Hay países donde el 1 de mayo no pasa de ser una mera ceremonia que se organiza para cumplir el papel pero que no significa nada, y en África abundan. Vean, sino, el caso de Uganda, donde el Gobierno acaba de dar carpetazo a la ley del salario mínimo, una reivindicación exigida por sindicatos y grupos de derechos humanos desde hace muchos años. Hace dos días, el ministro de Trabajo, Emmanuel Otaala, lo dejó bien claro: «En el Gobierno hemos liberalizado la economía y no podemos dictar lo que un empresario tiene que pagar a sus trabajadores. Insistimos en que el salario tiene que fijarse por negociación». Y por si quedaba alguna duda, añadió: «No podemos tener una ley de salario mínimo de la noche a la mañana, habrá que esperar por lo menos 40 años». Para el ministro, los países africanos deben seguir los modelos de países asiáticos como China o Malasia «los cuales se han desarrollado gracias a que han tenido líderes con una visión de futuro, y no por tener leyes de salario mínimo».
Durante los 20 años que pasé en Uganda, uno de los asuntos más penosos que he visto ha sido la explotación de los trabajadores, una lacra ante la que nadie reacciona y en la que todos los que tienen algo de poder parecen participar. Esta desprotección social es lo que atrae a las empresas extranjeras, las cuales se animan a invertir ante el atractivo de unos salarios bajísimos y unas leyes laborales que permiten despedir a un trabajador sin prácticamente ningún coste. Ante este panorama, hay falta ser caradura para afirmar que el salario se acuerda «por negociación», en un contexto en el que el empresario se limita a decir: «Esto es lo que te pago, si no te gusta no pasa nada, puedo encontrar cientos de personas que no dudarán en aceptar la oferta». Y, por supuesto, sin contrato.
Uganda, como ocurre con muchos países africanos, lleva varios años intentando cambiar su modelo económico basado en una sociedad agraria y de exportación de un solo producto para convertirlo en una sociedad industrial. Algo, sin duda, deseable, ya que la dependencia de las economías africanas de un solo producto para sus ingresos internacionales y el hecho de que África no haya tenido la revolución industrial que sí ha tenido la mayor parte del resto del mundo son factores que explican el poco desarrollo que han alcanzado. El problema es cuando, como ocurre durante los últimos años, se abren las puertas a compañías (generalmente asiáticas o árabes) para que entren a saco a explotar sus riquezas naturales, sobre todo minerales, o se apropien de enormes superficies de terrenos de cultivo, o monten cadenas industriales de montaje y realicen estas actividades económicas por medio de trabajadores a los que pueden explotar sin ningún problema. Es una nueva versión del capitalismo salvaje, puro y duro, que está arraigando en África como en ninguna parte del mundo.
Imaginen ustedes a una familia, por lo general bastante numerosa, que ha dejado sus tierras en la aldea debido a una guerra, a las pésimas condiciones de vida en zonas rurales o -como sucede cada vez más- al cambio climático, que causa sequías en unos sitios e inundaciones en otros y hace imposible que la gente se dedique a vivir de la agricultura tradicional. Lo más probable es que esa familia termine por recalar en un arrabal miserable de cualquier ciudad. Si el hombre -seguramente con pocos estudios- encuentra trabajo, puede que sea con jornadas laborales de 12 horas al día, salarios de no más de 50 ó 60 dólares al mes y precariedad absoluta al no tener ni contrato. Así es cómo aumentan hoy las poblaciones de las ciudades africanas, donde muchos millones de personas acuden en busca de mejores condiciones de vida y terminan viviendo en la más absoluta miseria. Nada tiene de extraño que muchos de los que han malviven de esta manera terminen subiéndose a una patera aún afrontando el riesgo de morir en el mar.
Lo que me extraña más, en el caso de Uganda son dos cosas: la primera, que este país siga apareciendo ante los ojos de muchos economistas y analistas internacionales como un modelo de desarrollo económico. Me imagino que los que escriben estos informes no viven con esos salarios que he mencionado, ni comen una vez al día ni viven en habitaciones estrechas y sin ventilación, donde a menudo tienen que dejar el espacio libre a otra familia durante las horas nocturnas (el fenómeno de las camas calientes). Y la segunda cosa que me sorprende es el silencio de la Iglesia, la cual sí suele hablar con rapidez cuando hay campañas a favor del aborto o del preservativo. Durante estos días, por cierto, se está formando en Uganda un poderoso lobby de parlamentarios, líderes religiosos y algunas ONG que piden que el Gobierno endurezca las penas contra los homosexuales (los cuales, en Uganda, pueden desde hace muchos años ser condenados a penas de prisión por el mero hecho de vivir su sexualidad de esta manera). Me imagino que nadie hará lo mismo con el tema del salario mínimo. Y es que para personas como el ministro de Trabajo, que -como el resto de sus compañeros de gabinete- ganan entre salarios y dietas no menos de 5.000 euros al mes, seguramente los problemas reales de la mayoría de los ugandeses les quedan muy lejanos.