Lizette Rabe es presidenta del departamento de periodismo de la Universidad Stellenbosch y editora del libro «Hope: Consolation for the Inconsolable», una guía para aquellos que han perdido a sus seres queridos por suicidio. También fundó la Fundación Ithemba para crear conciencia sobre la depresión y fondos para la investigación.
En 2009, nuestro amado hijo, brillante estudiante de Medicina en su cuarto año en la Universidad Stellenbosch, murió. Su enfermedad se lo llevó para siempre y ni siquiera nos dimos cuenta de que era tan grave que lo estaba destruyendo delante de nuestros ojos. Lo que se suponía que era el comienzo de la primavera de 2009 se convirtió en el final de todo lo que conocíamos.
Nuestro hijo tenía muchos planes. Era el tercer trimestre de su cuarto año, habría terminado ese curso tan bien como los anteriores, con matrículas de honor. Ya tenía planes para su próximo año, quería mudarse a un piso. Él, que amaba a los animales, quería un perro. Diez días antes de su muerte, todavía tenía que comprarle no uno, sino dos pares de zapatos que le gustaban para llevar en el hospital. Iba a hacer su cuarto año de prácticas, al final del año académico, en un hospital de misión en Tanzania. Todos estos planes, para un futuro que nunca se iba a dar.
Casi 7.000 sudafricanos se suicidan cada año, según un estudio realizado en 2009 por el Consejo de Investigación Médica. Cada una de estas personas es el hijo, el compañero, el hermano o el amigo de alguien, y no pueden seguir afrontando la vida, como resultado de una enfermedad biológica.
Entre los países africanos de ingresos bajos y medios, la tasa de suicidio aumentó un 38% entre 2000 y 2012, según el informe completo de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre el suicidio publicado en 2014.
Los datos de 2016 de la OMS también revelan que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los jóvenes de 15 a 29 años en todo el mundo.
Después de la muerte de nuestro hijo, lidié con la manida frase de «cometió suicidio», una expresión que condena dogmáticamente el suicidio. «Cometer suicidio» es una frase valorativa. Pero si uno muere como resultado de una enfermedad, no es una acción: uno no puede «asesinarse» conscientemente.
Un concepto que inmediatamente elegí tras la pérdida de mi hijo fue el de «murió de suicidio», en vez del «cometió suicidio». Poco después, se convirtió en «mi hijo murió de depresión», refiriéndome a la causa de su muerte, como el hijo de otra persona podría morir de cáncer o de un ataque al corazón.
Ninguna persona sana elige morir. El instinto primitivo es el de sobrevivir, pero la víctima de una depresión fatal está tan terminantemente enferma que, aparentemente, no hay otro resultado que la muerte.
Ya esté precedido por una depresión de toda una vida o por un ataque más corto de la enfermedad, como sucedió en el caso de nuestro hijo, el suicidio es el resultado de cuando el cerebro, el «motor» del cuerpo y del alma, funciona mal, posiblemente por falta de neurotransmisores cuya finalidad sea mantenernos con vida o de químicos que ayudan a transmitir los impulsos de las células nerviosas entre ellas.
En 2009, se publicó el primer estudio a gran escala que comparaba los cerebros de los que habían muerto por suicidio, con y sin haber sido diagnosticados de un trastorno depresivo mayor. Como parte de la investigación publicada en la revista PLoS One, los científicos analizaron casi 670 muestras cerebrales y observaron cambios en la distribución de algunos tipos de neurotransmisores entre los grupos. La investigación continúa relacionando estos cambios con el suicidio.
Por lo tanto, el suicidio podría ser el resultado biológico final del cerebro, fatalmente en una espiral fuera de control. Uno puede describirlo como un ataque cerebral fatal o como un ataque al corazón.
Mientras tanto, las ciencias médicas y sociales entienden muy poco acerca del suicidio, y la sociedad no sabe cómo reaccionar ante una enfermedad mental o sus consecuencias.
Para nosotros, que hemos perdido a nuestros seres queridos por «esta terrible enfermedad», como Virginia Woolf escribió a su marido antes de su propia muerte por depresión, no hay refugio ni simpatía en la sociedad. Es un doble golpe: no sólo lo que hemos perdido, sino cómo lo hemos perdido.
Investigaciones no publicadas de la Universidad de Stellenbosch llevadas a cabo entre seres queridos de aquellos que han muerto por depresión muestran que manifiestan sentimientos de soledad, culpa y falta de apoyo. Esto contrasta con el aparente apoyo empático a otros tipos de duelo, y exacerba el sentimiento de aislamiento de los supervivientes.
Pero los estudios realizados en Sudáfrica son principalmente cuantitativos y enfatizan en la prevención y las estadísticas. Se ignora la «ecología» más amplia de los supervivientes, como las diferencias en los procesos de duelo en comparación con otros tipos de duelo.
Nuestros seres queridos sufieron lo suficiente en vida. Su enfermedad era horrible. No seré cómplice de juzgar a los que murieron como resultado de una depresión diciendo que «cometieron suicidio». Nuestros seres queridos no eran criminales.
Las personas que mueren de depresión merecen la misma compasión, simpatía y respeto que aquellos que han perdido su batalla contra otras enfermedades como el cáncer, las enfermedades de corazón o la diabetes. No merecen nuestro juicio usando una frase arcaica.
Fuente: Bhekisisa.org
[Traducción y edición, Mario Villalba]
[Fundación Sur]
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15 de marzo de 2017