¿Qué queda de la izquierda feminista nigeriana? (parte 2/3)

3/07/2025 | Entrevistas

SH: Así que es una historia de fragmentación.

HM: Exactamente: una segmentación de propósito, de enfoque, de solidaridad. Todas empezaron a buscar una porción del pastel, y esa porción llegó en forma de financiación para proyectos. Fue entonces cuando empezaron a aparecer todas estas organizaciones especializadas: Iniciativa para el Empoderamiento de Niñas, plataformas para el Avance de los Derechos de las Mujeres, varios grupos de defensa. Las personas que las respaldaban eran veteranas del movimiento. Pero ahora, en lugar de estar unidas bajo una bandera de masas e ideológicamente coherente, fueron separadas en organizaciones temáticas que competían por subvenciones.

Aun así, el espíritu de organización no desapareció por completo. Las condiciones que originalmente dieron origen al movimiento solo se profundizaron. Así que incluso dentro de estos grupos fragmentados, impulsados por donantes, la gente seguía viendo la necesidad de confrontar el patriarcado, de desafiar las leyes y costumbres que seguían marginando a las mujeres. Pero la estructura de organización había cambiado. En las décadas de 1980 y 1990, los movimientos se construyeron sobre la base de la gente, sobre la base de una membresía real. Las personas se conectaban en torno a creencias políticas compartidas y se organizaban juntas, independientemente de sus afiliaciones individuales. Hoy en día, lo que tenemos son movimientos basados en organizaciones. Quizás escuches a alguien decir que su red tiene 200 miembros, pero no son individuos, son organizaciones. Y esas organizaciones no tienen necesariamente una base de masas ni un electorado claramente definido. No hay una orgánica rendición de cuentas ante un colectivo más amplio.

Este cambio también ha transformado la naturaleza de las demandas que se plantean. El nuevo modo de participación se centra principalmente sobre reforma política: aprobación de leyes sobre  matrimonio infantil,  trata de personas,  educación, violencia doméstica, etc. Una labor importante, sin duda, pero de carácter reformista. En contraste con el espíritu revolucionario de la década de 1980, lo que domina hoy es una política de reforma. El lenguaje también ha cambiado. Se utilizan términos como «participación», pero a menudo se refieren a una inclusión simbólica —añadir mujeres y generar movimiento— en lugar de transformación. Se invocan conceptos como «diversidad», «interseccionalidad» e «integración de perspectiva de género», pero a menudo de forma más superficial que estructural. Reflejan el lenguaje del neoliberalismo global más que un compromiso para cambio sistémico.

Ahora nos enfrentamos a un movimiento feminista liberal, moldeado por las prioridades de donantes y los marcos de desarrollo global. Las políticas feministas que dominan hoy en día son de ideología liberal. El feminismo socialista —la base sobre la que WIN y otras organizaciones se asentaron— se ha diluido, si no borrado. Ya no hablamos de un feminismo que cuestiona el sistema que crea desigualdad. Hablamos de un feminismo que busca suavizar las aristas de ese sistema, sin cuestionar sus cimientos.

Así pues, lo que tenemos ahora es un movimiento reformista, no revolucionario. Este movimiento busca ajustar  políticas —cambiar el lenguaje o mejorar los mecanismos— en lugar de cuestionar su legitimidad de esas politicas o las estructuras de poder que las  han generado inicialmente. En lugar de impulsar  desmantelar y transformar sistemas, vemos esfuerzos por reformularlos. En lugar de exigir políticas diseñadas, orientadas e implementadas por el pueblo, el movimiento actual suele, a menudo, contentarse con participar en marcos preexistentes. No busca reescribir el guion; reclama un papel en la producción.

Otro rasgo distintivo de este momento es su elitismo. La configuración actual del activismo de género y el feminismo se concentra principalmente en espacios de élite, impulsados por el desarrollo organizacional y el liderazgo profesionalizado. En muchos casos, el feminismo se ha convertido en una trayectoria profesional. Lo que vemos es una especie de «feminismo de carrera» o «activismo de género basado en  carrera». La lucha ya no se basa en las condiciones sociales que impulsaron inicialmente la política feminista. Se trata, en cambio, de avance institucional, visibilidad y acceso a recursos de donantes. La misión no es acabar con la desigualdad ni desmantelar el poder de clase. No se trata de arrebatarle el poder a la élite gobernante y transferirlo a los oprimidos. El énfasis está, más bien, en negociar un lugar en la mesa: en transferir poder, no en transformarlo.

Pero transferir el poder y transformar el poder no son lo mismo. El primero implica redistribuir  acceso dentro del mismo sistema injusto, mientras  que el segundo desafía al sistema mismo. Lo que falta hoy es un cuestionamiento serio de clase. El activismo feminista se ha centrado más en reforma política —sobre  matrimonio infantil,  educación, derechos legales— sin fundamentar esas reformas en una crítica estructural más profunda. Esta es la cara del movimiento de mujeres actual: elitista, reformista y, en gran medida, moldeada por una agenda liberal y neoliberal. No confronta el neoliberalismo; se involucra con él. Se pregunta cómo hacerlo más inclusivo, más sensible al género, en lugar de cuestionar su lógica fundamental.

Esto dista mucho del tipo de movimiento que construimos en el pasado. Recuerdo que en WIN a menudo rechazábamos invitaciones a colaborar con organizaciones de mujeres afines al Estado, como el Consejo Nacional de Sociedades de Mujeres. Las entendíamos como apéndices del Estado, no como aliadas. Y no se trataba de hostilidad hacia  personas en el gobierno, sino de entender el gobierno como una estructura, como un sistema. Lo veíamos como un sistema que requería confrontación, no cooperación. No queríamos sentarnos a la mesa. Queríamos dar vuelta a la mesa.

El movimiento de mujeres actual es diferente. Se trata más de negociar espacios dentro del sistema: conseguir un lugar, ser consultadas, incorporar una perspectiva de género a las políticas existentes. Y muchas de nosotras nos hemos visto absorbidas por esta lógica liberal-reformista. Luchamos por derechos, sí, pero a menudo sin cuestionar las condiciones que nos los arrebataron en primer lugar. Luchamos por paliativos, por programas de protección social, pero no nos preguntamos por qué estamos empobrecidas. Hemos dejado de exigir justicia y nos hemos conformado por mitigación.

Emeka Ugwu: Muchas gracias, camarada. Estoy segura de que podrías seguir hablando sin parar, y ha sido increíblemente esclarecedor escuchar tus reflexiones, especialmente en respuesta a las preguntas anteriores de Sa’eed. Algo que me llamó la atención fue tu mención de la Iniciativa Poder de Niñas, particularmente como parte de tu narrativa más amplia sobre cómo ha evolucionado la organización feminista en Nigeria. La enmarcaste, junto con otras iniciativas, como indicadores de diferentes olas de organización feminista que a menudo están vinculadas a períodos históricos específicos. Personalmente, conozco algunas de estas iniciativas, aunque solo recientemente conocí la Iniciativa Poder de las Niñas, precisamente a través de la cobertura del fallecimiento y entierro de una de sus figuras principales.

Lo que me impactó es lo profundamente arraigada que parece estar esta iniciativa en el tejido social, especialmente en Calabar, si no en todo el estado de Cross River. Me gustaría plantear una pregunta que surge de lo que has estado diciendo.

¿Cómo yuxtapones la fragmentación de movimientos que describiste antes con lo que considero un fenómeno más reciente: el auge del feminismo digital, especialmente organizando en línea en torno a la violencia de género, la misoginia y temas relacionados? Vimos una expresión de esto durante las protestas #EndSARS, donde la Coalición Feminista tuvo un papel destacado. Así que supongo que mi pregunta es: ¿Cómo interpretas estas nuevas expresiones de feminismo que existen en la intersección del activismo digital y el del mundo real? ¿Y cómo sitúas a grupos como la Coalición Feminista en el contexto más amplio de tu argumento sobre liberalización y  deriva reformista en el movimiento de mujeres? ¿Buscan simplemente participar en las estructuras existentes o están haciendo algo más transformador?

HM: Sabes, lo único permanente en la vida es el cambio. Así que sí, debemos esperar que las formas de organizarnos evolucionen. Aunque las condiciones sociales se mantengan prácticamente iguales, no podemos esperar que las herramientas, los espacios y los formatos del activismo se mantengan como hace 30 o 40 años. La infraestructura ha cambiado, las tecnologías han cambiado y también lo ha hecho el panorama del activismo. Pero para mí, lo que importa más que si nos organizamos en línea o fuera de línea es el contenido de cómo organizamos: los temas que se abordan, la base ideológica que los sustenta. Ahí es donde veo la mayor ruptura. El modo actual de organizarnos, ya sea en plataformas digitales o a través de ONG registradas, está impulsado abrumadoramente por una lógica reformista que encaja perfectamente con la agenda neoliberal.

Gran parte de lo que hoy se considera activismo feminista está determinado por los imperativos de proyectos de los donantes. Estos proyectos vienen con objetivos, plazos y métricas predefinidos. A menudo dicen: «Este año nos centramos en la educación de las niñas» o «Estamos combatiendo el acoso en línea». Y se espera que te alinees con ese marco. No hay espacio — o estímulo— para plantear preguntas más profundas sobre las estructuras que generan estos problemas en primer lugar. E incluso cuando existe espacio, a menudo estamos demasiado preocupados por gestionar nuestros propios pequeños imperios organizativos como para aprovecharlo. No es que no se estén logrando avances. Claro que las cosas han cambiado. Hay más conciencia. La gente habla diferente, cría a sus hijos de forma diferente, incluso piensa diferente sobre los roles de género. Pero toma de conciencia, por sí sola, no es transformación.

La diferencia entre el antiguo movimiento y el actual es que el primero, aunque no tuvo un éxito total, tenía la mira puesta en la transformación sistémica. Quería desmantelar las estructuras que creaban desigualdad. Hoy, lo que tenemos es una política de ajuste: de gestionar el sistema de forma más equitativa, no de transformarlo. Ya sea la Iniciativa Girls’ Power, la Coalición Feminista o cualquier otro programa de empoderamiento, a menudo terminan ofreciendo lo que el neoliberalismo hace mejor: un peso de carne extraído en silencio, cubierto con una venda brillante. Y nos deslumbra tanto la venda —la financiación, las etiquetas, los logros de política— que olvidamos lo que perdimos en el proceso. Lo que hemos recibido a menudo nos disminuye, incluso cuando nos dicen que nos empodera.

Sí, hay cambios reales. Las normas sociales han cambiado. Hay una mayor apertura cultural a la participación de mujeres, y la gente joven en particular, está más expuestas a las ideas feministas. Pero estos cambios no se han traducido en poder político. La esfera política sigue estando estrechamente controlada por una clase que se asegura de que nada desestabilice realmente su dominio. Pueden conceder victorias simbólicas —cuotas, visibilidad, acción afirmativa—, pero nada de esto toca la raíz. Y esa es mi preocupación. La manera de organizar feminista actual tiende a centrarse en negociar inclusión: representación del 35%, participación política, medidas de protección. Estos son logros a corto plazo, y los celebramos como hitos. Pero lo que hemos dejado de hacer es preguntarnos por qué esas protecciones son necesarias en primer lugar. ¿Por qué las mujeres están tan empobrecidas que la protección social se vuelve esencial? ¿Cuál es el sistema que ha creado esta vulnerabilidad y por qué no lo nombramos, lo cuestionamos y buscamos revertirlo?

Queremos un sistema que, en esencia, otorgue a las mujeres un poder genuino y a los hombres la capacidad de una verdadera apreciación y comprensión. Porque cuando hablamos de transformación feminista, no puede tratarse simplemente de cuántas mujeres asisten a la escuela o de cuántas mujeres ocupan escaños en el Parlamento. Esas cifras importan, pero la pregunta más profunda es: ¿Cómo están cambiando esas cifras la orientación social subyacente? ¿Están cambiando cómo se define y distribuye el poder en la sociedad? ¿Están alterando nuestra forma de pensar sobre  género, sobre quién es una mujer, quién es un hombre y qué roles se supone que deben desempeñar?

Tenemos sufragio nacional desde 1979. Legalmente,  toda persona nigeriana tiene derecho a votar y a ser votada. Pero en la práctica, persisten las barreras. Ahora exigimos un 35 % de discriminación positiva para  mujeres en el Parlamento, pero ¿cómo aborda esto la raíz del problema? ¿Cambia las estructuras que generan explotación y desigualdad? ¿O simplemente estamos encajando a las mujeres en roles preexistentes sin cambiar las reglas del juego en sí?

Por eso, para mí, lo más importante no es solo el método de organizar —ya sea en línea, de base o institucional—, sino el contenido. ¿Para qué organizamos? ¿Qué resultados buscamos? Y no resultados medidos por número de personas o asistentes a conferencias, sino por el grado en que impulsamos un cambio transformador. ¿Estamos redistribuyendo el poder? ¿Estamos reestructurando las relaciones entre clases y géneros? El desarrollo debe ser más que inclusión. Debe ser sobre igualdad, sobre poder y sobre dignidad.

Hablamos de los derechos de las mujeres, pero no siempre hablamos de los derechos que se les niegan en los espacios privados: el hogar, la familia, el ámbito del trabajo de cuidados. Nuestra manera de programar tiende a centrarse en el espacio público: leyes, políticas públicas, incidencia política. Pero ¿cómo estamos transformando el espacio privado? El ámbito doméstico sigue siendo un lugar central de opresión femenina y determina lo que las mujeres pueden o no hacer en la vida pública. Incluso algo tan básico como la posibilidad de asistir a un mitin político o participar en un trabajo remunerado suele estar condicionado por condiciones dentro del hogar.

Lo que hacemos ahora, ya sea en línea o fuera de línea, está en gran medida definido, restringido y financiado por los sistemas neoliberales. Y esos sistemas ponen límites hasta dónde podemos ir. Definen el problema, marcan la agenda y encierran nuestra imaginación. Así que terminamos modificando el sistema, no transformándolo. Quizás lo hacemos más inclusivo, pero no nos preguntamos qué tipo de sistema es en primer lugar ni a quién sirve.

Necesitamos ir más allá del recuento. Está bien celebrar que haya más niñas en la escuela o más mujeres trabajando. Pero el feminismo debe exigir más. No podemos hablar de progreso mientras la opresión de clase permanezca intacta. El movimiento de mujeres no puede centrarse únicamente en el avance de las mujeres. Debe preguntarse: ¿Cómo se traduce el cambio en la condición femenina en una transformación más profunda de la sociedad? Cuando una mujer gana poder económico, gana también voz política? ¿Y esa voz política le capacita para desafiar sistemas no solo escapar de ellos?

Esto también requiere un cambio en los hombres. Necesitamos un modelo de cambio donde los hombres se empoderen para apreciar y sostener el empoderamiento de las mujeres. Cuando hablamos de educación, también deberíamos hablar de quién decide qué es educación, quién define el currículo, quién formula las políticas. Eso es lo que significa poder. No se trata solo de inclusión; se trata de autoría y autoridad. ¿Quién decide dónde trabajas, cómo trabajas, cuánto ganas? Estas son las preguntas de poder, y siguen sin abordarse.

Tomemos como ejemplo el caso reciente de la senadora Natasha Akpoti-Uduaghan. Es una mujer educada y prominente. Y, sin embargo, observa cómo fue tratada cuando presentó una denuncia pública de agresión sexual contra el presidente del Senado. ¿Qué poder tiene realmente una mujer como ella cuando todo el establishment político cierra filas? Estos no son incidentes aislados. Exponen la perdurable fuerza del poder patriarcal y las limitaciones de la representación simbólica.

SH: Ya estás hablando de lo que iba a ser mi siguiente pregunta. Por eso eres la perfecta invitada para el podcast.

EU: Exactamente. Y creo que es importante detenernos en esto, porque tu enfoque nos ayuda a ver las implicaciones más amplias de este reciente escándalo en el Senado nigeriano. Me refiero a la suspensión de la senadora Natasha Akpoti-Uduaghan tras acusar al presidente del Senado de agresión sexual. Como has dicho, este caso toca directamente los temas que has planteado: el empoderamiento político, la desigualdad estructural y los límites de representación. Pero tengo curiosidad por conocer tu opinión de forma más explícita. Dado que mucha gente ya ve a la clase política, tanto masculina como femenina, como corrupta o comprometida, ¿crees que este momento podría convertirse en una especie de grito de guerra? ¿Podría profundizar la lucha feminista en este contexto político más amplio?

HM: Para mí, los recientes acontecimientos no hacen más que reafirmar lo que he estado planteando: el movimiento de mujeres no puede limitarse a reformar el patriarcado. También debe afrontar la desigualdad de clase y las relaciones de poder arraigadas en la dinámica de clases. Cuando la gente habla de Natasha Akpoti-Uduaghan, a menudo señala  que pertenece a la misma clase que muchos de los hombres en el poder. Pero incluso dentro de esa clase compartida, el patriarcado sigue utilizándose como arma en su contra. A eso nos referimos cuando hablamos de doble opresión. Una mujer puede ocupar la misma posición de clase que un hombre y, aun así, ser menoscabada y atacada a causa de su género.

Por eso, la política feminista debe ir más allá de  representación. No se trata solo de cuántas mujeres hay en el Parlamento o en cargos públicos. Debemos preguntar: ¿Qué tipo de mujeres hay en estos espacios? ¿Qué hacen allí? ¿Qué poder ostentan realmente? ¿Qué agendas promueven? En la Asamblea Nacional actual, hay cuatro mujeres. Una está siendo atacada, y las demás no la han apoyado públicamente. De hecho, se han distanciado. ¿Y por qué? Porque su presencia en ese espacio aún está condicionada por la autoridad masculina. El poder que ejercen no es propio; es prestado, permitido, tolerado.

Incluso la propia Natasha sintió la presión de este terreno de género. Se apresuró a casarse en 2022 porque, según ella misma, la arrastraban y demonizaban por ser soltera en política. Mientras tanto, un hombre soltero —digamos, un pastor— puede convertirse en gobernador sin que nadie se inmute. Pero a una mujer se la insulta, se la sexualiza, se la vilipendia, se la descarta por poco seria. Y todo esto porque aún no hemos erradicado la profunda lógica cultural del patriarcado. Por lo tanto, debemos preguntarnos: ¿Estamos simplemente aumentando la presencia numérica de mujeres o estamos cambiando los términos de participación política?

También debemos analizar la posición de estas mujeres. ¿Marcan la agenda o se la imponen a través de su partido, sus familias, sus maridos? Con Natasha, se ha especulado sobre si su trayectoria política estuvo determinada por su matrimonio o por su propia visión. Sea como sea, sigue simbolizando algo poderoso. La campaña que dirigió en Kogi, con su puro dramatismo y energía, demostró, como mínimo, que las mujeres también pueden jugar este juego. Si queréis ir duro, podemos ir duro. Si quieren ser honestos, también nosotros podemos. Ese mensaje importa.

Pero aun así, debemos separar el teatro político del problema de fondo. Cuando Natasha presentó su denuncia de acoso sexual contra el presidente del Senado, la respuesta fue previsible. Gente  cuestionó su credibilidad. Exigían pruebas. Se apresuraron a destituirla. Pero estadísticas nos dicen que una cantidad asombrosa de mujeres —algunos dicen que una de cada cinco, otros más— sufrirá acoso sexual antes de los 50 años. Y la mayoría de estas experiencias nunca se denuncian, nunca se habla de ellas. A menudo, ni siquiera las propias mujeres lo nombran como lo que es.

Dentro del movimiento de mujeres, hemos visto profundas divisiones sobre este tema. Todavía hay una falta de comprensión sobre lo que realmente representa el acoso sexual. En esencia, se trata de poder. La víctima se vuelve vulnerable no por su debilidad económica, sino por el desequilibrio de poder que conlleva el género. La masculinidad, en nuestra sociedad, viene precargada de poder. La feminidad se interpreta automáticamente como vulnerable, como carente. Esa es la lógica de patriarcado. Y a menos que lo denominemos claramente, a menos que lo incorporemos a nuestra educación pública y política, estamos fracasando.

Incluso alguien como Natasha, con poder de clase, posición económica y peso político, no pudo hablar de inmediato. Le faltó el coraje para hablar, ni siquiera a su esposo. No pudo abofetear al hombre en ese momento. Y eso dice todo lo que necesitas saber sobre lo arraigado que está este sistema. Si a alguien como ella se le puede hacer sentir inferior, ¿qué pasa con el resto de nosotras? Lo que aprendemos de esta situación es que el empoderamiento debe ir más allá de la visibilidad o el ejercicio de cargos públicos. Una mujer puede estar políticamente empoderada en teoría, pero ¿lo está psicológicamente? Esa es la pregunta más profunda. El episodio de Natasha revela cuánto trabajo aún nos queda por hacer para reorganizar la política feminista. Necesitamos ser más deliberados en nombrar  las  sutiles pero poderosas fuerzas que siguen silenciando a las mujeres, incluso cuando ocupan puestos de autoridad formal. La visibilidad no basta. Puedes ser gobernadora, senadora, directora ejecutiva y aun así ser menospreciada por el rol de género que la sociedad te ha asignado. Hasta que desmantelemos ese sistema, las mujeres seguirán experimentando esta tensión entre el empoderamiento superficial y la subordinación subyacente.

Imaginen un sistema que reconociera verdaderamente la igualdad —política, económica y social— entre hombres y mujeres. En un mundo así, ningún hombre se levantaría en la cámara del Senado para intentar desacreditar a una mujer señalando su belleza o la cantidad de hombres con los que ha estado, como si eso afectara su competencia o dignidad. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que sucedió. Un senador podía decir sin pudor: «¿Sabéis cuántos maridos tuvo antes de este?». Y nadie lo desafía. Mientras tanto, nadie examina la vida privada de los hombres en el poder. Hasta que no lleguemos a un punto en el que la dignidad de la mujer sea incuestionable– en el que no se vea reducida a su sexualidad ni a sus relaciones– no podremos hablar de verdadero empoderamiento.

El poder político, el poder financiero, el empleo… todo importa. Pero el verdadero empoderamiento incluye la fortaleza psicológica y la afirmación social. Una mujer debe ser capaz de mantener la frente en alto, sabiendo que no está sola, sabiendo que incluso si denuncia a alguien como Akpabio, será escuchada, protegida y afirmada. Pero, ¿qué sucede en cambio? Muchas mujeres guardan silencio, no porque no sepan qué es lo correcto, sino porque temen cómo su marido va a reaccionar cómo la sociedad las juzgará. Temen que alzar la voz traiga vergüenza, no justicia.

Por eso digo: el empoderamiento económico debe ir de la mano con el empoderamiento psicológico. Y no solo para las mujeres, sino también para los hombres. La orientación social tiene que cambiar. Necesitamos desarrollar una conciencia política más profunda, una que permita tanto a mujeres como a hombres comprender el poder, la desigualdad y los sistemas que los sustentan. Cuando una mujer obtiene poder económico, ¿qué hace con él? ¿Le lleva a una reflexión crítica sobre las estructuras de explotación? ¿Le ayuda a cuestionar las relaciones de producción que la hicieron vulnerable en primer lugar? Ese es el tipo de transformación que deberíamos buscar.

En el caso de Natasha, tiene suerte: su voz es fuerte y su esposo parece apoyarla. Eso marca la diferencia. No la llaman prostituta, al menos no de la misma manera que si no estuviera casada. Ese tipo de vergüenza pública no pesa sobre ella. Pero imaginaos si no estuviera casada. Imagínate si su esposo hubiera guardado silencio, o peor aún, la hubiera culpado, se hubiera distanciado o se hubiera ido de casa. ¿Seguiría siendo tan firme como hoy?

Ahora imagina lo contrario: un esposo tan arraigado emocional y políticamente que su esposa pudiera decirle de inmediato: «Esto es lo que me acaba de pasar». Imagínatelo respondiendo no con duda, sino con vehemencia: «Fuiste elegida por el pueblo, no por Akpabio. La próxima vez que lo intente, date la vuelta y dale una bofetada». Esa es la solidaridad que necesitamos. Ese es el cambio psicológico que debe acompañar al cambio estructural.

Sa’eed Husaini – Emeka Ugwu

– Sobre la entrevistada:

  • Hauwa Mustapha es una nigeriana feminista, sindicalista y economista de desarrollo.

– Sobre las entrevistadoras:

  • Sa’eed Husaini es investigadora del Centro para la Democracia y el Desarrollo en Abuya, Nigeria, y editora regional de África es un País.
  • Emeka Ugwu es analista de datos y reside en Lagos, donde reseña libros en Wawa Book Review.

Fuente: Africa is a Country

[Traducción, Jesús Esteibarlanda]

[CIDAF-UCM]

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