“Mejor no hablar de ciertas cosas”: la negritud en la Argentina , por Omer Freixa

26/01/2015 | Bitácora africana

A partir de que el sujeto afrodescendiente no tiene el lugar que merece en la conformación étnica de América Latina y de su marginación económica y política, la temática se problematiza en Argentina, un país que se jacta de una blancura indiscutible y que no da lugar a la presencia africana.

Actualmente se insiste en que “no hay negros” en la patria de Maradona. Ese lema se repite sin mayor fundamento, pero detrás de esa aseveración del orden de lo inconsciente (y reproducida hasta en la enseñanza escolar) está un relato histórico que delimitó sus horizontes de pertenencia y excluyó (por diversos motivos) a los que no debían formar parte del discurso, entre ellos los afroargentinos, que ingresaron en la categoría del desaparecido, un término con un peso simbólico enorme en un país que sufrió una terrible dictadura con saldo de 30.000 víctimas del terrorismo de Estado: los “desaparecidos”.

Si bien para muchos el racismo no guarda relación con el discurso, esto se debe a que ese vínculo es tan evidente y obvio que no se detecta. Sus resultados pasan a formar parte, si se quiere, del sentido común. Hay autores que argumentan que lo que se hizo con el negro en Argentina equivale a un “genocidio discursivo”, que responde a una construcción del poder y muestra el resultado final pergeñado por la élite política argentina, la famosa “Generación de 1880”, con discurso negador de la alteridad.

La negación es otra forma desenmascarada del racismo moderno y uno de los modos más recurrentes en América Latina, siguiendo a Teun Van Dijk. Las élites simbólicas tienen una responsabilidad enorme en la reproducción del racismo a nivel social para mantenerse en el poder y conservar su status. Para este grupo, la mejor forma de protegerse contra elementos considerados peligrosos es la negación discursiva del colectivo afroargentino o “invisibilización” del actor negro en la historia oficial Argentina.

La construcción de un Estado-Nación es un proceso material que también adquirió forma de relato histórico. En la Argentina, el orden del relato se centró en la pureza racial más que en el mestizaje. La pureza racial, tan en boga a fines del siglo XIX y comienzos del XX, produjo un exceso de “purismo”. De allí la obsesión por aislar, antes de eliminar, elementos impuros.

De esa marca narrativa proviene la teoría famosa del “crisol de razas”, pregonada por los gobernantes durante el aluvión inmigratorio que, desde fines del siglo XIX, elevó la población de 1.3 millones (1859) a 3.9 millones (1895), como sucedió en varios países de América. La amalgama armónica de los recién llegados con los poco presentes daría lugar a la fundición de una nueva ciudadanía, sin diversidad, o más bien homogénea, no afrontó problemas étnicos, porque los negros argentinos fueron lisa y llanamente aislados y silenciados. Incluso se fue un poco más lejos: se dijo que estaban extintos. El ex presidente argentino Domingo Sarmiento, “padre del aula”, observó en 1883 que el negro, como elemento social, había desaparecido y quedaban solo unos pocos individuos.

La clase gobernante argentina (como otras en la región) fue advirtiendo, al compás de la edificación de un Estado-nación, la presencia de los “otros”, a los cuales arrinconó y así se erigió una construcción vertical. Aquella clase se entronizó en desmedro del arrinconamiento de identidades que pasaban a ser periféricas y sobreviene la creación de “alteridades históricas”, narradas y contenidas dentro de un espacio nacional. El Estado nacional moderno es igualitario frente a una comunidad de pertenencia que delimita fronteras. El individuo es igual ante la nacionalidad, como planteó el filósofo francés Étienne Balibar, aunque esa máxima no se cumpliera en el caso de los afroargentinos.

¿Cómo se dio ese resultado? En el caso de los negros, el intento por blanquear y homogeneizar la sociedad argentina de fines de siglo XIX erradicó todo rasgo étnico no funcional a la lectura europeizante. Y el resultado final es que Argentina se jacta de ser una nación blanca, orgullosamente la más blanqueada de Sudamérica. Se recurrió a prácticas de exterminio, intimidación, ocultamiento y otras para que ninguna diferencia pudiera amenazar el colectivo argentino formado al son del “crisol de razas”.

El negro fue borrado ideológicamente primero y luego, de forma material, del imaginario nacional. Incluso hoy día, los grupos de mayor apariencia europea discriminan en Latinoamérica a los que no lo son y distan más que otros de serlo. La identidad nacional de los Estados modernos demandó la blanquitud de sus habitantes, tuvieran o no población no-blanca. La modernidad consideró el color blanco como emblemático y éste devino sinónimo de modernidad. En cambio, lo no-blanco pasó a ser considerado premoderno y primitivo. Se puede revisar la forma en que los medios de comunicación occidentales presentan al África como el espacio de la barbarie habitado enteramente por poblaciones negras, aunque haya blancas.

Atento a estas variables que se dieron en toda América Latina, es lógico concluir que la Argentina sea un país que se enorgullezca de su raíz europea y, si se supone “descendido de los barcos”, se sostenga que provinieron del sur de Europa desde las postrimerías del siglo XIX, pero hubo otra clase de navío que arribó antes: uno muy diferente, con origen en diversos puertos del África. Fueron los barcos negreros, que dejaron un importante cargamento humano no solo en la región del Río de la Plata, sino en el interior de lo que sería la futura Argentina.

La primera entrada formal se dio en 1588 con tres negros esclavos en Buenos Aires. La escasez de mano de obra en las latitudes australes fue constante y como las autoridades metropolitanas desoyeron, imperó el contrabando, en el cual participaron muchos poderosos y el esclavo fue uno de los productos más redituables. A comienzos del siglo XVII, el gobernador de Buenos Aires, Hernandarias de Saavedra, decretó el cese del flujo anual de quince navíos con dos mil negros cada uno, pero la población africana fue creciendo con la misma intensidad del tráfico.

Para 1778, el primer censo de lo que luego sería territorio argentino, arrojó que de 200 mil censados unos 92 mil eran negros y mulatos (46%). Varias provincias tenían más de la mitad de su población “parda y morena”. No obstante, el censo de 1895 reveló solo 454 afroargentinos entre cuatro millones de habitantes. De ahí que comenzara a tomar fuerza el mito de la desaparición sin que nadie cuestionara la validez de las cifras oficiales. Tal mito defiende que el negro, por su extinción, no pudo dejar nada tras su paso.

Sin embargo, lo que sucedió fue algo muy diferente. Los negros en el país del Cono Sur fueron desplazados por los censistas, estadistas y eruditos que forjaron el mito de la “Argentina blanca”. También se asumió que la presencia africana implicaría desempolvar el flagelo de la esclavitud, pero a pesar de esa táctica deliberada de “blanquear” las estadísticas —la cual debe explicitarse y criticarse— las explicaciones que componen el mito de desaparición se siguen repitiendo y están muy vigentes. Se pueden agrupar en cuatro motivos: 1) la sucesión de guerras desde 1810, sobre todo contra Paraguay; 2) la baja tasa de natalidad y alta de mortandad en condiciones de vida desfavorables y con el recuerdo en la capital de la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que cobró muchas víctimas negras; 3) la disminución del tráfico negrero; y 4) el mestizaje.

Si bien estos motivos tan difundidos tienen en buena medida elementos de certeza, falta algo básico: haber sido probados rigurosamente. Y la tesis colateral de que los negros desaparecieron sin dejar ningún aporte se deshace ante la evidencia histórica.

El problema afroargentino estriba en su no reconocimiento y la represión de su representación en la configuración del imaginario nacional y de la narrativa resultante. Las visiones que enceguecen el aporte de este actor social tienden a confinar su presencia al pasado colonial (no argentino) y subrayan su ausencia actual para reforzar el mito de la extinción. En los actos escolares, por ejemplo, la efemérides patria de 1810 se dramatiza con niños tiznados de negro vendiendo empanadas, velas y otros productos. Se sabe que los oficios estuvieron copados en buena medida por los negros, pero, como por acto de magia, en la conmemoración del Día de la Independencia (9 de julio) todos los actores son blancos.

En contra de este mito debe recordarse que los aportes de los afroargentinos a la cultura nacional son numerosos, si bien el discurso histórico se encargó (con bastante éxito) de silenciarlos. Al respecto conviene repasar tres tópicos: estadísticas, idioma y música.

El último censo nacional (2010) estimó en dos millones el número de afrodescendientes. Al menos 150 mil personas se reconocieron a sí mismas como afro. En virtud de la diáspora, una considerable comunidad caboverdiana (y sus descendientes) llegó a la ciudad de Buenos Aires y otros partidos bonaerenses desde principios del siglo XX. Suman aproximadamente 15 mil, aunque pasaron inadvertidos frente a la ingente masa humana que ingresó desde Europa.

Actualmente, el castellano de Argentina registra unas 1,500 palabras introducidas por los esclavos africanos, las cuales se denominan africanismos y fueron fundiéndose con el lunfardo (el argot porteño). Mina, mucama, quilombo, tango, son algunas de las palabras muy utilizadas en el habla argentina y acusan etimología africana, principalmente de la familia de las lenguas bantúes, muy habladas en el centro y sur de África, aunque esclavos de la región occidental también fueron a parar al área Río de la Plata. En toda América al diablo se le dice mandinga y no por casualidad este vocablo define un grupo étnico puntual de África Occidental que conoció la penuria de la esclavitud en América.

El tango, marca de Argentina, es de origen africano (aunque el tema es muy discutido) y al menos en sus inicios los cultores del género fueron negros. Hoy día un personaje destacado como el pianista y compositor Horacio Salgán es afroargentino. La palabra es un africanismo con múltiples usos asociados a la trata esclavista y uno de origen yorubá (etnia de Nigeria) que explica la presencia del dios del trueno y así el tango es como algo sagrado: Shangó es la divinidad del trueno y el amo de los instrumentos de percusión. El candombe, tan popular como ritmo rioplatense, es de indudable prosapia negra. Algunos lo vinculan con el nacimiento del tango, al igual que la famosa milonga, otra marca negra en el castellano rioplatense.

¿Cuál es el lugar del negro hoy día? Es preciso repatriar la ausencia que derivó del empeño de un grupo opresor para invisibilizar a otro grupo oprimido con una política deliberada de negación y silenciamiento. A pesar del terrible silencio, uno de los insultos más recurrentes cuando se alude a los sectores más pobres (no necesariamente no blancos) consiste en caracterizarlos como “negros de mierda”, “de alma”, “cabecitas negras”, “gronchos”. Lo negro no remite ahora a la africanidad, sino a lo más bajo de la sociedad y esto se repite en muchas partes de América.

Así se trata, como rémora colonial, en la forma de aludir y denostar a la mano de obra explotable. Como formula Van Dijk, el racismo latinoamericano confunde la clase social con la idea de la “jerarquía de color”. En el caso argentino, tal identificación no involucra una dimensión racial, sino socio-económica, como explica el sociólogo argentino Alejandro Frigerio. El problema radica en que si el afroargentino desapareció (en teoría) físicamente, reaparece (difusamente junto a otros) de forma negativa en el discurso, en calidad de sujeto marginalizado, ya no racializado. Y el racismo queda entonces como cuenta pendiente no solo de Argentina, sino también de América Latina, pero como cantó un prestigioso músico argentino: “Mejor no hablar de ciertas cosas”.

Autor

  • Historiador y escritor argentino. Profesor y licenciado por la Universidad de Buenos Aires. Africanista, su línea de investigación son las temáticas afro en el Río de la Plata e historia de África central.

    Interesado en los conflictos mundiales contemporáneos. Magíster en Diversidad Cultural con especialización en estudios afroamericanos por la Universidad Nacional Tres de Febrero (UNTREF).

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