Honrando a los que han fracasado

19/11/2019 | Opinión

Dos artículos de prensa han hablado esta semana de los numerosos emigrantes que han fracasado en su sueño de llegar a Europa. El País presentaba este 16 de noviembre un vídeo, “Como si nunca hubieran sido”, adaptación de un comic de Javier Gallego y Juan Gallego, sobre los miles de desaparecidos en el cementerio que es hoy el Mediterráneo para tantos migrantes y refugiados del mundo. En el segundo, la BBC daba la palabra a migrantes que habían tenido que volver a su país sin haber llegado hasta Europa. “No conseguimos llegar a Europa. Ahora nuestras familias nos rechazan”. Ese título del artículo lo decía todo. Ya en junio de 2015, Mediterranean Affairs (think-tank independiente italiano) se quejaba de que en Europa se discutía mucho sobre la distribución de los solicitantes de asilo, el fortalecimiento de FRONTEX y la repatriación forzosa de migrantes. Y nadie se preocupaba de ayudar a quienes habían vuelto a su país y vivían marcados por el estigma del fracaso. 2017 conoció un incremento en las repatriaciones forzosas. Pero aun admitiendo el derecho de los países receptores a controlar la migración, el Migration Policy Institute se quejaba ese mismo año de que no se tenía suficientemente en cuenta las precarias condiciones de los países a los que se devolvía los migrantes: economías deficientes, estructuras fallidas, sistemas públicos débiles, sin contar guerras y terrorismo. Pedir que en esos países se crearan sistemas de acogida, ayuda y seguimiento para los que volvían tras haber “fracasado” sería pedir peras al olmo. Por eso mismo es interesante observar ahora cómo también la sociedad civil se está moviendo, especialmente en África Occidental, para acoger y sostener a los repatriados, y para evitar que las mafias engañen a quienes quieren emigrar hacia Europa o hacia los Emiratos.

Según Jouma Ben Hassan, que ha coordinado en Libia el programa de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 16.753 migrantes en situación irregular procedentes de 32 países de África y Asia, pudieron abandonar Libia en 2018 y volver voluntariamente a su país. También lo hicieron otros 4.080 con ayuda del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (UNHCR). Otros 56.000 migrantes quedaban todavía en Libia en febrero de este año en los centros de detención. Los medios han hablado mucho sobre las condiciones inhumanas en esos centros en los que los migrantes son utilizados a menudo como rehenes para obtener dinero de sus familias y a veces vendidos como esclavos. Pero ¿qué sucede cuando vuelven a su país?

emigracion-wiki.jpgEl 20 del pasado mes de septiembre, Le Monde publicaba la historia de “Gloria” (nombre ficticio), 26 años, que volvió a Nigeria, tras pasar un año de infierno en Libia. Se siente privilegiada, ya que tres amigas suyas murieron en el viaje, y ella, tras seguir un programa de formación del gobierno regional, ha conseguido trabajo en su ciudad, Benin City. Cuando salió hacia Europa soñaba con hacerse estilista. Ahora trabaja en un taller de confección de mala muerte donde gana al mes 15.000 nairas (€40). “No me quejo”, dice, “por lo menos tengo trabajo”. “Tike”, otro joven repatriado, tiene ganas de llorar pensando en el trabajo que tenía y que abandonó para intentar el viaje hacia Europa y caer en manos de las mafias en Libia. Por lo menos ha conseguido rehacerse sicológicamente siguiendo un curso de carnicero. Pero aún no tiene trabajo.

No todos han tenido la “suerte” de Gloria y de Tike. Al volver a su país, los repatriados se encuentran con que la vida sigue siendo difícil: endeudados por el malogrado viaje de ida, sin trabajo, rotos sicológicamente tras su estancia en Libia, rechazados a menudo por sus familias que esperaban otros resultados del dinero que les habían dado para el viaje. En una reunión de repatriados, la sierraleonesa Isha Tholley contó cómo viajó a Kuwait porque le habían prometido un buen salario. Pero allí vivió una vida de esclava, maltratada física y sexualmente. Y al volver a Sierra Leona y contárselo a su novio, éste la abandonó. Esa reunión de repatriados había sido organizada por Sheku Bangura, director en Sierra Leona de la sección de Advocacy Network against Irregular Migration que trata de ayudar en la reintegración de mujeres repatriadas de Omán, Líbano y Kuwait. La reunión a la que asistió Isha Tholley tuvo lugar en Cline Town, un área de Freetown que lleva el nombre de Emmanuel Kline, esclavo liberado que compró propiedades en esa zona.

No todos los migrantes atraviesan el Sahara y el Mediterráneo. Muchos viajan en avión, especialmente los que se dirigen a los emiratos. Ahí interviene Airlaine Amabassadors International, organización sin ánimo de lucro fundada en 1996, afiliada a Naciones Unidas y reconocida por el Congreso estadounidense. Comenzó como una red de empleados de compañías aéreas que querían comportarse como “embajadores de la buena voluntad” en sus países y fuera de ellos. Se han dedicado después a socorrer a niños vulnerables, fundando orfanatos, escuelas y clínicas en 52 países. A partir de 2009 han ayudado a combatir el tráfico humano. Y sobre ese tema dan ahora seminarios para concienciar al personal de líneas aéreas, aeropuertos y agencias de viajes.

En cuanto a los que mueren en el Mediterráneo “como si nunca hubieran sido”, un grupo de biólogos, antropólogos, odontólogos, arqueólogos y otros especialistas, dirigido por Cristina Cattaneo, del Laboratorio de Antropología y Odontología Forense, de la Universita degli Studi de Milán, lleva seis años “haciendo justicia a los muertos”. Con la ayuda de la marina italiana, examinan minuciosamente los cadáveres recuperados en el Mediterráneo, sus pertenencias, sus cuerpos, su adn, hasta que consiguen darles un nombre e informar a las familias en África y en el Medio Oriente. La crónica detallada de ese esfuerzo titánico y enormemente humano la cuenta la misma Cristina Cattaneo en “Naufraghi senza volto. Dare un nome alle vittime del Mediterraneo”, Milano 2018. Lo leí en el verano del mismo 2018 gracias a un amigo italiano. Me conmovió como hombre y como cristiano. Y me alegré cuando pude leer en Le Monde del 4 de septiembre de este año una magnífica reseña del mismo.

Ramón Echeverría

Imagen: Irish Defence ForcesWikimedia

[Fundación Sur]


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Autor

  • Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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