Aquí no hay Faraones : Memorias de un egipcio en tierras aztecas : Capítulo II

1/07/2011 | Cuentos y relatos africanos

En nuestra aldea todos nos conocíamos y compartíamos el mismo cielo estrellado, por ello el respeto entre las dos religiones era fundamental, si algún osado rompía este civilizado pacto las relaciones se volvían un poco tensas pero afortunadamente todo duraba sólo un par de meses. En la aldea había muchas chicas musulmanas, de profunda y mística mirada, muy bellas todas, pero a mí me encantaba esa paz que reinaba el lugar, por eso jamás intente hacer lo que no podía hacer, jamás puse mi corazón en la mano de esas mujeres.

Un día, me convertí en todo un hombre, casi tenía 18 años y ya era momento de empezar a volar; mi padre en esa perfecta sabiduría me dijo “Kamal, mientras sigas estudiando, no trabajes, yo te tengo que mantener, si quieres hasta el doctorado”. Siendo honesto esas palabras eran como una tentadora invitación a la comodidad y me acercaban a mi sueño, quería imitar al Dios egipcio Ra, no por el hecho de ser un Dios, mucho menos por tener templos en mi honor o que mi nombre se recordara en mil años, sino porque se dice que él creó al mundo con las palabras y yo anhelaba crear mi propio mundo. Tenía el sueño de estudiar en la facultad de lenguas o idiomas, en la Universidad de Ein Shams.

En Egipto, el sistema educativo no sé si es feo, pero por lo menos si sé que es injusto. En la tierra de los faraones tu destino no está escrito por ellos sino por los números, lo que decide que debes de estudiar son tus calificaciones del bachiller. Yo en el bachiller obtuve 227 puntos de 280 y la facultad de idiomas sólo aceptaba aquellos que poseían 227.5 puntos. Ese diminuto, casi insignificante punto cinco me alejaba de la gloria y me acercaba a otra realidad. Esa otra realidad era aceptar como segunda opción la tarea de descifrar jeroglíficos, saber que comían los faraones o restaurar piedra a piedra las edificaciones del pasado o estudiar a mis vecinos los musulmanes. Mi única opción era ser arqueólogo.

Pero yo no era el único egipcio preso de esa mala broma, allá mucha gente estudia nada más para tener una carrera pero no trabajan de eso, son muy pocos los afortunados que estudian lo que quieren y se realizan en su profesión. Pude haber llorado como loco, pude haber maldecido a todo y a todos, pude haberme quedado en el desierto y esperar que una serpiente me mordiera la lengua, pero tenía que seguir adelante.

Ein Shams se desvaneció como una duna para dar lugar a la Universidad del Cairo. Viví en una casa estudiantil llena de diversión y buenos amigos, pero visitaba a mi familia cada 15 días, el sentimiento de independencia se hacia más y más fuerte. Cuando los visitaba me quedaba desde el jueves y viernes, regresaba los sábados porque allí la semana empieza el sábado y el fin de semana empieza el jueves en la noche. Me encantaban las vacaciones porque me ofrecían la oportunidad perfecta de ver a mis amigos de la infancia y es que todos agarramos para universidades diferentes; nos reuníamos en la Iglesia, paseábamos por la aldea y recordábamos aquellos juegos de fútbol.

El Cairo me exhortaba a dejar de ser un gatito vagabundo y, no era para menos, ahora tenía que convertirme en un tigre. Las responsabilidades y el compromiso me hablaban al oído. La universidad allá es pública y sólo pagas la inscripción y la credencial que son como unos 80 pesos. Sin sonar pretensioso o arrogante he de decir que siempre fui de excelentes calificaciones; gracias a las buenas notas del bachiller la universidad me daba dinero, como una ayuda extra –pero recalco toda la educación es gratis- me daban como unos 320 pesos al mes y con ese dinero salía a divertirme.

Por supuesto que esa metamorfosis felina no fue sencilla, a veces esas dos palabras que me hablaban al oído no hacían eco en mí. Y lo entiendo, como todo joven, la rebeldía y el sueño cambiado gritaba a todo pulmón.

El primer año de la carrera fue espantoso, no me terminaba de gustar la idea de ser arqueólogo, de cambiar las palabras por las piedras. Recuerdo que el primer año sólo fui como a una o tres clases, y no sé si fue gracia divina, suerte o imperceptible esfuerzo mis calificaciones eran buenas; todo el año no estudiaba nada de nada y ya el último mes me esforzaba estudiando en casa. Una vez haciendo uso de ese extraño y peligroso hábito fui a la universidad a averiguar lo que habían visto, enseñado y explicado, para de pronto toparme con un profesor que me dijo “oye tú, qué estás haciendo aquí” y yo con una inocente o descarada respuesta dije “pues estudio con ustedes”… él con voz firme y ansioso de sacarme de ese error dijo “no es cierto, yo nunca te he visto aquí” … preocupado porque ese fácil método se derrumbara, cínicamente apele a su observación “pues búsqueme en sus listas, allí está mi nombre” y en efecto mi nombre aparecía en esa lista, mostrando constantes marcas en rojo de inasistencia, firme no me dejó entrar a la clase, pero al final no hubo consecuencias que lamentar.
A finales del segundo año las cosas comenzaron a pintar mucho mejor. Debíamos de elegir una especialización, egiptología, restauración o estudios islámicos. Consecuente con mi nueva impuesta realidad esta terna me devolvió de nueva cuenta la posibilidad de realizar mi sueño de estudiar y trabajar en las palabras, en lo idiomas. Recordé a un primo que es guía de turistas en español; él a lo largo de 20 años les ha mostrado a los viajeros del mundo la fantasía y realidad del pueblo egipcio. En un acto de mostrar más allá de pirámides y esfinges, mi primo a veces llevaba turistas a la casa, me impresionaba y llenaba de fascinación verlos, escucharlos aunque no les entendiera ni una palabra, imaginar los lugares donde vivían y las historias que escondían.

Pero claro que esta bella circunstancia venía acompañada de unas pequeñas complicaciones, nada del otro mundo, pero al final de cuenta complicaciones. Para ser guía de turistas debes de estudiar arqueología o egiptología y por supuesto algún otro idioma. De esa gloriosa terna decidí que el camino más correcto era estudiar egiptología y mi segunda voz sería el japonés. La verdad fue muy difícil, a ratos creí que nunca me convertiría en ese fuerte tigre y al contrario me volvería en un pobrecillo ratón.

Durante dos meses combiné las materias de la carrera con las lecciones de japonés, creo que no era una combinación muy perfecta y el resultado fue caótico. Pero no dejaría que mi sueño se esfumara como la duna de Ein Shams, así que en lo menos que canta un gallo me encontraba estudiando el exquisito idioma español. Yo estaba feliz, tal vez sería igual o mejor que mi primo. Pero una vez más las sorpresas inesperadas se hicieron notar; me dijeron “tienes que cambiar a otro idioma que no sea inglés, ni francés ni español porque ya hay muchos guías de turistas en esos idiomas” en ese momento sentí que todas las palabras del mundo se apoderaban de mi garganta al punto de casi asfixiarme. ¡Ni modo! había que replantearse una vez más, cómo conseguir mi quimera. Ya estaba decidido y no había marcha atrás; comencé a estudiar ruso en el Instituto de Pushikin y, tarde en aprenderlo mil 95 días.

Y allí en El Cairo, en la universidad, entre clases, lecciones y sueños pasé 4 años de mi vida. Conocí a muchas personas y escogí a las mejores, a mis amigos. Todavía me puedo ver en esa casa estudiantil, sintiéndome grande y libre. Con mis amigos cristianos provenientes del sur, lugar donde son más religiosos, nunca me olvide de Dios, me jalaban a la Iglesia y la religión, a la vida tranquila y, es que a veces se nos olvida agregar a Dios en el horario escolar; con mis amigos musulmanes, el tiempo se iba en reuniones de cultura e incluso con ellos participé en algunas manifestaciones. No es que fuera un revoltoso, es mas no me metía ni me aferraba a cosas que no me convencieran, nunca me gusto salir en manifestaciones cuando se trataba por ejemplo de Israel y Palestina o Irak; y no lo hice porque tuviera miedo o por falta de conciencia o porque no me interesara la política, sino simplemente creía que alzar la voz en público por la causa que fuera no te daba el derecho de romper las cosas, hacer destrozos, incendiar carros o atemorizar a la gente, eso no me gustaba, más bien me metía en asuntos relacionados con la educación y todo eso.

Y así, en un parpadeo los años de universitario terminaron. Era tiempo de comerme al mundo, saborearlo, ya no había nada ni nadie que me impidiera volar y alcanzar las estrellas ¿o si?… Terminé la carrera y volví a la tranquila Nakarifa, me quedé en casa como unos tres meses, sin trabajo ni nada. Por cuarta o quinta vez -perdí la cuenta- mis aspiraciones y la dulzura del mundo en la boca debían aguardar un ratito más; debí esperar a que las armas y las balas me llamaran con su estrujante voz.

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