Aquí no hay Faraones : Memorias de un egipcio en tierras aztecas : Capítulo III

7/07/2011 | Cuentos y relatos africanos

Como dijo Jesucristo “lo que es del César al César y lo que es de Dios a Dios” así que debía cumplir con mi César, tenía que realizar mi servicio militar. En Egipto el servicio militar es obligatorio, o lo haces cuando tienes 18 años o lo haces cuando terminas tu carrera; el momento no importa, nadie se salva. Fueron los trece meses más difíciles y cansados de mi vida, pero fue algo que me afectó para siempre, fue un punto de inflexión, y sin notarse cambia la manera de pensar, de actuar. De plano me cambio toda la vida.

Los entrenamientos allá son mucho más duros que la guerra misma, porque en la guerra tienes tu arma , matas a la gente o te van a matar, pero el entrenarte duele más que una bala en el trasero; llevas a tu cuerpo al limite y no hay oportunidad de tirarse a llorar o que alguien te consuele. Yo era del batallón de infantería que es lo mas pesado; a los que teníamos una carrera el ejercito nos trataba un poco mejor, esa era la recompensa por haberse quemado un poco el coco.

Por la mañana, a las 5 a.m. se hacían los honores y a veces me tocaba la guardia, es decir, estar despierto 4 horas y dormir sólo dos. En una ocasión no dormí ni cene nada durante toda la noche porque estaba haciendo mucho frió, era enero y a la mañana siguiente nos tocaba hacer una caminata delante de la figura máxima del ejercito, por fortuna para mi pobre condición estaban vendiendo Kochari que es una comida de macarrón con espagueti la cual viene en una bolsa acompañada con otras dos bolsitas, una de salsa de tomate y la otra de chile; no sé si la feroz hambre confundió a mi cerebro porque en vez de ponerle la salsa de tomate le vacié toda la bolsita de chile, estaba muy picante, pero en ese momento no me importó, tenia mucha hambre y me lo comí todo.

La confortable sensación de paz en mi estómago me permitió alistarme para la gran caminata, el sobrio uniforme militar cubrió mi cuerpo y la mascara que utilizaríamos en el ejercicio hizo lo mismo con mi rostro, pero de repente el chile provocó que la confortable sensación de paz se convirtiera en todo un infierno; empecé a tener mucho calor, sin lugar a dudas mi cuerpo no estaba ya del todo bien, me recosté sobre la cama, pero me era casi imposible reponerme de ese insoportable dolor. Los muchachos del batallón en un fraternal gesto de compañerismo le dijeron al oficial encargado “Kamal está muriéndose, no va a poder hacer la caminata” y el oficial con una firme y decidida postura de una sola faz, les contesto “¡No!, tiene que hacerla porque le llevo entrenando un mes y ahora ya vienen el mero mero jefe y no tengo tiempo de entrenar a otro, que se muera pero que se muera en la caminata”

No se de donde me salió la fuerza o el coraje para realizar esa caminata, pero lo logré, es más hasta rompí las dos botas que llevaba, pero allí no terminó todo, esa mascara en el rostro me guardaba una horrible sorpresa más. Me encerraron en un cuarto para la demostración final; la mascara tenia un orificio la cual se conectaban a un tubo, a un filtro y yo en menos de un minuto debía de unirlos, de no hacerlo así, pues a llorar hasta asfixiarme, y cómo no, si en esas cuatro paredes tenia una acompañante, una molesta bomba de gas lacrimógeno. Y nuevamente salí bienaventurado de esa situación; como alma que lleva el diablo salí del cuarto y me tiré en la arena; el oficial se acerco y me dijo “ahora ya muérete, ya terminaste, ya todo salió bien”.

Repito, no fue nada fácil ese servicio militar. Aunque entrenábamos en el mero desierto, bajo el ardiente sol, sin poder protestar, sólo aguantando y aguantando y queriendo que los días se acabaran pronto; los muchachos y yo nos dábamos tiempo para disfrutar las cosas más sencillas de la vida, por ejemplo, nos encantaba comer semillas ¡bueno! A todos los egipcios nos gusta comer semillas. Una vez esa deliciosa costumbre casi nos lleva a una inminente muerte, esta vez y para mi suerte no con gases ni con picantes, sino con inocentes carcajadas; en un simulacro de guerra nos encontrábamos en una trinchera, todos juntitos y apretaditos, agachando la cabeza, pero eso si comiendo y comiendo ricas semillas; de pronto el jefe tuvo que dejarnos, yo creo que alguna importante diligencia lo apremiaba, se fue no sin antes dar una clara orden “no salgan para nada”.

Al retirarse ese poderoso hombre no había razón para permanecer en ese estrecho agujero, no había razón para seguir imitando a los topos; salimos, estiramos las piernas y los brazos y, por supuesto seguimos devorando semillas, ahora mas cómodamente. De pronto, por la mente de un compañero del batallón no sé que extraña o loca idea se atravesó, él sin más ni mas se fue a lavar sus calzones, en los tanques de guerra hay una especie de antenas y sin la menor preocupación ahí los colgó, como quien iza una bandera en el territorio conquistado. Para cuando nos dimos cuenta el jefe había regresado, yo creo que la imagen de ese orgulloso calzón ondeando en el viento del desierto le fue en demasía perturbador, al pobre autor de esa épica proeza casi lo meten a la cárcel pero todo concluyó en una cierta e incuestionable frase: le dijo “estamos en tiempos de guerra y tú lavando tus calzones”. Y así pasaban cosas muy graciosas.

A pesar de todo el cansancio salí muy bien del ejercito, ya el último mes como premio a mi buen desempeño me mandaron a la cárcel como custodio de un reo, no fue una súper aventura, tenía que custodiar a un muchacho cristiano que lo habían apresado por desertor. No era un criminal, era un buen muchacho y cuidando de él di fin a mi vida militar.

Cuando obtuve ese cartoncillo que decía que había cumplido con mi César, es decir, con el gobierno egipcio, regresé a casa a ver a los míos, regresé a ver mis viejos y a mi bella aldea. Pero ahora, ya no tenia ni podía quedarme tres meses sin hacer nada; ya no había nada que me impidiera ahora si comerme al mundo, que digo comer, ¡devorarlo!

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