Ya se trate de jueces de la CPI o de Sudáfrica impugnando la guerra de Israel contra Hamás, el resultado es el mismo.
El 5 de junio, presencié cómo el secretario de Estado de los Estados Unidos, Marco Rubio, anunció nuevas sanciones contra cuatro jueces de la Corte Penal Internacional (CPI), quienes ahora enfrentan congelación de activos y prohibiciones de viaje a Estados Unidos.
¿Su delito? Investigar posibles crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad en Gaza y Cisjordania.
A finales de 2024, los jueces —procedentes de Benín, Perú, Eslovenia y Uganda— emitieron órdenes de arresto contra el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, el ministro de Defensa, Yoav Gallant, así como contra los altos dirigentes de Hamás, Yahya Sinwar, Mohammed Deif e Ismail Haniyeh, un inusual intento de paridad en la justicia internacional.
Para mí, la respuesta del gobierno estadounidense no fue una simple disputa geopolítica. Fue otro duro recordatorio de un patrón más profundo y de larga data: el constante menoscabo de la justicia multilateral cuando amenaza los intereses de Estados poderosos o sus aliados.
Estados Unidos nunca se ha sentido cómodo con el alcance de la CPI. En 2020, cuando la corte intentó investigar las acciones militares estadounidenses en Afganistán, Washington respondió con hostilidad, revocando visas y amenazando con sanciones.
Esa reacción fue una advertencia. Ahora, con la CPI atreviéndose a exigir responsabilidades a los líderes israelíes, se vuelve a utilizar la misma estrategia, esta vez con mayor veneno. Y, sin embargo, cuando el mismo tribunal somete a escrutinio a Hamás, cuyas acciones son ampliamente condenadas como terroristas, Washington no protesta. De hecho, el aplauso selectivo al enjuiciamiento de Hamás pone de relieve la cuestión central: no es la justicia lo que defiende Estados Unidos, sino el control sobre dónde y cómo se aplica la justicia.
Al recordar la reunión del presidente Donald Trump con el presidente sudafricano Cyril Ramaphosa el 21 de mayo, comencé a reconstruir un patrón más amplio de represalias y control narrativo. Lo que podría haber parecido una visita diplomática rutinaria, en retrospectiva, parecía un espectáculo calculado.
Trump le entregó a Ramaphosa fotografías que pretendían mostrar la violencia contra agricultores sudafricanos blancos. Estas imágenes, que resultaron ser de conflictos no relacionados en la República Democrática del Congo, estaban claramente diseñadas para alimentar la narrativa de extrema derecha del «genocidio blanco» en Sudáfrica: una teoría de la conspiración desacreditada hace tiempo, pero que aún se recicla en ciertos círculos ideológicos. No se puede ignorar que esta narrativa resurgió durante un período de creciente condena internacional a las acciones militares de Israel en Gaza.
En mi opinión, la estrategia de Trump no se basó en la preocupación por las comunidades rurales de Sudáfrica. Fue una respuesta en represalia a la audaz postura del país ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ), donde en diciembre de 2023 presentó una demanda por genocidio contra Israel por su continua campaña militar en Gaza.
Sudáfrica es prácticamente la única nación africana que utiliza el derecho internacional como herramienta para desafiar lo que considera atrocidades masivas. Esta postura legal, arraigada en la dolorosa historia sudafricana de apartheid y violencia estatal, representó una amenaza directa a la superioridad moral que reclaman Israel y sus aliados. En lugar de responder con contraargumentos legales o un debate abierto, el presidente estadounidense optó por desacreditar a Sudáfrica mediante la distorsión y el alarmismo racializado.
Para un hombre que supuestamente una vez se refirió a las naciones africanas como «países de mierda«, fue una medida previsible, pero que sigue indignando.
Esto no fue una mera postura retórica. Reveló una peligrosa tendencia: cuando las naciones del Sur Global ejercen su capacidad legal y moral, especialmente de maneras que desafían las narrativas occidentales dominantes, son rápidamente atacadas. Deslegitimadas. Silenciadas. En este contexto, la acción de Sudáfrica ante la CIJ no solo constituye un desafío legal, sino una provocación moral que obliga a la comunidad internacional a confrontar los dobles raseros que han definido durante mucho tiempo la justicia global.
Y la reacción, desde el teatro mediático de Trump hasta las sanciones contra los jueces de la CPI, subraya la incomodidad que sienten las naciones poderosas cuando los instrumentos de la justicia se utilizan en su contra o en la de sus aliados.
Al reflexionar más profundamente, lo que más me preocupa es la flagrante inconsistencia moral. Cuando las bombas israelíes reducen a escombros hospitales y matan a miles de personas, incluyendo niños, mujeres embarazadas y ancianos, estos actos se defienden como legítima defensa. Cuando las instituciones internacionales intentan investigar esos mismos actos, sus funcionarios son castigados. El mensaje es claro: la justicia no debe interferir con los intereses geopolíticos. Sin embargo, cuando Hamás comete atrocidades, la respuesta es inmediata e inequívoca. Israel tiene plena licencia para la venganza, la guerra total, el bloqueo y el asedio, sin importarle en absoluto las consecuencias civiles. Gaza ha quedado en ruinas y el principio de proporcionalidad queda descartado.
Esto no es una defensa de Hamás. Es una defensa de la coherencia. Es un clamor contra la idea de que algunas muertes son más lamentables que otras, de que algunos crímenes son más perseguibles según quién los cometa. La justicia, si es que ha de significar algo, no puede ser una cuestión de conveniencia. Y, sin embargo, es precisamente esta conveniencia la que define nuestro orden mundial actual. Los poderosos se atribuyen la superioridad moral, utilizando el lenguaje de los derechos humanos para justificar sus guerras, mientras que los débiles sufren en silencio, etiquetados como extremistas o daños colaterales.
Me gustaría asumir que instituciones como la CPI y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se crearon con nobles intenciones. Fueron diseñadas para garantizar que nadie, por muy poderoso que fuera, pudiera cometer atrocidades con impunidad. Entonces, ¿cómo es que estas instituciones han quedado atrapadas en la maquinaria del privilegio geopolítico? La CPI ha perseguido a líderes africanos con una velocidad sin igual, pero cuando dirige su mirada hacia Israel, Estados Unidos o cualquiera de sus aliados, se topa con resistencia, amenazas y sanciones. El mensaje es inequívoco: el derecho internacional es para los demás, no para nosotros.
El veto estadounidense en el Consejo de Seguridad sigue siendo uno de los escudos más potentes para la impunidad, garantizando que sus aliados nunca rindan cuentas de manera significativa. Normas jurídicas que antes se consideraban sacrosantas ahora se doblegan y se quiebran bajo presión política. La soberanía, un principio fundamental del derecho internacional, solo se respeta cuando conviene, especialmente cuando países como Sudáfrica la utilizan para contrarrestar las narrativas occidentales dominantes.
Esta tendencia no es abstracta. Tiene consecuencias reales y devastadoras. En los destrozados campos de refugiados de Rafah, al sur de Gaza, la erosión de la justicia se vive a diario. Los niños se preguntan si sus tiendas seguirán en pie a la mañana siguiente. Mujeres embarazadas dan a luz entre los escombros de clínicas bombardeadas. La ayuda humanitaria se ve restringida, los periodistas son asesinados y familias enteras desaparecen bajo los escombros, todo mientras el mundo debate si estas vidas merecen siquiera protección bajo el derecho internacional. Mientras tanto, en tribunales lejanos, la evidencia es clara, pero la respuesta es silenciada, la rendición de cuentas ausente.
Este momento exige claridad. Exige coraje moral y un renovado compromiso radical con la justicia que trascienda alianzas, raza, riqueza y lealtad política. La justicia no debe reservarse para quienes son fáciles de procesar o políticamente irrelevantes. No debe definirse por quién puede o no tomar represalias. Si el derecho internacional ha de tener algún significado, debe ser rescatado del control de las grandes potencias y devuelto a su promesa fundacional: que ninguna vida es más valiosa que otra y que ningún culpable está por encima de la ley.
Si aceptamos este desequilibrio, no solo erosionamos la credibilidad de las instituciones internacionales, sino que desmantelamos la idea misma de justicia global. La reducimos a un simple acto. La reducimos a un simple poder. Y al hacerlo, traicionamos a quienes más dependen de ella: las víctimas, los sobrevivientes, los apátridas, los que no tienen voz.
Fuente: openDemocracy
[CIDAF-UCM]
