Ibrahim, por María Rodríguez

24/04/2017 | Bitácora africana

Me lo encontré en Burkina Faso, aquí –> burkina_mapa_17.jpg En Ouagadougou, la capital.

Yo acababa de regresar en bus del norte de Burkina, donde estuve unos días recopilando la información para escribir un reportaje sobre la amenaza yihadista en esta región de este país africano. Había tomado el bus a eso de las 13 horas, llegamos a la capital entre las 16-17 horas, ya no lo recuerdo. Los taxistas me gritaban -¡taxi!, ¡taxi!- y yo les respondía -no, gracias-, sin dejar de caminar y con una mochila a cada hombro. Crucé la carretera, giré una calle, siguiendo el punto que había tomado como referencia, una mezquita, y entré en uno de los lugares más asquerosos que podéis encontrar en África: una estación de autobuses.

Las estaciones de autobuses en África subsahariana suelen estar sucias, muy sucias. Cuando los pasajeros llegan, sobre todo si ya ha oscurecido, en lugar de ir al baño, que es también muy asqueroso, orinan contra las paredes del pequeño recinto, dejando un repugnante olor a orín rancio. En los países de África subsahariana no hay una estación de autobuses general en la que puedas encontrar las diferentes compañías, sino que cada compañía tiene una estación. Por eso salía de una estación y entraba en otra que, por suerte, estaban a pocos pasos de distancia.

-¡Hola Moumouni! – saludé a quien gestiona esta estación de autobuses.

-¡Eih!!! ¡Ya estás aquí! –me respondió devolviéndome el saludo estrechándome la mano.

-He llegado demasiado pronto, ¿verdad?

-¡No! Está bien así. Es mejor tomar el bus con antelación, por si hay averías u otros problemas y luego llegas tarde. Además, así descansas entre un viaje y otro.

Es la segunda vez que viajo desde Burkina Faso a Mali con la compañía en la que trabaja Moumouni. Son los autobuses más cómodos que he conocido hasta la fecha en África occidental, así que si tuvieran tarjeta de fidelidad posiblemente me la haría. Es una compañía maliense, y puedes viajar con ella a prácticamente todas las capitales de África occidental. El espacio entre los asientos es más grande que la media, los conductores, por norma general son simpáticos si estableces una buena relación con ellos desde el principio, y te pueden salvar de las pequeñas eventualidades que se producen con militares y policías en las fronteras y aduanas. Hablan francés y conducen sin pasar en exceso la velocidad.

Como a Moumouni ya lo conocía de haber pasado un par de veces por la estación a causa de dos viajes con esta compañía, bastó llegar desde Bamako, decirle -¿nos conocemos?- preguntarle si era Moumouni y recordarle el último viaje que hice con ellos, para que recordara a esta blanca y aceptara reservarme un billete sin pagarlo con antelación. –Moumouni – le dije- voy a subir a Ouahigouya (ciudad norteña burkinesa) unos días. Te llamaré dos o tres días antes para que me reserves una plaza para Bamako. Ese mismo día tomaré el bus Ouahigoya-Ouagadougou y, en el mismo día, me iré para Bamako.

-De acuerdo –me respondió

-Pero guardamela, ¡eh! ¡No quiero pasar la noche aquí si vengo y no hay plaza!

-No te preocupes –me aseguró- tú sólo avisa.

Así hice. Moumouni había avisado a los autobuses que salían desde Cotonú (capital de Benín) y Lomé (capital de Togo) que suben hacia Ouagadougou (Burkina Faso) y de allí se dirigen hacia Bamako (Mali). No habría problema. Pero el bus tenía que estar allí a partir de las 20 horas (en realidad se retrasó hasta eso de las 21:30, cosa habitual) y eran eso de las 16-17 horas. Tenía todo ese tiempo para pasarlo en la estación y terminé entablando conversación con quienes estaban allí.

En la estación hay un espacio con bancos donde sentarse. Los de ésta estaban hechos con tablas de madera y eran muy incómodos porque una parte del culo se apoyaba en la madera, la otra se hundía, la otra se apoyaba…, así que había que poner una tela debajo para sentarse a esperar lo más cómodamente posible. En frente de los asientos una tele, para que los pasajeros y quienes trabajan en la estación puedan matar el tiempo. Y cerca de los asientos una mesa, un mueble, unos fogones y un par de recipientes para poder lavar los platos, hacen el apaño de restaurante para preparar no sólo para los viajeros (bocadillos de tortilla, nescafé y té) sino también para los conductores que hacían una parada de media hora de descanso en esta estación. Tanto el conductor de Cotonú como el de Lomé llamaron por teléfono y pidieron lo mismo para cenar: pescado. El chico y la chica que estaban gestionando el “restaurante” y que tendrían entre la veintena y la treintena de edad, comenzaron a prepararlo.

Mientras el chico cocinaba comenzamos a charlar. Hablamos de qué hacía una chica como yo en un lugar como aquel y me contó a qué se dedicaba él y a qué le gustaría dedicarse. Hablamos de la sociedad burkinesa, la marfileña y la maliense, unas sociedades con diferencias pero con muchas cosas en común. Discutimos sobre las relaciones de pareja entre negros y blancos, las diferencias culturales, lo que busca el blanco, lo que busca el negro. Me habló de una amiga suya de Suiza o Bélgica y me dijo que era muy directa cuando le decía las cosas. –Sí, a mí también me han dicho eso alguna vez- le dije –Aquí si dices las cosas tan claras puedes ofender a la persona -me comentó. Hablamos de las relaciones hombre-mujer en Burkina Faso, las diferentes formas de machismo, las relaciones matrimoniales, quién se casa con quién, por qué, cuestiones de dinero, estatus social… Poco a poco el petit comité fue creciendo. A la conversación se fue introduciendo más gente, otro chico que trabajaba en la estación, dos pasajeros (uno de ellos maliense que vivía en Guinea Ecuatorial, ex colonia española, y me hablaba en español mientras devoraba un plato de arroz sentado en una esterilla en el suelo). A cada tema que salía yo les explicaba cómo era en España y la gente se quedaba mirándome muy atenta, curiosos. Otras veces se partían de risa. La conversación continuó con Siria, Trump, Putin. Tema de actualidad. Pero yo no la empecé, fue el chico del restaurante que me explicó que él se informaba a través de la radio. Y luego volvimos a cosas menos complicadas, la vida cotidiana aquí y allá. Y entonces apareció un chico y el muchacho del restaurante le saludó.

-¡Eih, el senegalés! – el chico me miraba estupefacto. Y cuando la gente se callaba aprovechaba para hablarme en un francés regulero – Vengo de Senegal. ¿Has estado en Senegal?

-Sí

-¿Dónde?

-Kolda, Dakar y Saint Louis – le dije, evitando nombrar los pueblitos pequeños en los que había estado y de los que no recordaba el nombre en ese momento.

-Yo soy de ¿? (no me quedé con el nombre)

-No lo conozco

-Está en la zona de las minas de oro

-¡Ah!, eso sí lo conozco, pero nunca he estado

Mientras el chico me miraba, seguíamos nuestras conversaciones. Teníamos para rato hasta que el autobús llegara. El muchacho senegalés se sentó frente a mí y me escuchó con atención cuando hablaba de España. Me contó que un ‘grand frère’ suyo estaba en Barcelona y que quería ir con él.

Nota: Grand frère, del francés, quiere decir hermano mayor. Pero en África subsahariana decir hermano mayor no significa necesariamente que sea tu hermano de sangre. Puede ser de la misma familia pero no ser del mismo padre o misma madre (poligamia), pero puede ser también de la misma étnia y que no tengan absolutamente nada que ver, pero se llaman así por respeto entre otras cosas más complejas…

Y me contó que había intentado cruzar dos veces hacia Italia.

rutas_migracion.jpg

Empecé a preguntarle sin darle más importancia al asunto que escucharle. Me cruzo muchísima gente que ha intentado dirigirse hacia Europa, algunos por el desierto del Sáhara, otros llegando hasta Marruecos. Muchos se vuelven en la mitad del camino porque se quedan sin dinero o porque han intentado atravesar la valla (en el caso de la ruta por Marruecos) varias veces sin éxito. Otros llegan al final pero luego no se atreven a subirse a los barcos/balsas que les llevarán, si no se hunden, hasta Europa.

-¿Y cuándo fue la última de esas dos veces? – le pregunté. Estaba de vuelta hacía poquísimo. Acababa de regresar, de darse la vuelta desde Trípoli (Libia). Y allí, en Ouagadougou, llevaba desde el jueves pasado. Aquel día que nos encontramos era martes. Seis días…

El muchacho, que me dijo que se llamaba Ibrahim, comenzó a contarme todo con detalles que no me habían contado nunca antes. Me contó que cruzó de Senegal a Mali, de allí hacia Níger y de Níger subió el Sáhara hasta Libia. Su historia se centró sobre todo en la ruta hacia Trípoli (Libia) desde Agadez, ciudad estrella en la cuestión migratoria y que se sitúa en el norte de Níger, ya en el desierto. Me dijo que una vez allí les daban un bidón de 20 litros de agua al que se aferraban como nada en el mundo. Estos litros serían el único agua que tendría cada persona para atravesar el desierto hasta Libia.

-Cuando se acaba, se acaba, nadie quiere ofrecerte la suya – me contó. ¿Y la hospitalidad africana?, pensé. Parece que en estas circunstancias de vida o muerte, la supervivencia está por encima de todo eso…

Me contó que para cruzar el desierto se suben en camionetas pick-up unas 30 personas, con sus bidones de 20 litros de agua, que durante los días que dura el trayecto comen couscous, que para protegerse del sol del desierto se cubren la cabeza con un turbante y los ojos con gafas de sol, que los conductores son árabes, Libios; que hay veces que las pick-up cogen tal velocidad cruzando el desierto que hay gente que se cae y no los recogen, los dejan allí… Que hay militares que vigilan, y que mejor no encontrarse con ellos. Y que, cuando el coche sufre una avería el/los conductor/es dejan a la gente en mitad del desierto, protegidos con una tienda hecha con sábanas, para protegerlos del sol, y se vuelven a Agadez para repararlo y luego vuelven a por ellos para seguir hasta Libia. Que la media de días que se tarda en cruzar el desierto así son 4 días, pero que se puede tardar más. Que hay gente que muere en el camino.

Ibrahim cuenta que una vez se llega a Libia hay casas de acogida clandestinas. Se trata de un negocio bien montado donde se va tejiendo la red que pago tras pago los lleva hasta el Mediterráneo para intentar llegar a Europa. Ibrahim dice que desde que sale de Senegal hasta Libia se puede gastar una media de 900.000 francos CFA, que en euros es 1.371 euros. Le pregunté que de dónde sacaba tanto dinero y me contestó que se lo enviaban familiares

-¿Tú madre lo sabe?

-Sí

-¿Y está de acuerdo en que lo hagas?

-Sí. Mi hermano llegó. Si él llegó mi madre tiene la esperanza de que yo también llegue.

Cuenta Ibrahim que las dos veces que intentó salir hacia Europa la policía descubrió la embarcación y se quedó ambas veces en tierra. La segunda vez lo metieron en prisión.

-¿Cómo son las prisiones en Libia? Imagino que estarán muy sucias, ¿no?

Ibrahim hace una mueca medio sonriendo que traduje como un “si tú supieras…” Me explica que sí, que están sucísimas y añade más detalles que me hacen transportarme con imágenes poco nítidas hacia el lugar.

-Están muy sucias, golpean a la gente. Hay quienes llevan encerrados mucho tiempo porque no pueden pagar para salir y les pegan. Hay quienes lloran.

El resto de gente que también escucha a Ibrahim empieza a reírse -¡lloran!- dice uno de los presentes.

Nota: Aquí en África subsahariana no sé qué puñetas le pasa a la gente que cuando se habla de algo malo, un accidente, por ejemplo, se echan a reír. Es algo cultural que aún me molesta y no consigo entender, pero cuando se pusieron a reírse no me extraño nada, ni hice ningún discurso diciendo que me parecía fatal que se rieran. Simplemente los miré, les sonreí, y seguí mi conversación con Ibrahim.

-¿Y cómo saliste de allí?

-Llame a un familiar, le conté que me habían encerrado y le pedí que me mandara el dinero para la fianza.

-Pero, si estás encerrado, ¿Cómo haces para ir a sacar el dinero que te envían?

-¡Ah! – exclama- Se llama al familiar, le cuentas lo que pasa, entonces le pasas el teléfono a la persona que está contigo [la persona que gestiona la cárcel, el militar, el policía…] y lo gestionan entre ellos.

-Es decir, que tienes que confiar en esa persona que no conoces de nada, que tu familia le envíe el dinero, que le llegue y que te liberen…

-Sí, así es. Mucha gente no sale de prisión porque no tienen el dinero para pagarlo –me vuelve a decir… -y sólo se come una vez al día- explica. No recuerdo si me dijo a las 12 de la mañana o a las dos de la tarde…

-Y luego, ¿cómo regresaste hacia acá?

-Me trajeron los militares de vuelta, otra vez por el desierto.

-¿Hacia dónde?

-Me dejaron en Níger.

No sé qué pregunta le hice tras esto pero me dijo:

-Para que te traigan de vuelta también hay que pagarles.

Me encontré a Ibrahim haciendo la vuelta a la inversa. De Níger había vuelto a Burkina Faso pero, en lugar de regresar hacia Senegal, allí esperaba un autobús para ir hacia Benín. No le pregunté qué quería hacer en Benín. Imagino que seguir intentando tener suerte, encontrar un futuro. Me confesó que hacía tiempo había intentado migrar hacia la zona de Congo-Gabón-Angola-Guinea Ecuatorial. Países más al sur que, según estoy descubriendo, atraen también a los africanos que buscan una mejor vida. Pero se quedó en Camerún, no bajó más y regresó a casa. Tampoco le pregunté el motivo, pero me dijo que esta escapada no se la había contado a la familia.

¿Intentarás volver a cruzar a Europa? –le pregunto

-No… ya no lo voy a intentar más salvo que sea en avión, de modo clandestino ya no…

Ibrahim me pregunta si le puedo dar mi número de teléfono. Le digo que no, que lo siento pero que no lo doy a nadie.

Nota: Aquí en África subsahariana, pedirte el número de teléfono es sinónimo de “quiero entablar una relación contigo, para pedirte salir, para acostarme contigo o para casarme contigo”. Por eso no suelo darlo a desconocidos. Tampoco a Ibrahim.

Los autobuses que procedían de Cotonú y Lomé llegaron a la estación. Todos los pasajeros bajaron para estirar las piernas, comer algo, ir al baño.

-¡Eih! ¿Ya estás de regreso? – me preguntó una señora

-¿Perdona? – le dije un poco desconcertada

-¡Sí!, vinimos juntas desde Bamako hace una semana

-¿De verdad? Lo siento, ¡no te recuerdo! -le contesté. Otro muchacho me dijo lo mismo. Nuestra estancia había curiosamente durado lo mismo.

Esperando fuera del bus para que ‘el patrón’ me encontrara un asiento libre Ibrahim estaba a mi lado. Siguió insistiéndome en el número de teléfono, de una manera tímida pero amable. No me atrevía a ser borde con él, pero le insistí en mi negativa. Continuó comentándome algo del matrimonio y los blancos.

-Ay Ibrahim, tú también… No va a cambiar nada porque te de mi número de teléfono.

-Bueno, si no quieres darme el tuyo, guarda el mío… – Y me dio el número de su hermano en Dakar. –Él te dirá dónde estoy- me dijo.

-Ibrahim, lo siento, pero no esperes que llame a tu hermano. Yo no puedo ayudarte –me miró decepcionado y me despedí de él -Mil gracias por contarme tu historia, muchísima suerte y buen viaje hacia Cotonú.

-Buen viaje tú también- me contestó mirándome tan fijamente como desde el principio, con la boca entreabierta intentando encontrar alguna palabra mágica para que me quedara de alguna manera en su vida. Su cara me hizo pensar que podía incluso postrarse en el suelo y suplicarme. Pero, creo que se dio cuenta que era inútil. Tuve la sensación de que me sentía como una oportunidad perdida, pensando que al ser blanca podría hacer algo para cambiar su historia.

Ibrahim es uno más de los miles de jóvenes que sueñan con tener algo, ya no un futuro sino un presente. Algo. Pero me enfada mucho que hagan esta locura. Siempre que me encuentro con algún joven que me confiesa que quiere hacer ‘la aventura’ (así le llaman aquí) le digo que no merece la pena, arriesgarse a perder la vida para llegar a Europa y seguir sufriendo… Pero no atienden a razones. No obstante, a veces, cuando pienso en todos estos jóvenes que intentan cruzar por el Mediterráneo hasta Europa los veo valientes, por el hecho de intentar cruzar a pesar de todas las calamidades que encuentran por el camino y hasta el final, pero también antisistema (para mí esto es bueno); por atreverse a decir con sus actos: “No. No, yo no quiero esto que la vida me ha dado. Quiero otra cosa, más, mejor. Quiero tener las riendas. Quiero luchar por mi sueños, hasta el último aliento, aunque se los trague la arena del desierto, aunque se ahoguen en el fondo del mar”.

Original en : Cuentos para Julia

Autor

  • Rodríguez González, María

    "María Rodríguez nació en 1989 en Baza (Granada). Es licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga y realizó el Master en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos en la Universidad Autónoma de Madrid. En noviembre de 2014 se marchó a Burkina Faso para comenzar a hacer periodismo freelance y desde entonces recorre los países de África occidental para intentar comprender y acercar esta parte del continente. Autora del blog Cuentos para Julia, donde escribe sobre África, sus experiencias y reflexiones, colabora con varios medios de comunicación como El Mundo, Mundo Negro y El Comercio (Perú), entre otros"

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