Ayuda humanitaria local

5/11/2018 | Opinión

Ocurrió el pasado mes de marzo en Rann, pequeña ciudad del estado de Borno (capital Maiduguri), en la frontera con Camerún, en la que se ubica un campo para desplazados. Dos comadronas nigerianas que trabajaban para el Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC), Hauwa Liman y Saifura Ahmed Khorsa, fueron secuestradas por la Iswap (Islamic State West Africa Province), una fracción de Boko Haram. Khorsa fue ejecutada en septiembre y Liman en octubre. A causa del conflicto, hay dos millones de desplazados en el Noreste de Nigeria. Unos 400 centros de salud (de un total de 700) han tenido que cerrar en el estado de Borno. Médicos y enfermeras se ven obligados a abandonar la región, y los que quedan se sienten desbordados.

Saifura Ahmed KhorsaEn agosto de 2003 una enorme bomba arrasó la sede de Naciones Unidas en Bagdad. La mayoría de los 22 muertos (entre ellos el enviado de la ONU Sergio Vieira de Mello) eran personal humanitario. “Ese día”, explica Ciaran Donnelly, vicepresidente del Comité Internacional de Rescate, ONG creada por iniciativa de Albert Einstein en 1933 y que también trabaja en el Noreste de Nigeria, “los humanitarios perdieron su inocencia. Terminó el tiempo en que uno se paseaba por zonas en conflicto creyendo estar protegido por la bandera azul de la ONU”. Sólo en 2017, 139 trabajadores humanitarios fueron asesinados, y otros 179 fueron secuestrados o heridos en diversos ataques. Un artículo de la BBC del mes de octubre mencionaba un estudio hecho entre algunos grupos armados para ver cómo justificaban estos ataques a los humanitarios: “Algunos son espías. Otros dan a la gente alimentos caducados. Quieren imponernos valores culturales extranjeros. Los ataques son un extra para los jóvenes combatientes que están bastante mal pagados…” Pero esas percepciones no cuadran con la realidad: Hauwa Liman y Saifura Ahmed Khorsa, como la mayoría de los humanitarios, no eran extranjeras y estaban ayudando a sus propias comunidades.

Aunque “humanitarios” suele evocar el trabajo en zonas de conflicto o de catástrofes naturales, se trata en la práctica de un término un tanto impreciso, dentro de un abanico muy amplio que incluye a voluntarios, miembros de ONGs, cooperantes, empleados de organismos internacionales de cooperación, y yo diría que hasta misioneros, entre los cuales varios compañeros míos asesinados. Pensando en esa inmensa “movida de la generosidad”, me ha venido a la mente, tal vez por lo llamativo de su título, otro artículo de la BBC del mes de marzo, firmado por la periodista y política ghanesa Elizabeth Ohene, “En defensa de la vida lujosa de los humanitarios”. Como periodista, Ohene ha recorrido la mayor parte de Africa, incluidas las zonas de conflicto. Confiesa que sobre los humanitarios no tiene historias de sexo picantes que contar, aunque tampoco se quedó sorprendida cuando saltó a la prensa lo de los humanitarios de Oxfam. Lo que sí le ha llamado a menudo la atención es que los humanitarios viven generalmente en los mejores barrios, y con buenos coches, seguramente en condiciones mejores de las que tendrían en su propio país. Pero añade: “No se lo hecho en cara. Se lo merecen si les ayuda a ocuparse mejor de la gente. Puede que no espere de ellos lo mismo que la gente que los critica. Pero los que me he encontrado solían ser gente bien preparada y de enorme dedicación. Tomaban muy en serio el aprender lo más posible sobre el país en el que se ubicaban. De hecho eran a menudo excelentes fuentes de información”.

Ohene se refería, naturalmente, a los humanitarios extranjeros, los que más llaman la atención en la prensa occidental. En realidad, la Cumbre Humanitaria Mundial de las Naciones Unidas celebrada en Estambul en mayo de 2016 ratificó la necesidad de que cada vez más el personal humanitario fuera local. Hoy cerca del 90% son nacionales del país en el que trabajan, aunque la mayoría de las sedes centrales de las ONGs más conocidas sigan ubicadas en los países ricos de Occidente. Y las condiciones de trabajo de los humanitarios locales, aunque buenas en comparación con las de otros connacionales, distan mucho de las de los extranjeros. Gemma Houldey, de la universidad de Sussex, comentaba hace un año en The Conversation refiriéndose a humanitarios kenianos: “A menudo sus familias viven lejos del lugar de trabajo, en zonas donde la vivienda es más barata. Los que trabajan en Turkana [Noroeste de Kenia] tienen sus familias en otras regiones, a cientos de kilómetros, y las visitan sólo cada ocho o diez semanas, coincidiendo con el descanso obligatorio de una semana en muchas de las operaciones humanitarias”.

A eso hay que añadir diferencias en los medios de transporte, seguros, dietas, escolarización de los hijos y, naturalmente, salarios. Las remuneraciones suelen tener como referente el estilo de vida del país de proveniencia del humanitario. Por muy generoso y sacrificado que sea el extranjero, y por mucho que quiera adaptarse a la vida local, la diferencia media entre éste y el humanitario nacional es de 4 a 1, según un estudio de 200 organismos y 1300 humanitarios locales y extranjeros trabajando en seis países, llevado a cabo por Stuart C. Carr e Ishbel McWha-Hermann. Allá por los años 1980 cayó entre mis manos el trabajo que un compañero padre blanco, Vic Missiaen, economista, misionero como yo en Tanzania, había escrito en 1974 “Our economy: an introduction”. Missiaen calculaba en cifras (que no recuerdo…) el enorme aporte de los catequistas a la economía local, fruto de su presencia, su ejemplo y el trabajo de animación de las comunidades. Calculé entonces cuánto le costaba yo a la comunidad cristiana (casa, alimentación, salario de nuestro empleado, transporte, seguridad social, viajes en vacaciones y ofrendas de misa). Era unas veinte veces más de lo que recibía uno de nuestros catequistas. ¡Y no creo que yo trabajara veinte veces más que ellos!

Esas diferencias pueden conducir en algunos casos a sentimientos de injusticia, especialmente cuando el trabajador local tiene las mismas calificaciones que el extranjero. En honor a la verdad, esos casos son raros. La realidad sobre el terreno termina imponiendo sus prioridades y minando todo egocentrismo, tanto del trabajador local como del extranjero. Lo importante es que, como lo expresaba Elisabeth Ohene, el trabajador humanitario sea competente, se esfuerce al máximo en su trabajo y procure, según sus posibilidades, inserirse en la realidad local. Aunque tampoco hay que olvidar que la inmensa mayoría de los 139 humanitarios asesinados en 2017 eran trabajadores locales.

Ramón Echeverría

[Fundación Sur]


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Autor

  • Echeverría Mancho, José Ramón

    Investigador del CIDAF-UCM. A José Ramón siempre le han atraído el mestizaje, la alteridad, la periferia, la lejanía… Un poco las tiene en la sangre. Nacido en Pamplona en 1942, su madre era montañesa de Ochagavía. Su padre en cambio, aunque proveniente de Adiós, nació en Chillán, en Chile, donde el abuelo, emigrante, se había casado con una chica hija de irlandés y de india mapuche. A los cuatro años ingresó en el colegio de los Escolapios de Pamplona. Al terminar el bachiller entró en el seminario diocesano donde cursó filosofía, en una época en la que allí florecía el espíritu misionero. De sus compañeros de seminario, dos se fueron misioneros de Burgos, otros dos entraron en la HOCSA para América Latina, uno marchó como capellán de emigrantes a Alemania y cuatro, entre ellos José Ramón, entraron en los Padres Blancos. De los Padres Blancos, según dice Ramón, lo que más le atraía eran su especialización africana y el que trabajasen siempre en equipos internacionales.

    Ha pasado 15 años en África Oriental, enseñando y colaborando con las iglesias locales. De esa época data el trabajo del que más orgulloso se siente, un pequeño texto de 25 páginas en swahili, “Miwani ya kusomea Biblia”, traducido más tarde al francés y al castellano, “Gafas con las que leer la Biblia”.

    Entre 1986 y 1992 dirigió el Centro de Información y documentación Africana (CIDAF), actual Fundación Sur, Haciendo de obligación devoción, aprovechó para viajar por África, dando charlas, cursos de Biblia y ejercicios espirituales, pero sobre todo asimilando el hecho innegable de que África son muchas “Áfricas”… Una vez terminada su estancia en Madrid, vivió en Túnez y en el Magreb hasta julio del 2015. “Como somos pocos”, dice José Ramón, “nos toca llevar varios sombreros”. Dirigió el Institut de Belles Lettres Arabes (IBLA), fue vicario general durante 11 años, y párroco casi todo el tiempo. El mestizaje como esperanza de futuro y la intimidad de una comunidad cristiana minoritaria son las mejores impresiones de esa época.

    Es colaboradorm de “Villa Teresita”, en Pamplona, dando clases de castellano a un grupo de africanas y participa en el programa de formación de "Capuchinos Pamplona".

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