Kinsasa, Estadio de los Mártires, 2 de febrero de 2023
Gracias por el cariño, por la danza y por sus palabras. Estoy feliz de haberlos mirado a los ojos, de haberlos saludado y bendecido mientras festejaban levantando sus manos al cielo.
Ahora quisiera pedirles, por unos instantes, no me miren a mí, sino miren sus manos. Abran las palmas de las manos, mírenlas atentamente. Amigos, Dios ha puesto en sus manos el don de la vida, el futuro de la sociedad y de este gran país. Hermano, hermana, ¿tus manos te parecen pequeñas y débiles, vacías e inadecuadas para tareas tan grandes? Quisiera llamar tu atención sobre un detalle: todas las manos son similares, pero ninguna es igual a la otra; nadie tiene unas manos iguales a las tuyas, por eso eres un tesoro único, irrepetible e incomparable. Nadie en la historia puede sustituirte.
Pregúntate entonces, ¿para qué sirven mis manos?, ¿para construir o para destruir, para dar o para acaparar, para amar o para odiar? Ves, puedes apretar la mano y cerrarla, y se vuelve un puño; o puedes abrirla y ponerla a disposición de Dios y de los demás. Esta es la decisión fundamental, desde tiempos antiguos, desde Abel, que ofreció con generosidad los frutos de su trabajo, mientras Caín «se abalanzó sobre su hermano y lo mató» (Gn 4,8). Joven que sueñas con un futuro distinto, de tus manos nace el mañana, de tus manos puede llegar la paz que falta en este país. Pero, concretamente, ¿qué es lo que hay que hacer? Quisiera sugerirles algunos “ingredientes para el futuro”, cinco, que pueden asociar a los dedos de la mano.
Al pulgar, el dedo más cercano al corazón, corresponde la oración, que hace latir la vida. Puede parecer una realidad abstracta, lejana de los problemas tangibles. Sin embargo, la oración es el primer ingrediente, el más esencial, porque nosotros solos no somos capaces. No somos omnipotentes y, cuando alguien cree que es así, fracasa miserablemente. Es como un árbol arrancado que, aunque sea grande y robusto, no se mantiene en pie por sí mismo. Por eso, es necesario enraizarse en la oración, en la escucha de la Palabra de Dios, que nos permite crecer cada día en profundidad, dar fruto y transformar la contaminación que respiramos en oxígeno vital. Para conseguirlo, cada árbol necesita un elemento simple y esencial, el agua. Y es así, la oración es “el agua del alma”, es humilde, no se ve, pero da vida. Quien reza, madura interiormente y sabe levantar la mirada hacia lo alto, acordándose que fue hecho para el cielo.
Hermano, hermana, es necesaria la oración, una oración viva. No te dirijas a Jesús como a un ser lejano y distante al que hay que tenerle miedo, sino como al mejor de los amigos, que dio la vida por ti. Él te conoce, cree en ti y te ama, siempre. Mirándolo clavado en la cruz para salvarte, comprendes cuánto vales para Él. Y puedes confiarle tus propias cruces, tus temores, tus afanes, arrojándolas sobre su cruz. Los abrazará. Lo hizo ya hace dos mil años y aquella cruz, que hoy soportas, era ya parte de la suya. No tengas miedo de tomar entre las manos el crucifijo y apretarlo contra tu pecho, derramando tus lágrimas sobre Jesús. Y no te olvides mirar su rostro, el rostro de un Dios joven, vivo, resucitado. Sí, Jesús ha vencido el mal, hizo de la cruz un puente hacia la resurrección.
Entonces, levanta cada día las manos hacia Él para alabarlo y bendecirlo; grítale las esperanzas de tu corazón, confíale los secretos más íntimos de la vida: la persona que amas, las heridas que llevas dentro, los sueños que tienes en el corazón. Cuéntale acerca de tu barrio, de tus vecinos, de tus maestros y compañeros, de tus amigos y coetáneos; cuéntale de tu país. Dios ama esta oración viva, concreta, hecha con el corazón. Le permite intervenir, entrar en los pliegues de la vida de un modo especial, llegar con su “fuerza de paz”, que tiene un nombre. ¿Saben cuál es? El Espíritu Santo, aquel que consuela y da la vida. Él es el motor de la paz, es la verdadera fuerza de la paz. Por eso la oración es el arma más potente que existe. Te trasmite el consuelo y la esperanza de Dios. Te abre siempre nuevas posibilidades y te ayuda a vencer los miedos. Sí, quien reza supera el miedo y se hace cargo de su propio futuro. ¿Creen esto? ¿Quieren elegir la oración como su secreto; como el agua del alma; como la única arma que llevarán con ustedes; como compañera de viaje cada día?
Miremos ahora el segundo dedo, el índice. Con este indicamos algo a los demás. Los otros, la comunidad, este es el segundo ingrediente. Amigos, no dejen que su juventud se estropee por la soledad y el aislamiento. Piénsense siempre juntos y serán felices, porque la comunidad es el camino para estar bien consigo mismo, para ser fieles a la propia llamada. Las decisiones individualistas, en cambio, al principio parecen atrayentes, pero después sólo dejan un gran vacío interior. Piensen en la droga; te esconde de los demás, de la verdadera vida, para hacerte sentir omnipotente, pero al final te encuentras despojado de todo. Piensen también en la dependencia del ocultismo y de la brujería, que te atrapan en las garras del miedo, de la venganza y de la rabia. No se dejen encantar por esos falsos paraísos egoístas, construidos en base a la apariencia, los beneficios fáciles o unas religiosidades desviadas.
Y cuídense de la tentación de señalar a alguien con el dedo, de excluir a otro porque tenga un origen distinto al de ustedes, del regionalismo, del tribalismo, que parecen fortalecerlos en su grupo y, en cambio, representan la negación de la comunidad. ¿Saben cómo sucede esto? Primero se cree en los prejuicios sobre los demás, después se justifica el odio y, por tanto, la violencia, y al final nos encontramos en medio de la guerra. Pero —me pregunto— ¿has hablado alguna vez con las personas de los otros grupos o has estado siempre encerrado en el tuyo? ¿Has escuchado alguna vez las historias de los otros?, ¿te has acercado a sus sufrimientos? Cierto, es más fácil condenar a alguien que entenderlo; pero el camino que Dios nos indica para construir un mundo mejor pasa por el otro, por el conjunto, por la comunidad. Es hacer Iglesia, ampliar horizontes, ver en cada uno el propio prójimo, hacerse cargo del otro. ¿Ves alguien solo, sufriendo, olvidado? Acércate. No para hacerle ver lo bueno que eres, sino para darle tu sonrisa y ofrecerle tu amistad.
David, dijiste que los jóvenes quieren justamente estar conectados con los demás, pero que las redes sociales a veces los confunden. Es verdad, la virtualidad no basta. No podemos conformarnos con el mero interactuar con personas lejanas e incluso falsas. La vida no se escoge tocando la pantalla con el dedo. Es triste ver jóvenes que están horas frente a un teléfono. Después de que contemplaran tanto tiempo la pantalla, los miras a la cara y ves que no sonríen, la mirada está cansada y aburrida. Nada ni nadie puede sustituir la fuerza del grupo, la luz de los ojos, la alegría de compartir. Hablar, escucharse es esencial; mientras que en la pantalla cada uno busca sólo lo que le interesa, ustedes descubran cada día la belleza de dejarse sorprender por los demás, por sus historias y sus experiencias.
Intentemos ahora hacer una prueba de lo que significa formar comunidad. Por unos instantes, por favor, tomen la mano del que está a su lado. Siéntanse una única Iglesia, un único Pueblo. Siente que tu bien depende del bien del otro, que es multiplicado por la comunidad. Siéntete custodiado por el hermano y por la hermana, por alguien que te acepta tal como eres y que quiere cuidar de ti. Y siéntete responsable de los demás, parte viva de una gran red de fraternidad donde nos sostenemos mutuamente y en la que tú eres indispensable. Sí, eres indispensable y responsable para tu Iglesia y tu país; perteneces a una historia más grande, que te llama a ser protagonista, creador de comunión, defensor de fraternidad, indómito soñador de un mundo más unido.
En esta aventura no están solos, toda la Iglesia, esparcida por el mundo, los apoya. ¿Es un desafío difícil? Sí, pero es posible. Tienen también amigos que desde las tribunas del cielo los alientan hacia estas metas. ¿Saben quiénes son? Los santos. Pienso por ejemplo en el beato Isidoro Bakanja, en la beata María Clementina Anuarite, en san Kisito y sus compañeros, testigos de la fe, mártires que no cedieron a la lógica de la violencia, sino que confesaron con la vida la fuerza del amor y del perdón. Sus nombres, escritos en el cielo, permanecerán en la historia, mientras que la cerrazón y la violencia se vuelven siempre en contra de quienes las comenten. Sé que muchas veces han demostrado que saben levantarse para defender, incluso a costa de grandes sacrificios, los derechos humanos y la esperanza en una vida mejor para todos en el país. Les agradezco por esto y honro la memoria de cuantos —tantos— han perdido la vida o la salud en favor de estas nobles causas. Y los animo a que sigan adelante juntos, sin miedo, como comunidad.
Oración, comunidad, llegamos al dedo medio, que se eleva por encima de los otros casi para recordarnos algo imprescindible. Es el ingrediente fundamental para un futuro que esté a la altura de sus expectativas. Es la honestidad. Ser cristianos es testimoniar a Cristo. Por tanto, el primer modo para hacerlo es vivir rectamente, como Él quiere. Eso significa no dejarnos enredar en los lazos de la corrupción. El cristiano no puede más que ser honesto, de lo contrario traiciona su identidad. Sin honestidad no somos discípulos ni testigos de Jesús; somos paganos, idólatras que adoran su propio yo en vez de adorar a Dios, que usan a los demás en lugar de servirlos.
Pero —me pregunto— ¿cómo vencer el cáncer de la corrupción, que parece difundirse sin parar? Nos ayuda san Pablo, con una frase sencilla y genial, que pueden repetir hasta aprenderla de memoria. Es esta: «No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien» (Rm 12,21). No te dejes vencer por el mal, no se dejen manipular por los individuos o los grupos que buscan usarlos para mantener vuestro país en la espiral de la violencia y la inestabilidad, para poder así seguir controlándolo sin tener consideración por nadie. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien, sean ustedes los que transformen la sociedad, los que conviertan el mal en bien, el odio en amor, la guerra en paz. ¿Quieren serlo? Si lo quieren, es posible. ¿Saben por qué? Porque cada uno de ustedes tiene un tesoro que nadie puede robarles. Es vuestra capacidad de decidir. Sí, tú eres las decisiones que tomas y siempre puedes elegir hacer lo correcto. Somos libres para elegir. No permitan que sus vidas sean arrastradas por la corriente contaminada; no se dejen llevar como un tronco seco en un río de lodo. Siéntanse indignados, sin caer nunca en los halagos de la corrupción, que son persuasivos pero envenenados.
Recuerdo el testimonio de un joven como ustedes, Floribert Bwana Chui: hace 15 años, con tan solo veintiséis años de edad, fue asesinado en Goma por haber obstruido el paso de productos alimenticios en mal estado, que habrían dañado la salud de la gente. Podía haberlo ignorado, no lo habrían descubierto e incluso se habría beneficiado. Pero, como cristiano, rezó, pensó en los demás y eligió ser honesto, diciendo “no” a la suciedad de la corrupción. Esto significa mantener las manos limpias, mientras que las manos que trafican con dinero se manchan de sangre. Si alguno te intentara sobornar, te prometiera favores y riquezas, no caigas en la trampa, no dejes que te engañen, no permitas que te engulla la ciénaga del mal. No te dejes vencer por el mal, no creas en las tramas oscuras del dinero, que te hundirán en las tinieblas. Ser honestos es resplandecer en el día, es difundir la luz de Dios, es vivir la bienaventuranza de la justicia: vence al mal, haciendo el bien.
Hemos llegado al cuarto dedo, el anular. En él se ponen los anillos nupciales. Pero, si lo piensan, el anular es también el dedo más débil, el que cuesta más trabajo levantar. Nos recuerda que las grandes metas de la vida, el amor en primer lugar, pasan a través de la fragilidad, el esfuerzo y las dificultades. Estos deben vivirse, afrontarse con paciencia y confianza, sin abrumarse por problemas inútiles, como por ejemplo transformar el valor simbólico de la dote en un precio casi de mercado. Pero, en nuestra fragilidad, en las crisis, ¿cuál es la fuerza que nos permite seguir adelante? El perdón. Porque perdonar quiere decir saber empezar de nuevo. Perdonar no significa olvidar el pasado, sino no resignarse a que se repita. Es cambiar el curso de la historia. Es levantar al que ha caído. Es aceptar la idea de que nadie es perfecto y que no sólo yo, sino que todos tienen el derecho de empezar de nuevo.
Amigos, para crear un futuro nuevo necesitamos dar y recibir perdón. Esto es lo que hace el cristiano: no ama sólo a aquellos que lo aman, sino que sabe detener con el perdón la espiral de las venganzas personales y tribales. Pienso en el beato Isidoro Bakanja, vuestro hermano, que fue torturado durante mucho tiempo porque no había renunciado a dar testimonio de su piedad y había propuesto el cristianismo a otros jóvenes. No cedió nunca a sentimientos de odio y al dar la vida, perdonó a su verdugo. El que perdona lleva a Jesús también allí donde no lo acogen, introduce el amor donde el amor es rechazado. El que perdona construye el futuro. Pero, ¿cómo conseguir esta capacidad de perdonar? Dejándonos perdonar por Dios. Cada vez que nos confesamos somos nosotros los primeros en recibir esa fuerza que cambia la historia. Dios nos perdona siempre, siempre y de forma gratuita. Y también a nosotros se nos dice, como está escrito en el Evangelio: «Ve, y procede tú de la misma manera» (Lc 10,37). Sigue adelante dejando el rencor, sin veneno ni odio. Sigue adelante haciendo tuyo el estilo de Dios, el único que renueva la historia. Sigue adelante y cree que con Dios siempre se puede empezar de nuevo, siempre se puede perdonar.
Oración, comunidad, honestidad, perdón. Hemos llegado al último dedo, el más pequeño. Tú podrías decir, soy poca cosa y el bien que puedo hacer es una gota en el mar. Pero es precisamente la pequeñez, el hacerse pequeño, lo que atrae a Dios. La palabra clave en este sentido es servicio. El que sirve se hace pequeño. Como una semilla minúscula, parece que desaparece en la tierra y, sin embargo, da fruto. Según nos dice Jesús, el servicio es el poder que transforma el mundo. Por eso, la pequeña pregunta que puedes atarte al dedo cada día es: ¿qué puedo hacer yo por los demás? Es decir, ¿cómo puedo servir a la Iglesia, a mi comunidad, a mi país? Olivier nos dijo que en algunas regiones aisladas son los catequistas los que sirven cotidianamente a las comunidades de fe y que esto en la Iglesia deber ser “una tarea de todos”.
Es verdad, y es hermoso servir a los demás, hacerse cargo, hacer algo gratuitamente, como lo hace Dios con nosotros. Yo quisiera agradecerles, queridos catequistas, porque para muchas comunidades ustedes son vitales como el agua; háganlas crecer siempre con la limpidez de su oración y de su servicio. Servir no es permanecer con los brazos cruzados; es ponerse en movimiento. Muchos se movilizan porque son atraídos por su propio interés; ustedes no tengan miedo de movilizarse por el bien, de invertir en el bien, en el anuncio del Evangelio, preparándose de manera apasionada y adecuada, dando vida a proyectos organizados, de largo alcance. Y no tengan miedo de hacer oír sus voces, porque no sólo el futuro, sino también el presente está en sus manos. Sitúense en el centro del presente.
Amigos, les he dejado cinco consejos para distinguir las prioridades entre todas esas voces persuasivas que circulan. En la vida, como en el tránsito urbano, frecuentemente el desorden crea atascos y bloqueos inútiles, que hacen perder tiempo y energías, y alimentan la rabia. Nos hace bien, en cambio, aun en la confusión, tener en el corazón y en la vida puntos fijos, direcciones estables, para dar comienzo a un futuro distinto, sin perseguir los vientos del oportunismo. Queridos amigos, jóvenes y catequistas, les agradezco lo que hacen y lo que son, su entusiasmo, su luz y su esperanza. Quisiera decirles una última cosa: no se desanimen nunca. Jesús cree en ustedes y no los dejará solos. La alegría que tienen hoy cuídenla y no dejen que se apague. Como decía Floribert a sus amigos cuando tenían baja la moral: “Toma el Evangelio y léelo. Te consolará, te dará alegría”. Salgan juntos del pesimismo que paraliza. La República Democrática del Congo espera de sus manos un futuro distinto, porque el futuro está en sus manos. Que su país vuelva a ser, gracias a ustedes, un jardín fraterno, el corazón de paz y de libertad de África. Gracias.
Papa Francisco
[CIDAF-UCM]