Integración

30/10/2017 | Opinión

ibn_arabi.jpgOcurrió de todo este último viernes 27 de octubre: 72 parlamentarios decidieron que los catalanes tenían que separarse del resto de los españoles; leí en un artículo que en España terminan separándose el 61% de las parejas (la proporción es mayor en la República Checa, Hungría, Portugal y Bélgica); me enviaron publicidad para una mesa redonda que tendrá lugar el lunes 30 con el título de “¿Entreculturas? De la Inmigración a la Integración”; un amigo, invitado a la inauguración de una mezquita en un pueblo de Navarra, me preguntaba si estaría bien que él, no musulmán, leyera durante el acto un texto de Ibn Arabi, musulmán a veces poco ortodoxo, sufí, murciano universal, “Mi corazón se ha convertido en receptáculo de todas las formas… porque profeso la religión del amor”. Encuentro en esos cuatro eventos un común denominador: la necesidad de un proyecto común de futuro para que toda integración funcione.

No me refiero a la “integración” que se utiliza en el cálculo y en el análisis matemático, sino a esa otra, más manida, que de la mano de la mundialización, las emigraciones y los refugiados, se ha colado en nuestro vocabulario cotidiano. Y lo ha hecho con la ambigüedad característica de todo vocablo popular. Según la Real Academia, “integrar” se utiliza para hablar de las personas que constituyen un todo (un equipo de fútbol lo integran once jugadores), pero también de la persona que pasa a formar parte de un todo (Fulano se ha integrado bien en el equipo). Los otros diccionarios siguen al de la Real Academia y no exploran los matices que uno encuentra en el lenguaje popular. Porque cuando escucho a menudo “¿Cómo podemos integrarlo en nuestra sociedad si él no quiere integrarse?”, me pregunto si se trata de un extranjero que no puede o no quiere asumir nuestros valores; de nosotros, que no podemos o no sabemos ayudarle a asumirlos; o de nuestra incapacidad para aceptar unos valores, -los del extranjero-, que podrían enriquecernos.

A propósito de la integración, y puesto que he vivido en Cartago junto al anfiteatro en el que fueron ejecutados docenas de cristianos, me suelo hacer preguntas para las que sigo sin tener una respuesta clara: ¿Quisieron los primeros cristianos integrarse en la sociedad pagana de Roma? ¿Lo consiguieron? Y cuando Constantino, todavía pagano, integró a los cristianos en las estructuras del imperio ¿cuánto perdió la iglesia cristiana de sus antiguas convicciones y carisma?

Diecisiete siglos más tarde, una parte de mi vida como padre blanco ha transcurrido en África Oriental, la otra en el Magreb. Y he observado de primera mano el fenómeno de nuestra “integración espontánea”. Influenciados por la población local, nuestras comunidades internacionales en el norte de Tanzania pensaban y actuaban de manera diferente de las comunidades del sur de ese mismo país. Y en la práctica, el concepto mismo de “misión” era diferente según se tratara de “padres blancos” en el Magreb o de “misioneros de África” (cambiaba hasta el nombre) en África Occidental. Tanto en el Magreb como en África subsahariana quisimos integrarnos. ¿Lo conseguimos? ¿Dejamos que los subsaharianos o los musulmanes del Magreb nos integraran? ¿Por qué en África subsahariana, sin duda inconscientemente y forzados por las circunstancias, fuimos instrumentos de colonización cultural? Un texto de Kayoya lo dice todo: “Con los de mi edad hablábamos en voz baja. Hablábamos en un lenguaje que no comprendían los blancos. No querían comprender nuestro lenguaje, nuestra lengua “indígena”. Cuando hablaban nuestra lengua, hablaban su lengua con sonidos de nuestra tierra” (Michel Kayoya, sacerdote burundés asesinado en 1972, “Tras las huellas de mi padre”. La negrilla es mía). ¿Quién estaba integrando a quién? ¿Quién se estaba integrando?

A pesar de todo, lo cierto, y lo más importante, es que tanto en el África Subsahariana como en el Magreb estaba surgiendo una iglesia local y se estaba creando un proyecto común de futuro. Mi superior general es hoy un ciudadano de Zambia, Stanley Lubungo. Y un obispo burundés, antiguo alumno, Joachim Ntahondereye, me invita a animar una sesión de formación del clero de su diócesis. Dentro de unas semanas participaré en la Recogida del Banco de Alimentos. Como otros años, participarán en la recogida varios magrebíes residentes en Pamplona, y la “integración” será la última de nuestras preocupaciones. Me pregunto igualmente si es pura coincidencia si la natalidad ha disminuido en España al mismo tiempo que han aumentado los divorcios…

Probablemente no acudiré mañana lunes a la mesa redonda sobre la integración. Las intervenciones rápidas de los seis ponentes y la media hora de diálogo abierto que tendrá lugar a continuación me parecen inadecuadas para un tema tan importante. Sigo sin embargo considerando esencial un proyecto futuro común. Y por ello vuelvo a meditar el texto de nuestro murciano Ibn Arabi: “Hubo un tiempo en que yo rechazaba a mi prójimo, si su religión no era como la mía. Ahora, mi corazón se ha convertido en el receptáculo de todas las formas: es pradera de las gacelas y claustro de monjes, templo de ídolos y Kaaba de peregrinos, Tablas de la Ley y Pliegos del Corán. Porque profeso la religión del amor y voy a donde quiera que vaya su cabalgadura, pues el amor es mi credo y mi fe” (Ibn Arabi, 1165-1240).

Ramón Echeverría

[Fundación Sur]


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