Llama poderosamente la atención que haya cinco países subsaharianos (Sudán del Sur, ya declarada, Nigeria, en la región noreste, Etiopía, Kenia y Somalia), más Yemen (que aunque no esté exactamente en la región, está muy próximo y sufre el mismo problema) en riesgo de hambruna y que no sea noticia de primera línea en el mundo. Naciones Unidas considera que aproximadamente 20 millones de personas pueden verse afectadas. Uno se da cuenta, con indignación, que África no existe, es invisible, no importa. Veamos qué es lo que está pasando.
El hambre es una situación en la que las personas no tienen acceso a la alimentación, sufren de malnutrición severa y la muerte puede sobrevenirles como consecuencia. El hambre se transforma en hambruna en el caso extremo de que el hambre provoque una mortalidad masiva y súbita. Los niños menores de cinco años son los principales afectados. El hambre no es un episodio transitorio: afecta a toda una generación. Los niños hambrientos de hoy verán seriamente comprometidas sus capacidades de desarrollo futuras.
¿Cuáles son las causas del hambre y de la hambruna? Son el resultado de un “triple fallo”: el fallo de la producción por una sequía grave o el cambio climático, el fallo de acceso a los alimentos por incapacidad de compra y el fallo político por no hacer frente, nacional e internacionalmente, a una situación de vulnerabilidad extrema, incluyendo la violencia y las guerras.
Frente a esos tres fallos hay respuestas. Una mayor inversión para la producción alimentaria sostenible y disponible todo el año, y para hacer economías más diversificadas y menos sensibles a los desastres naturales; mejoras en el acceso a los alimentos (con infraestructuras de transporte, hidráulicas y nutricionales); y políticas de protección social, basadas en transferencias para la adquisición de comida, y ciudadana, apoyadas en la defensa de los derechos, la seguridad y la resolución de conflictos.
Las políticas de protección social poseen un carácter de ayuda humanitaria, mientras que las dos primeras tienen un carácter de prevención de futuras emergencias.
Cabe advertir que la ayuda humanitaria no es capaz de resolver los problemas de fondo del hambre, porque su función es aliviarla. Está centrada en el corto plazo, es imprescindible, pero no se dirige a las causas. Estos programas de ayuda deberán diseñarse cuidadosamente para controlar sus efectos. Las ayudas en forma de dinero pueden aumentar la demanda de alimentos y los precios locales, con efectos negativos sobre los consumidores, mientras que las ayudas en forma de alimentos tienen efectos adversos sobre los agricultores y los productores pobres.
La guerra en Yemen está en la base del hambre. Somalia sufre los efectos del terrorismo, de la fractura del Estado y de una severa sequía. Sudán del Sur está bajo los efectos de una guerra civil. El noreste de Nigeria se enfrenta al terrorismo islamista de Boko Haram. En fin, Kenia y Etiopía sufren la sequía y el conflicto entre etnias por las tierras verdes.
El premio nobel de Economía Amartya Sen planteó en su día que allí donde hay democracia y respeto de derechos no hay hambrunas. Cierto, aunque en este caso no sólo se trata de un problema de falta de democracia y derechos, sino de algo más grave: del predominio de estados frágiles o fallidos, y en guerra. Como se ha dicho con acierto por parte del Programa Mundial de Alimentos, “en un país en guerra, la alimentación puede ser un arma más”. Y, sin duda, en este caso, lo es.
Estamos ante un problema económico, social y político de enormes proporciones. La catástrofe más grave de la hora presente. La ayuda humanitaria es necesaria, pero insuficiente. Se necesita ir más allá: seguridad alimentaria, lucha contra el cambio climático, Estado de derecho y paz.
José María Mella
[Fundación Sur]
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