Cómo la deriva autocrática de Burundi está influida por Ruanda

1/09/2016 | Opinión

El régimen de Pierre Nkurunziza, que ahoga cualquier oposición, se inspira en las prácticas de su vecino Ruanda.

Al término de dos guerras civiles especialmente sangrientas y dramáticas, en 1994 para Ruanda y 2005 para Burundi, asistimos a la inversión de las dominaciones político-étnicas que se habían instaurado con la independencia.

En Ruanda, 55 años después de la Revolución de 1959 que había derrocado a la monarquía tutsi e instalado en el poder a las elites hutu, la rebelión del Frente Patriótico Ruandés (FPR), dirigida por los refugiados tutsi instalados en Uganda, se hace con el poder en Kigali. En Burundi, después de 40 años de “régimen militar tutsi”, unas elecciones plurales libres dan el poder al Consejo Nacional para la Defensa de la Democracia (CNDD-FDD), el movimiento prohutu más importante de la rebelión armada. Desde entonces, dos personalidades radicalmente opuestas están en el poder.

Paul Kagame, anteriormente jefe de los servicios de inteligencia de la National Resistance Army ugandesa, se ha convertido en el único amo del país, tras haber marginado o eliminado a todos sus compañeros de lucha de los años 1990. Está al mando de un ejército entre los mejor entrenados del continente y ha impuesto a Ruanda como interlocutor obligado de sus grandes vecinos (Uganda, RD Congo y Tanzania, concretamente).

nkurunziza_pierre.jpgPierre Nkurunziza es un civil combatiente que jamás figuró en el restringido grupo de los «generales» que dirigió la guerra de liberación de Burundi. Un hombre de segunda línea en el seno del aparato político del CNDD-FDD pero que tuvo un protagonismo determinante durante la guerra civil para contener y regular las rivalidades y ambiciones enfrentadas de los jefes militares. Supo convertir su propia posición de debilidad en el seno del CNDD-FDD en una baza apoyando alternativamente y competitivamente a los diferentes pretendientes al liderazgo. Procedió del mismo modo en materia de negociaciones con las Fuerzas armadas burundesas. También aquí en posición de debilidad, impuso y conservó su ascendiente sin exponerse personalmente al modificar sin cesar la composición de las delegaciones oficiales o informales enviadas a negociar con el adversario. Una rotación que desorientaba a la parte adversa y le impedía personalizar las relaciones. En 2005, dado que ningún candidato era capaz de imponerse en el seno del mando militar, Pierre Nkurunziza fue colocado, a falta de otro, en primera línea para las elecciones a la presidencia de la República. Era bien percibido por la población gracias a su proximidad y simplicidad, y su perfil “civil” tranquilizaba a los dirigentes de los países vecinos y a las potencias extranjeras implicadas en la región.

Relaciones disimétricas

En ese momento, las relaciones con Ruanda eran inmejorables: el FPR no deseaba la victoria del presidente Pierre Buyoya y de las Fuerzas armadas burundesas (FAB) que habían rehusado apoyarle durante la guerra; había participado en la financiación de la campaña electoral del CNDD-FDD y la concertación entre “generales” de los dos países sobre cuestiones de seguridad regionales (FDLR, Interahamwe y opositores respectivos) eran regulares. Las inversiones privadas ruandesas en Burundi conocieron un fuerte crecimiento. A Ruanda, la cohabitación con un Burundi “democrático”, con mayoría CNDD-FDD, política, militar y económicamente débil, le convenía ya que:

– Los otros componentes de la guerrilla prohutu quedaban marginados, concretamente las Fuerzas Nacionales de Liberación de Agathon Rwasa, percibidas como sectarias étnicamente.

– El nuevo ejército “integrado” mantenía un estricto equilibrio entre las exFAB mayoritariamente tutsi y los combatientes de las ex-rebeliones hutu.

– La dependencia económica de un país empobrecido por diez años de guerra y mal gestionado reforzaba la polarización de intercambios en provecho de Ruanda y dejaba el terreno libre a los capitales y hombres de negocios extranjeros.

En octubre de 2013, el aplastamiento del M23, el grupo armado proruandés que ocupaba una posición dominante en el este de la RD Congo, por los contingentes sudafricanos y tanzanos de la Misión de la Naciones unidas en RDC (MONUSCO) modificó profundamente las relaciones entre los dos países. Ruanda, de nuevo encuadrado en el interior de sus fronteras, acusa a Burundi de servir de país de acogida a las FDLR y otras fuerzas “genocidas”, cuya presencia en el Congo justificaba hasta entonces la intervención ruandesa (en la RDC). Esta acusación penetra en los debates políticos burundeses y suscita vivas tensiones y un endurecimiento y represión política contra los partidos opositores. El MSD de Alexis Sinduhije y la Radio pública africana (RPA), que recibían apoyos fuertes de Ruanda, son el objetivo principal. A partir de agosto de 2014, el asunto de los cuerpos que flotaban en el lago Rweru va a envenenar definitivamente las relaciones y va a demostrar la capacidad de Ruanda para bloquear las investigaciones internacionales que habrían podido implicarle.

Se abre entonces el ciclo, muy cargado, de elecciones presidenciales en Burundi, Tanzania, Uganda, Ruanda, RDC… Burundi es el primero, confrontado como varios de sus vecinos al límite constitucional del número de mandatos de los presidentes. La desastrosa gestión de la crisis engendrada por la decisión del Pierre Nkurunziza de presentarse para un tercer mandato va a reforzar la distancia de las autoridades ruandesas frente a un régimen que se desacreditaba él mismo y cuyos diversos opositores eran abiertamente acogidos en Ruanda.

Ruanda, base de repliegue para los “golpistas”

Las cosas cambiaron cuando la tentativa del alto mando burundés de destituir al presidente fracasó y quedó claro que el presidente saliente iría hasta el final de su proyecto, fuera cual fuera su coste. Ruanda, que servía de base a los “golpistas”, cometió entonces un doble error, compartido por numerosas cancillerías occidentales, al considerar que la crisis burundesa podía ser circunscrita solamente a las ambiciones personales y al sobrevalorar las capacidades operativas de los opositores.

Después del asesinato del general Adolphe Nshimirimana el 2 de agosto de 2015, el fracaso del asesinato del Jefe de estado-mayor del ejército, el general Prime Niyongabo, el 11 de septiembre siguiente, marcaba el fin de las operaciones de los comandos contra los altos dignatarios del régimen. Así mismo, el espectacular ataque, pero sin resultados, de los campos militares el 11 de diciembre, ilustraba la inanidad de las operaciones con un impacto incierto y revelaba la falta de una estrategia coordinada. Frente a la movilización impresionante y brutal de las fuerzas de seguridad y de las juventudes del partido en el poder, se produce el reflujo constante del movimiento de resistencia, la difícil coordinación de las fuerzas y la desmoralización de los opositores del interior y del exterior; todo indica que la relación de fuerzas ha basculado indudablemente en favor de las autoridades.

Numerosas informaciones han confirmado recientemente que la política de apoyo activo y directo de las autoridades ruandesas a los “resistentes” ha quedado afectada por una profunda decepción ante las divisiones y el laxismo organizativo que reinan entre los diversos grupos de civiles y militares refugiados en Ruanda. Más allá de las presiones internacionales, la ausencia de liderazgo claro, de dirección política y de disciplina, parecen haber disuadido a los dirigentes ruandeses de proseguir con su política abiertamente intervencionista para privilegiar una estrategia de aislamiento y debilitamiento del país vecino. Una política que no excluye el apoyo y entrenamiento de combatientes burundeses acompañados de firmes recomendaciones en materia organizativa.

El alineamiento sobre los “estándares ruandeses”

Así pues, el orden reina en lo fundamental en Bujumbura y en el país. En menos de un año, los resultados de la política de reforzamiento de las capacidades del aparato represivo burundés en materia de información, de encuadramiento, de comunicación, de “profesionalización” de sus métodos de intervención son incontestables. Se trataba, explícitamente, para los jefes del servicio nacional de inteligencia y de la policía de alcanzar rápidamente el nivel de los “estándares ruandeses” y de garantizar en todo el territorio la simbiosis de los servicios de información, de las fuerzas de la policía y de las milicias locales.

Pero la “política de recuperación del retraso” con relación al vecino ruandés en la instauración de un Estado autoritario no se ha parado ahí. El ajuste se produce también en el plano de la abolición de las libertades públicas y del control de las instituciones, con el cierre de la casi totalidad de los medios independientes, la disolución de las principales organizaciones de la sociedad civil, la proscripción de las actividades de los partidos políticos y el desdoblamiento de sus instancias por medio de direcciones impulsadas por el partido único de facto en el poder, la sumisión de la justicia, el encuadramiento de proximidad y la permanente vigilancia de los ciudadanos en todo el territorio nacional.

Avances tales que cuadros del partido CNDD-FDD consideran que la “República burundesa en curso de refundación” es más estable y duradera que el “modelo ruandés”, a causa de la “legitimidad democrática” de su representación popular, el pueblo hutu. “Los regímenes militares han durado treinta años; nosotros lo haremos mejor”. No se trata de una profecía autoanunciada, sino de una decidida voluntad.

Mientras el presidente Kagame puede mantenerse en el poder al menos hasta 2034, no conviene que el CNDD-FDD en el poder en Burundi afloje su control sobre el país y que tolere que la oposición interior se exprese y menos todavía cuando la misma es denunciada como apoyada por Ruanda. La competición entre los dos regímenes autoritarios se ha convertido en un dato fijo del contexto regional. Justifica las políticas de seguridad y retrasa sine die la expresión de las fuerzas democráticas.

Si a ello se añade la renovación del mandato del presidente Yoweri Museveni en febrero de 2016 (después de 30 años en el poder) y el del presidente Denis Sassou Ngesso en marzo de 2016 (después de 32 años en el poder), el argumento avanzado por el presidente Kabila, que no quiere ser el único jefe de Estado de la región no reconducido en sus funciones, cuando solo lleva al frente de las mismas 15 años, toma todo su sentido. Un argumento que aclara el uso del concepto de democracia, ampliamente utilizado por el conjunto de dirigentes políticos de la región (y más allá) para consumo internacional y nacional.

La impotencia internacional frente a las crisis de “déficit democrático”.

Desde los años 1990, la región de los grandes lagos africanos ha sido afectada por numerosas crisis de gran amplitud y el mantenimiento de fuerzas de intervención y de paz internacionales desplegadas representa uno de los mayores presupuestos del sistema onusiano. Todos los tipos de conflictos violentos han sido censados: agresiones e injerencias exteriores, movimientos secesionistas, conflictos político-étnicos, exacerbación de conflictos etnoidentitarios, pillaje de riquezas naturales, guerras civiles, genocidio, etc. Al término de largos y laboriosos procesos de negociación, acompañados de cohortes de mediadores, facilitadores, negociadores y otros enviados especiales, la mayoría han culminado en salidas políticas o militares negociadas.

Sin embargo, hoy, las crisis políticas nacionales que se yuxtaponen por la concomitancia de procesos electorales encargados de reconducir a jefes de Estado y partidos de un grupo de países no tienen que ver para nada con esos escenarios de salida de la crisis. Los disturbios o desestabilización engendrados se enlazan ciertamente en diverso grado con los factores de tensión que estuvieron en el origen de conflictos pasados, pero esencialmente se derivan de los modos de gobernanza propios a los regímenes autoritarios instalados: poder personal, monopolio de facto de la representación, rechazo de la alternancia, ficción del estado de derecho, hipertrofia del aparato represivo, restricciones de las libertades colectivas e individuales, etc. Se trata de crisis inéditas de “déficit democrático”, propias de regímenes ya instalados duraderamente y habituados a gestionar y domeñar las contestaciones; regímenes que ensucian regularmente la expresión democrática de los ciudadanos en los ritos electorales que organizan desde el poder. No obstante, todos esto regímenes se benefician de amplios apoyos exteriores fundados en la convicción, en el realismo o en la necesidad. Más todavía, muchos jefes de Estado, a pesar de sus antecedentes, gozan de una amplia tolerancia internacional, por no decir de una impunidad definitiva.

Desde esta óptica, el recurso a la fuerza de las autoridades burundesas para mantener el equipo dirigente saliente, para reformar la constitución y asentar duraderamente el control del CNDD-FDD, partido único de facto, no hace sino alinear a Burundi en los estándares políticos comunes a la mayoría de los países de la región. Retrospectivamente, lo que desentonaba era las excepciones democráticas heredadas de los acuerdos de Arusha (ejército “integrado” con paridad étnica, medios de comunicación independientes, elecciones pluralistas). También, la desafección que mostraban sus pares hacia el presidente Nkurunziza no era tanto por la brutalidad de los métodos utilizados como por la falta de preparación y la falta de profesionalismo del que ha hecho prueba frente a sus detractores y por el riesgo de contagio que estos fallos representaban.

La represión y la brutal normalización practicadas han demostrado muy pronto una firme determinación a aniquilar cualquier resistencia, igual que en las “democracias” más autoritarias. Además, el régimen, al convertir a los adversarios al tercer mandato de contestatarios y manifestantes a insurgentes primero y luego a terroristas, cerraba de entrada la puerta a cualquier forma de conversación o “diálogo”, ya que está internacionalmente admitido que no se debate con “terroristas”.

En consecuencia, el obstinado rechazo de las autoridades burundesas ante cualquier apertura política, no expresa más que la exigencia de que la comunidad internacional tenga un nivel de “comprensión” similar al que tiene con relación a otros países de la región. Cualquier otro enfoque sería a sus ojos una injerencia o intento de intimidación o agresión. Es la razón por la que se felicitan por haber dado una lección de firmeza e independencia nacional a los países que ejercen presiones políticas sobre el país. Un mensaje fuerte dirigido al continente africano en nombre del “panafricanismo” por parte de un pequeño país que se presenta como víctima de un complot internacional.

Esta constatación de impotencia confirmada de la “Internacional de los pacificadores” no es factual; plantea la doble cuestión de los marcos y valores democráticos y de la lucha contra la impunidad. Dos terrenos en los que las divisiones y el oportunismo caracterizan siempre las estrategias internacionales de intervención. Restaurar la esperanza de las poblaciones y apoyar la realización de sus aspiraciones es, en primer lugar, una cuestión de credibilidad colectiva y de solidaridad.

André Guichaoua, Université Paris 1, Panthéon-Sorbonne

Slate-Afrique

[Traducción, Ramón Arozarena]

[Fundación Sur]

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