La violencia que incendia iglesias consume a toda Nigeria. Los choques interconfesionales en el país africano encubren un trauma social, político y económico. Los últimos atentados de la secta islamista Boko Haram exhiben las grietas de una nación desestructurada y segregada por la fe
31/12/11 por Gerardo Elorriaga
161,6 millones de habitantes convierten a Nigeria en el país más poblado de África. Alrededor del 50% de la población es musulmana, la mayoría residente en el norte, y la otra mitad, cristiana, se asienta en los Estados del sur. El avance de las corrientes extremistas ha puesto fin al modelo de convivencia y moderación religiosa.
Este año, la pesadilla antes de Navidad tuvo lugar en Nigeria. La celebración de varios oficios religiosos en iglesias locales, católicas y evangélicas, fue dramáticamente interrumpida por la explosión de varias bombas que causaron 42 víctimas mortales. Las interpretaciones anticristianas de estos sucesos han sido tan inmediatas como escasas en rigor. Además de templos, Boko Haram, la secta islamista a la que se atribuyen los atentados, ha asaltado decenas de bancos, atacado mercados, comisarías de Policía, oficinas públicas y de Naciones Unidas, y asesinado a clérigos musulmanes, políticos y periodistas, inofensivos jugadores de cartas y espectadores del último duelo entre el Real Madrid y el Barcelona.
La expansión de las corrientes musulmanas más extremistas ha acabado con la convicción de que el África subsahariana aportaba el modelo de convivencia interconfesional y moderación religiosa que el mundo necesitaba. Sin duda, las tendencias más radicales, impulsadas por el wahabismo saudí, se benefician de contextos conflictivos y extraordinariamente complejos en los planos social, económico y político.
El país más poblado de todo el continente ofrece condiciones inmejorables para el terrorismo desde su propia fundación. La independencia alumbró un Estado artificial, la síntesis entre las posesiones del antiguo emirato de Sokoto y las regionales meridionales, en torno al delta del Níger, ricas en petróleo de la mejor calidad y las más urbanizadas, porosas a la influencia de los misioneros llegados desde la metrópoli británica. Una vacilante línea horizontal divide el gigante en dos territorios en función de la fe hegemónica, aunque no excluyente.
La crispación entre ambas comunidades no es un fenómeno reciente, aunque se ha agudizado en la última década. Las razones últimas se hunden en la incongruencia entre su condición de potencia petrolífera y la miseria de la mayoría de la población, agudizada por el ‘boom’ demográfico. Como ha ocurrido en Costa de Marfil, la búsqueda de tierras y mejores oportunidades ha impulsado un flujo migratorio hacia el sur con nefastas consecuencias para la relación intertribal, tal y como muestra el Estado de Plateau, escenario de los mayores choques entre nativos y foráneos y, no en vano, área de intersección entre las dos zonas de influencia. La sequía y la consiguiente desertización, impulsada por el cambio climático, ha contribuido a una mayor presión sobre el suelo.
Además, una ininterrumpida historia de nepotismo y corrupción ha favorecido el subdesarrollo y la injusticia distributiva. La opresión y el expolio dieron lugar a la guerra de Biafra en los sesenta, paradigma de la manipulación neocolonial, y la explotación del crudo ha generado desplazamientos forzosos de comunidades, combates entre el Ejército y guerrillas nativas, y la masiva destrucción de los ecosistemas litorales. La compañía Shell ha sido llevada a los tribunales por derrames que han arruinados los manglares del golfo de Guinea.
La estrategia del palo y la zanahoria fue el recurso empleado con el regreso a la democracia nominal en 1999. Ante el riesgo de implosión, el Gobierno central rompió la unidad del país concediendo a las regiones septentrionales la introducción de la ‘sharia’, medida que fue contestada internacionalmente cuando se aplicó para condenar a dos mujeres presuntamente adúlteras a la muerte por lapidación. En paralelo a esas concesiones, la Policía reforzó la represión con la creación de grupos paramilitares.
Fidelidad absoluta al Corán
Boko Haram nació en este denso caldo de cultivo. Como en otros territorios musulmanes, su propuesta amalgama la máxima fidelidad al Corán, la ética más estricta y una oferta educativa tentadora para quienes no pueden acceder a la educación oficial. Mohammed Yusuf, su creador, propugnaba la implantación de una sociedad que rechazara totalmente la aportación occidental. La prohibición no solo atañe a la religión y costumbres, sino que también alcanza la política, con la negación del sistema de partidos e, incluso, la ciencia. Para sus seguidores, la tierra ha de ser islámica, segregada por sexos y absolutamente plana.
El líder de la secta fue arrestado en 2009 y no salió vivo de la comisaría a la que fue conducido. Su muerte desató una ola de violencia, saldada con cientos de víctimas, que no ha remitido aún. Maiduguri, la ciudad donde tuvieron lugar los hechos, se ha convertido en un campo de batalla que regularmente da cuenta de todo tipo de atrocidades. Precisamente ayer, una explosión en las inmediaciones de una mezquita se cobró la vida de cuatro personas y, como en los atentados de hace una semana, el Gobierno señaló a Boko Haram como resposable.
Los habitantes de Maiduguri sufren las consecuencias de los ataques y de las respuestas no menos crueles de las fuerzas de seguridad y sus acólitos. Esta atmósfera de continua violación de los derechos humanos se ha extendido a todo el noreste del país y alcanzado Abuya, la capital, donde cualquier acción terrorista consigue una mayor proyección mediática.
Existe otra realidad detrás de este escenario del horror. La impresión que subyace es que en el juego por el poder en Nigeria, Boko Haram representa una herramienta de presión. Las negociaciones entre la Administración y representantes de la secta se han paralizado por asesinatos selectivos de los mediadores. Los recientes comicios presidenciales demostraron la polarización extrema del país con el apoyo masivo a dos candidaturas implícitamente confesionales y tribales. Los Estados del norte respaldaron abrumadoramente a Muhammadu Buhari, del Congreso para el Cambio Progresista, mientras que el sur se volcó en el ganador, Goodluck Jonathan, del Partido Democrático del Pueblo. En esa lucha de las elites por controlar los grandes beneficios de la explotación petrolífera, la amenaza de la subversión y la anarquía resulta un poderoso as en la manga para aquellos que consigan controlar, asociarse o pactar con los más puros.
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