Come, que los niños de África no tienen qué comer, por María Rodríguez

8/04/2015 | Bitácora africana

Cuando éramos pequeños nuestros padres y abuelos y todos, nos decían: “Cómete toda la comida que hay en el plato que los niños de África no tienen qué comer” o parecido. Así, como si esa acción fuera a servirles a ellos de algo, fuera a alimentarlos. Mi lógica infantil e inocente creía que por cada plato que yo me comía, alguien en África comería también. Si no, ¿para qué iban a estar diciéndome que me lo comiera? Por entonces creía en la magia, en los duendes, las hadas, los poderes mágicos y el teletransporte. Ahora no entiendo esa idea, pero igual por entonces pensaba que por un plato que yo comía uno aparecía delante de un niño africano. Puede que sea fruto de la publicidad: los 3×2 o algo así.

Cuando crecí un poco más, seguí escuchando esa frase. Ahora además prestaba atención a lo que seguía: “Cómete toda la comida que hay en el plato que los niños de África no tienen qué comer. Tienes que dar gracias a Dios por lo que tienes”. Entonces entendí que la frase tenía otro sentido.

Ahora me resulta curioso, a la vez que alarmante. Unos tirando alimentos a toneladas y otros comiéndose todo hasta empacharse para saciar ese sentimiento de culpabilidad no declarado. Lo gracioso es que puede que yo también use esa frase con mis hijos (si los tengo) a pesar de que aquí, en África, me deje el plato de arroz sin terminar y luego, detrás del restaurante (o delante de ti), se lo coma algún niño de los que pide en la calle. Esa escena que la he vivido, de momento, dos veces, resume para mí cómo funciona el mundo.

Escena 1. Pueblecito al norte de Burkina. Fue una movida. Al sol aún no se le veía pero ya había luz. Hacía fresco, lo recuerdo porque llevaba puesta una cazadora. El pueblo ya estaba despierto, las tiendecitas y aquel puesto en la calle para desayunar. Este pequeño negocio consistía en una mesa de madera, dos bancos del mismo material en torno a ella, una hoguera y una olla con agua caliente encima. Pan, leche condensada, una mantequilla que está malísima (Blue Band), café en polvo, unos cuantos platos de plástico y otros cuantos vasos, cucharas y cucharillas. Éramos varios los que nos reuníamos en torno a la mesa para tomarnos un café y un trozo de pan con mantequilla (yo sin ella, os juro que está mala mala). Pero no éramos los únicos. En torno a nosotros varios muchachos de entre 6 y 16 años nos observaban comiendo aquel desayuno que nada tenía de glamuroso. Cuando alguien se levantaba y dejaba algo, un trozo de pan, los chavales lo cogían. El dueño les regañaba, pero sería más porque hay que regañar, tiene que estar bastante acostumbrado a aquella escena. Allí estaba yo, comiéndome mi trozo de pan y siendo observada por aquellos chavales que querían ese trozo de pan. En ese momento puedes hacer dos cosas, o hacer como si no estuvieran a pesar de esas miradas que se te clavan en la espalda o invitarles a un desayuno. Yo opté por la primera opción. Tomarme mi café soluble y mi trozo de pan observada y como si estuviera habituada a ver eso, sin cara de pena, ni de asombro, a lo mío.

Escena 2. Restaurante en Uagadugú, capital de Burkina. Era de noche y, como en muchas ocasiones, mis amigos locales y yo salimos a cenar algo y tomar unas cervezas. No hay día que no te cruces a un niño con una lata grande de conserva, ya limpia y vacía, que va pidiendo unas monedas y hace el gesto de llevarse algo a la boca una y otra vez. Hay quienes te dicen ‘Pour manger’ (para comer) al mismo tiempo y otros que te suplican. Aquel día en el restaurante yo comía pescado con mis compañeros cuando estos chavales decidieron acomodarse justo a nuestro lado. Me miraban mucho, supongo que porque era la única blanca. Igual esperaban conmoverme, ponerme cara de pena y que les diera algunas monedas pero tan sólo me miraban. Entonces vi que uno de ellos comía trozos de pescado ya casi en las raspas y arroz en la lata. Luego nos pidió lo que nos quedaba en el plato que era ¡nada! El muchacho iba comiéndose los restos de comida la gente del restaurante. Me dejó alucinada, tengo que admitirlo. Pero no hice nada, no les invité a la mesa a comer un pescado en condiciones ni les di unas monedas.

Igual mi actitud es denunciable. Pero tengo el pensamiento de que yo estoy aquí para observar las cosas y contarlas no para cambiar el mundo. Si en aquel desayuno hubiera invitado a los seis o siete que merodeaban detrás hubieran aparecido veinte más. Si a esos chicos del restaurante los hubiera invitado, más de lo mismo. Si les hubiera dado unas monedas, persistiría esa idea del blanco con dinero, una idea que se perpetuaría durante siglos. Y, si volvieran a cruzarse conmigo, se acabaría transformando en una costumbre. Salvo en casos excepcionales no cambiaré de actitud.

Esas dos escenas resumen para mi cómo funciona el mundo.

Escena 3. Comedor en mi casa de España. Estamos toda la familia reunida en el comedor. Somos nueve en total así que el jaleo es inevitable. La hora de la comida es el único momento en que conseguimos reunirnos todos. Mi madre suele pedir que se encienda la tele para ver el telediario, yo se lo agradezco. Mis hermanas empiezan a hablar, tal historia por aquí, tal asunto por allá. Y mientras hablamos y comentamos nimiedades o incluso contamos chistes, en la pantalla de la televisión aparecen imágenes de la guerra en Centroáfrica, de la guerra de Siria, de las personas que cruzan la valla en Melilla, de las fallecidas e infectadas de ébola… Seguimos nuestra charla, nuestros problemas. “No me dejas dormir por las noches cuando llegas de fiesta”, “os tengo dicho que os duchéis antes de que yo llegue”, “deja de molestar a tu hermano y tú, respeta a tu hermana que es mayor que tú”, “el calentador de abajo no funciona”, “no no, la mesa hoy te toca quitarla a ti”, “cómete toda la comida que hay en el plato que los niños de África no tienen qué comer”. Y mientras tanto, esas imágenes que nos están mostrando cosas que no deberían dejarnos indiferentes pasan por la televisión, se suceden entre conversaciones absurdas sin que les prestemos gran atención. Y, salvo en casos excepcionales, no cambiaremos de actitud.

Original en : Cuentos para Julia

Autor

  • Rodríguez González, María

    "María Rodríguez nació en 1989 en Baza (Granada). Es licenciada en Periodismo por la Universidad de Málaga y realizó el Master en Relaciones Internacionales y Estudios Africanos en la Universidad Autónoma de Madrid. En noviembre de 2014 se marchó a Burkina Faso para comenzar a hacer periodismo freelance y desde entonces recorre los países de África occidental para intentar comprender y acercar esta parte del continente. Autora del blog Cuentos para Julia, donde escribe sobre África, sus experiencias y reflexiones, colabora con varios medios de comunicación como El Mundo, Mundo Negro y El Comercio (Perú), entre otros"

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