, el sector Jua Kali creció tras la segunda guerra mundial, cuando muchos campesinos emigraron a Nairobi en busca de trabajo, y tras la independencia y la consiguiente libertad de movimiento de la población. Volvió a crecer cuando los ajustes económicos de finales de los 80 dejaron a muchos kenianos sin trabajo. Daniel Arap Moi, presidente entre 1979 y 2002, reconoció la importancia del sector Jua Kali, pero sólo con sus palabras, puesto que permitió que miembros de su gobierno y de su partido se apropiaran de los terrenos en los que trabajaban los artesanos.
Algo ha cambiado desde la época de Moi. En el Informe Económico del Oficio Nacional de Estadísticas de Kenia de este año, refiriéndose a 2016 se admitía que de los puestos de trabajo creados ese año, 747.000 lo habían sido en el sector Jua Kali y sólo 85.000 en el sector formal. “Jua Kali es un gran negocio. Ignórenlo a su cuenta y riesgo”, escribía en The Standard de Nairobi el 13 de abril Henry M. Bwisa, profesor en el JKUAT (Jomo Kenyatta University of Agriculture and Technology). Algo ha cambiado, pero todavía el gobierno no ha desarrollado un sistema adecuado de incentivos para el sector.
The Economist de esta semana publica un informe especial de nueve capítulos en el que se describe cómo las comunicaciones y las nuevas tecnologías están afectando al desarrollo económico y humano del continente africano. Sin ofrecer muchas novedades, el informe resume bien la situación actual, las posibilidades de futuro, los escollos que hay que salvar. Dos frases me han llamado la atención en el informe: “No se trata de un proceso de arriba abajo en el que unos imponen la tecnología a otros. De hecho, si se les da la posibilidad de absorber tecnología, muchos africanos lo harán a manos llenas”. “Una gran parte del dinero invertido en tecnología africana no viene de filántropos sino de curtidos inversores que esperan obtener buenos dividendos”.
Aunque ya se mencionó ese tema el año pasado en Fundación Sur (“Móviles para el Desarrollo”, octubre 2016), la experiencia de las Mama-Benz, la actualidad del sector Jua Kali y el informe del Economist, me empujan a insistir, si se quiere que África progrese, sobre la necesidad de incentivar y cuidar la economía informal, y sobre todo dejarse inspirar por lo que ella está consiguiendo. Cité en “Móviles para el desarrollo” y vuelvo a hacerlo hoy, la fórmula que el tunecino Moncef Bouchrara había sugerido cuando una importante organización canadiense le había preguntado en 1993 sobre que había que hacer para facilitar el desarrollo sostenible de la economía de su país: “Buscad empresas pequeñas que funcionen bien y ayudadlas. Pronto habrá quien las imite”.
Ramón Echeverría
[Fundación Sur]
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