En los años 1990, una reclamación similar a la que encabeza este breve escrito era sistemáticamente lanzada desde la tribuna del Congreso español por el aspirante Sr. Aznar al rostro del entonces Presidente Sr. González. La calle, miles de manifestantes congoleños de Kinshasa, Goma y Bukavu, ha gritado contra el presidente Kabila la misma exigencia. El modelo, triunfante, de Burkina-Faso, de una rebelión ciudadana que logró que el semi-eterno presidente Blaise Campoaré se viera obligado a abandonar el poder, trataba de repetirse en el República Democrática del Congo. “La sublevación popular de Burkina atormenta e ilusiona a los congoleños”, titulaba un periódico. Mientras el gobernador de Katanga, Moïse Katumbi, kabilista hasta hace poco, impulsaba una acción similar a la de la sociedad burkinabé, el presidente de la Asamblea, Aubin Minaku advertía: “¡No soñéis!, no sucederá en RDC lo acaecido en Burkina”.
El Presidente Joseph Kabila nunca suscitó gran entusiasmo popular en Kinshasa. La alianza que su padre, Laurent-Désiré, estableció con Ruanda y Uganda – enemigos declarados de la integridad territorial congoleña, cuyos recursos naturales han saqueado a placer – en 1996, no fue óbice para que Kabila-padre haya sido considerado unánimemente, casi al nivel de Patrice Lumumba, como uno de los libertadores congoleños o “héroe nacional”. En su haber, la victoria sobre el dictador Mobutu en mayo de 1997 y, posteriormente, en julio de 1998, la expulsión del Congo de ruandeses y ugandeses de puestos clave en el Estado. Su asesinato en enero de 2001, que sigue sin aclararse (en el decimocuarto aniversario de su muerte se ha exigido la reapertura de proceso sobre el mismo), pero que los congoleños consideran urdido por intereses occidentales/ruandeses, ha dado, por añadidura, a Laurente-Désiré Kabila un halo de “víctima patriótica”, “modelo de patriotismo”. Su hijo, Joseph, que heredó un tanto sorprendentemente y sospechosamente la jefatura del Estado, no ha heredado, más bien al contrario, al menos en la sociedad civil de Kinshasa, la respetabilidad y admiración que generaba su padre. Su desconocimiento del lingala, lengua oficial en la zona, y sus balbuceos en francés (la RDC es el 2º país francófono más poblado), además de su rostro entre huraño y hermético, tan opuesto a la mirada vivaz y sonriente de los “kinois”, no añadían precisamente bazas para ganar popularidad.
Una de las cosas que más me extrañó en 2006, cuando, formando parte de un numeroso grupo de europeos que se integró en la sociedad civil congoleña para colaborar en la observación de las primeras elecciones democráticas, constaté, ya entonces, que Joseph Kabila gozaba de muy pocas simpatías en la sociedad civil de Kinshasa. En conversaciones informales con activistas sociales se le tildaba de peón de los intereses de los blancos, y, sobre todo, de ser el hombre de paja de los ruandeses. Ya entonces se difundía la duda de su “congoleidad” (no sería hijo legítimo de Kabila-padre); argumento ampliamente utilizado (y sigue siéndolo en determinados sectores) por el candidato Jean- Pierre Bemba (hoy en la Haya, juzgado por la Corte Penal Internacional, por las fechorías cometidas por sus hombres en Bangi). Nunca fui sensible a este tipo de acusaciones, sobre todo al comprobar que en el Ituri, Kivu-norte y Kivu-sur – estuve de observador en Bukavu – territorios especialmente castigados y martirizados por los depredadores ruandeses y ugandeses, la candidatura de Joseph Kabila “barrió”, en unas elecciones que yo considero aceptablemente limpias y transparentes. La sociedad civil kivuciana consideraba entonces a Joseph Kabila como el que la había liberado de la presencia humillante de ruandeses en el territorio.
Las muy controvertidas elecciones de 2011, en las que parece evidente que en el traslado de los resultados de los colegios electorales a los centros de compilación se produjeron masivas manipulaciones, lejos de consolidar el poder democrático de Kabila han supuesto una fuente de debilitamiento y deslegitimación de su poder y de fragilidad permanente. Hace ya más de un año, Joseph Kabila lanzó la idea, como una exigencia ineludible, de conformar un gobierno de cohesión nacional y una nueva mayoría. Como paso previo se organizaron desde el poder unas jornadas de concertación de las que deberían surgir sugerencias y líneas de actuación concretas. Muchos juzgaron semejante iniciativa – teóricamente deseable en cuanto integradora y participativa – como un recurso para hacer olvidar el fraude electoral. El hecho es que la apertura del gobierno a la oposición y a la sociedad civil tardó en realizarse más de un año y se ha hecho muy parcialmente. Sólo algunos líderes opositores han quedado integrados o, como acusan sus ex-compañeros de partido, “se han vendido”. Lo que es evidente es que la amplia mayoría parlamentaria que apoya al gobierno no parece coincidir con la mayoría social.
A lo largo de todo este tiempo ha habido una cuestión que ha dominado la escena política: ¿Pretende o no Joseph Kabila ser candidato a la presidencia en 2016? Nadie duda de que Kabila y su entorno no quieren dejar el poder, y, como dice el ministro/portavoz del gobierno, Lambert Mende, “Kabila quiere seguir para culminar el proceso de reconstrucción del país”. El obstáculo para un tercer mandato está en lo taxativamente establecido en la Constitución que fija en dos el máximo de mandatos presidenciales. Aunque el gobierno ha negado reiteradamente que haya existido un proyecto de reforma de la constitución que permitiría que Kabila optara por un tercer mandato, todo indica que multitud de maniobras y movimientos gubernamentales han ido en ese sentido. Los intentos, supuestos o reales, han fracasado debido a presiones internas (oposición y sociedad civil) y externas (USA, UE, ONU).
La maniobra diseñada por el poder, según sostienen la oposición y gran parte de la opinión pública, para prolongar más allá de la fecha establecida por la constitución para convocar elecciones presidenciales (90 días antes del final del año 2016) el segundo mandato del presidente Kabila, ha sido la presentación de un proyecto de ley electoral que condicionaría la celebración de las mismas a la culminación de un nuevo censo general de la población congoleña, operación que todavía no se ha iniciado; tarea, a priori razonable pero especialmente complicada e inevitablemente lenta en un país enorme y falto de infraestructuras, que podría durar varios años. El texto, párrafo 3 del artículo 8, fue aprobado por la Asamblea Nacional, a pesar del boicot de la oposición que abandonó el hemiciclo. La adopción por los diputados de la mayoría kabilista de este párrafo lanzó a las calles de Kinshasa, Goma y Bukavu sobre todo a miles de airados congoleños el 19, 20 y 21 de enero. Se trata sin duda de una explosión social anunciada (según expresión de Colette Braeckman) de una calle que ya no aguanta más. La represión de las manifestaciones ha sido brutal: según informes de ONGs, causó 42 muertos (aunque el gobierno “sólo” ha reconocido 13). Cabría destacar que el anti-kabilismo ha desbordado la siempre rebelde sociedad “kinoise” para alcanzar el Kivu-norte (Goma) y el Kivu-sur (Bukavu); Lumumbashi (Katanga, feudo de Kabila) ya había mostrado su distanciamiento del gobierno. Nuevamente, las fuerzas policiales han demostrado su gran potencial de desorden y ciega represión (Hasta el presidente de la Asamblea, Aubin Minaku, ha hablado al respecto de “dérapages”=patinazos). Y, por fin, cabe poner de relieve la facilidad con que la rebeldía ciudadana congoleña se transforma en saqueo y pillaje: cientos de comercios de Kinshasa han sido asaltados y vaciados de existencias; los peor parados han sido los establecimientos regentados por chinos, que ya han reclamado algún tipo de reparación. Se trata, sin duda, de la acción de bandas de delincuentes, pero también de una expresión más del hartazgo y desesperación de una sociedad sumida en la pobreza y desesperanza.
El texto aprobado por la Asamblea pasó al Senado. La amplitud y violencia de las protestas obligaron a la mayoría presidencial a buscar un arreglo pacificador. Se reformuló el párrafo cuestionado al señalar “que la actualización de la lista electoral definitiva en función de los datos demográficos disponibles se hace respetando los plazos constitucionales y legales previstos”. Sin embargo, la comisión paritaria mixta Asamblea-Senado, responsable de la definitiva redacción de la ley, ha decidido suprimir simplemente el párrafo controvertido para, en palabras del Presidente de la Asamblea, hacer coincidir el voto de los representantes con la voz de la calle. El apaciguamiento social y político parece muy precario. ¿Se respetará la Constitución? Desde distintos frentes se exige que la CENI (Comisión Electoral Nacional Independiente, dirigida por el sacerdote MaluMalu, cuya independencia del ejecutivo es muy cuestionada) fije y publique inmediatamente el calendario completo de los distintos procesos electorales pendientes (elecciones urbanas, municipales, locales, provinciales, legislativas y presidenciales).
No resulta fácil diagnosticar si estamos realmente ante el fin de un régimen o de un ciclo y menos todavía prever un futuro de estabilidad en un país que, sin embargo, posee a priori grandes bazas para afrontarlo con éxito y esperanza. El endurecimiento de un gobierno cada vez más represor de los derechos humanos y de las libertades; la corrupción endémica; un crecimiento económico, si bien aplaudido por las instituciones financieras internacionales, que sólo favorece a las grandes empresas extractoras de los recursos naturales y es acaparado por las elites político-económicas sin que las condiciones de vida de los ciudadanos y los servicios sociales hayan mejorado significativamente; las desigualdades escandalosas; una oposición política dividida y fragmentada que a veces sólo parece aspirar a sustituir a la elite actual y beneficiarse del poder; la persistencia de la actividad de grupos armados en el Este; todos ellos son factores, entre otros, que hacen prever un final del kabilismo y/o postkabilismo, cargado de incertidumbres.
Lo indiscutible es que el “¡váyase señor Kabila!” ha resonado en las calles indignadas.
Ramón Arozarena