Uno de los peores presagios que hoy nos acucia es el retorno del racismo, de la xenofobia. He escrito en varias ocasiones -pensando en los años 1936 a 1939, en particular- que el supremacismo genera odio y confrontación. Y mata. Por eso he reclamado tolerancia cero y ser actores -no espectadores impasibles distraídos por el inmenso poder mediático- porque «mañana puede ser tarde».
Hoy he vuelto a leer un lúcido artículo -como es habitual en ella- que Rosa Montero publicó en «El País Semanal» del 8 de julio pasado, titulado «Fronteras», que reproduzco a continuación abreviado, por su aleccionador y apremiante contenido:
«Durante gran parte de mi vida he habitado en un mundo en el que… el planeta estaba dividido por el telón de acero, y uno de los argumentos esenciales que esgrimían en nuestro lado capitalista para evidenciar la maldad aberrante del sistema contrario era la denuncia de la falta de libertad de sus ciudadanos para moverse. No podían salir de sus países, no podían cruzar según qué fronteras, les era muy difícil obtener un pasaporte. Y debo decir que era una crítica muy atinada: un sistema que convierte a sus ciudadanos en reclusos de su propio país es un sistema profundamente enfermo. En contraposición a eso, a nosotros en Occidente se nos llenaba por entonces la boca de encendidas loas a la movilidad individual. Todo ser humano poseía el derecho inalienable a trasladarse allá donde deseara, consagraba la propaganda de nuestro sector. Yo me la creí.
Veintinueve años después de la caída del muro de Berlín vivimos en una sociedad en la que ese mismo sistema occidental prohíbe a decenas de millones de personas que crucen fronteras y que ejerzan su supuestamente inalienable derecho a moverse libremente. Según ACNUR ahora mismo hay 68,5 millones de desplazados forzosos, una cifra récord en la historia. Se diría que estamos copiando a la antigua URSS, sólo que, en vez de restringir la movilidad a nuestros ciudadanos, estamos haciendo del resto del mundo una prisión… A medida que la tragedia aumenta y el moridero engorda (más de 3.000 ahogados en el Mediterráneo en 2017 intentando llegar a Europa), va creciendo también un populismo xenófobo de una ferocidad aterradora. Trump…, Hungría aprobando una ley que criminaliza a quien ayude a los inmigrantes, e Italia, con el ministro Salvini a la cabeza, en plena deriva neofascista. Los energúmenos se han quitado los disfraces; incluso se jactan de su brutalidad. Me siento como en la cobarde Europa de los años treinta, observando la subida de Hitler con cierta inquietud pero sin querer preocuparme de verdad, para así no tener que implicarme en combatirlo.
No digo que el problema no sea difícil de solucionar: es colosal, quizá el mayor reto que afronta el mundo hoy. Pero parecería que ni siquiera estamos intentando buscar una salida. Yo sólo veo que nos atrincheramos, que cerramos fronteras, que condenamos a millones de personas a la muerte o al infierno. La magnitud del drama nos paraliza; preferimos no pensar en ello, convertir a las víctimas en frías cifras. Los xenófobos incluso las culpabilizan: para qué vienen. Hay un poema estremecedor que lleva un par de años incendiando las redes. Es de Warsan Shire, una joven británico-somalí: «Nadie abandona su hogar, a menos que su hogar sea la boca de un tiburón… Nadie deja su casa a menos que su casa le persiguiera hasta la costa». Es un poema largo. Merece la pena buscarlo en Internet y leerlo. Merece la pena hacer el esfuerzo de no olvidarlo. Merece la pena asumir que las fronteras son hoy el problema mundial más acuciante, y que están en la tierra pero también dentro de nosotros, lindando con la indignidad de nuestra indiferencia».
Construir puentes. Hasta hace poco, la inmensa mayoría de los seres humanos nacía, vivía y moría en unos pocos kilómetros cuadrados. No sabían lo que acontecía más allá de su entorno inmediato y eran, en consecuencia, temerosos, sumisos, silenciosos… La mujer no se asomaba más que fugaz y miméticamente a las escenas del poder, ejercido siempre de forma absoluta por varones.
En las últimas tres décadas, gracias en buena medida a la tecnología digital, podemos expresarnos libremente y saber lo que acontece en todas partes. Ahora «nosotros, los pueblos» por primera vez en la historia somos mujer y hombre, y tenemos voz. No podemos ser cómplices. No debemos seguir indiferentes e insolidarios. Vamos a construir puentes y derribar muros. Si no lo hacemos, si no aprendemos las lecciones de la historia, seremos culpables… «Fingí que no sabía… y ahora voy con mi conciencia a cuestas, insomne noche y día».
Sabemos. Actuemos. La indiferencia, nos advierte Rosa Montero, es una indignidad.