“Akwaba” (bienvenido) es la primera palabra que uno lee, en grandes caracteres, al llegar al aeropuerto de Accra, la capital de este país de África Occidental que, como suele ser habitual entre los pueblos costeros, derrocha cordialidad y simpatía. Acostumbrado como he estado durante muchos años a viajar por países africanos en conflicto, Ghana es una invitación a relajarse y disfrutar de un África cálida donde la brisa húmeda del océano Atlántico impregna al viajero de calma sosegada. Además, es seguro. Una de las experiencias que más disfruté allí fue el dejarme llevar por la marea humana llena de colorido que discurría por las calles centrales del mercado.
A pesar de algún golpe de Estado en los años 1970 y de choques tribales que se repiten cada pocos años en el norte del país, Ghana es un país donde se respira paz. Tiene la gran suerte de ser una de las pocas naciones africanas que nunca ha pasado por una guerra, y eso se nota. Tuvo un gran líder del nacionalismo africano como “padre de la patria”, el venerado Kwame Nkrumah. Cuando viajé en autobús de Accra al pueblo costero de Elmina, las tres horas de trayecto estuvieron amenizadas por una casette con discursos de Nkrumah que la gente seguía con verdadera devoción. Su actual presidente, John Kuffour, presidente en ejercicio de la Unión Africana, es un hombre cercano y honrado. La riqueza que genera el país por el cultivo del cacao y las minas de oro no se pierde por bolsillos de políticos corruptos. La excelente infraestructura vial de Accra y alrededores, con pasos elevados y carreteras aceptables, dan fe de que el dinero se usa para servicios públicos.
Los amantes del turismo cultural encontrarán interesantísima la visita a los castillos de Elmina y Cape Coast, testimonios históricos de la vergonzante trata de esclavos que arrancó del continente africano a decenas (algunos hablan de cientos) de sus hijos e hijas para explotarlos en el recién descubierto Nuevo Mundo americano o en las mansiones europeas. Sus pueblos de pescadores invitan a un paseo sosegado y, si se tercia, a una charla amigable con sus amables gentes que hacen gala de la mejor hospitalidad.
No tuve tiempo de pasar más de una semana en Ghana. Asistí a un seminario sobre mediación y resolución de conflictos al que acudimos más de 30 personas que trabajábamos en grupos de paz en distintos países de África. Recuerdo los dos intérpretes, del vecino Togo, que comentaban el contraste entre el aire dictatorial y de miedo que se respiraba en su país y el ambiente de mucha más libertad que reinaba en Ghana.
Un domingo por la tarde en la playa de Labadi, en Accra, es una invitación a la pura alegría de vivir. Paseando por sus arenas, apenas se ven personas que se bañan, pero el lugar es un verdadero centro de vida social y de ocio, donde grupos de personas bailan, otros disfrutan alrededor de una barbacoa, otros juegan al voleibol y otros simplemente se sientan en un corrillo y charlan.
Y hablando de playas, nunca se me olvidará el chasco que me llevé el primer día de mi estancia en Elmina, cuando pletórico y atrevido salí corriendo hacia la vecina playa al amanecer, dispuesto a empezar el día con un buen chapuzón. Tras dejar atrás un pequeño bosque de palmeras me dirigí hacia el mar mientras me sorprendió ver a una legión de chiquillos en cuclillas que se reían a coro al ver mi silueta avanzar decidida. Sorprendido y algo confuso, finalmente entendí la situación cuando uno de mis pies pisó la primera mierdecita sobre la arena. Me detuve en el acto y arreciaron las carcajadas de los niños que seguían a lo suyo. Miré alrededor de mí y ví que me encontraba en la letrina pública, utilizada por chavales que seguramente vivían en casas humildes sin saneamiento. A duras penas volví sobre mis pasos, mirando cuidadosamente dónde ponía el pie.
Y es que en África se aprenden muchas cosas, y una de ellas es que una playa –además de servir para tostarse al sol o para comer boquerones en un chiringuito- puede prestarse a realizar otras actividades mucho más perentorias.