Y un día me fui a eso (4ª parte) , por Nuno Cobre

28/07/2011 | Bitácora africana

LOS CERDOS PUEDEN SER NEGROS. Lo descubro en el siguiente pueblo que tiene forma de tobogán, de ele, como si se inclinase, nos caeeemos. Estos cerdos son además escuálidos, los huesos, sucios y corretean por toda la aldea. Comen mucho los cerdos. Comen tanto los cerdos que son un auténtico problema en el pueblo: se zampan el alimento de los residentes del olvido. Lo que faltaba. Y como todos los cabrones, son hasta graciosos, simpáticos, cuando los ves por ahí saltando como niños revoltosos sólo te dan ganas de reír. Buenísimos para llevárselos de marcha. De estos que se quedan hasta las 5, las 6 y te dicen, “venga tío, que hay un bar por aquí cojonudo”. Todos los cerdos del mundo. Son cojonudos.

Y mira que se lo tienen dicho: los cerdos dentro del redil, dentro de las vallas. Pero los puercos, como todos los puercos, se escabullen por el primer hueco y escapan para devorar todo lo que encuentran. Sin embargo. A veces hacen caso. Un poquito. No son tan anárquicos, pasan un poco de Bakunin, de los Sex Pistols y a veces hacen caso. Ocurre cuando la mujer que nos acompaña les grita, más bien gorjea con unos chillidos de gorrión herido y entonces los cerdos (gente de puta madre, toda la vida) algunos cerdos, se aproximan educadamente entre los perros (otros que) flacuchos que también deambulan por aquí a su bola. Los perros aquí se olvidaron de las caricias, vitrificaron su mirada, se les cuajó el semblante de la supervivencia y la tierra. Se les ve como lejanos, como esa rubia.

Tras ver varias plantaciones de yuca nos ponemos en marcha muertos de hambre, con esas caras pálidas que se nos pone a los seres humanos que hemos nacido en el planeta Tierra cuando no hemos probamos bocado. Entonces tomamos una decisión tan rebuscada, sesuda, como brillante: papear. Tomo III. Sin Sancho Panza a mi vera, pero ahí estaba yo en medio de un pueblo perdido, pegado a una carretera que no es una carretera. Ante la sed, empino el codo y Aber me dice que tenga cuidado con el agua (H2O), por aquello de la disentería. Y como la disentería es arte, que diría Miterrand del accidente, bebo, bebo más agua. Toda el agua. No, no es cierto. Ante la advertencia de Aber, dejé de beber agua. So sorry there (con ese acento británico por favor).

Unas horas más tarde me despido de Aber y de Yuri y me adentro de nuevo en Bargu. Allí me espera el despiste, o lo que es lo mismo: André. Una estatua a la gente despistada, por favor. Fuera, la ‘organización’ con la que me reuniré mañana descansa dentro de varias cabañas mientras cocinan al carbón y cuentan cosas que a uno le caen como pingüinos en el desierto. Y todo es eso. Un conflicto de referencias.

Atención.

Un hombre me dice que suba en el Toyota Hilux marrón. Hago caso y me deja en el Hotel Tanzan. Oh, un hotel por aquí. No hay nada como la sensación de un hotel. Sabes, cuando se está poniendo el sol y caminas por un pasillo acariciado de murmullos que apaciguan tus pasos… Pienso en la ginebra, no sé por qué, mientras sigo a uno de los empleados que se adentra en mi habitación de moqueta ¿azul?. El tipo se agacha en las esquinas para rociarlas de spray anti mosquitos. Chis, chis, suena más o menos así. Ahí está la mosquitera, orgullosa como todo palio. Casarte con Grace Kelly. Puedo sentir la presencia de los mosquitos, se ven (creo) como puntitos negros, diminutos, planeando irregularmente, otros suicidados ante la mosquitera. Con esta peña, con los mosquitos, no se puede salir. No son como los cerdos que ya estarían de joda, estos son chungos, atravesados. Ansina que me meto dentro de la mosquitera ¿puedo saludar?

Pongo la tele (el hotelito tío) y a través de una pantalla llena de puntos rojizos, grises y otros reflejos maravillosos, puedo adivinar un partido de fútbol. Y luego corroboro: es el peor partido de fútbol del mundo. Una gozada ver el peor partido de fútbol del mundo. Lo peor mola. Joder, parece que el campo es enorme, cómo cuesta llegar a portería niño. Pero pasa ya, coño.

Lo del rollito de hotel cómodo (se veía venir) va perdiendo un poco de credibilidad cuando veo la palangana del cuarto de baño, cuando me cuesta hallar el agua, toda esquiva ella. De Chanel. Pero lo que hinchó las bolas (hinchando bolas por aquí) fueron los ruidos. Ruido, ruido, ruido. De todos los tipos. Ni Dave Grohl en Nirvana tenía tantos recursos. Este país se despierta a las cuatro de la mañana, a las cinco. Y cuando estás durmiendo pegado a la carretera lo compruebas en tus oídos. Se te cuela el motor del camión cargado de petróleo, el quejido de las motos, el jardinero, al que se le olvidó las llaves no sé donde, los gritos, yeah man, I said… y empiezas a dar vueltas, y otras vueltas, dices palabras feas y entre más vueltas y más vueltas me digo que levantarse pronto no tiene porque ser proporcional a la eficiencia. Levantarse no tan pronto, incluso tarde, puede ser eficiente si uno es eficiente. Seguro que los cerdos me entienden.

Atención.

Me viene a buscar el Toyota Hilux marrón y al cabo de unos minutos tenemos una reunión disparatada. Peter Sellers por aquí. André me ha entregado un programa que dice que el almuerzo es a las 10.30 de la mañana (?). Rectifica. Mientras, los de la ‘organización’ están por ahí, pasando, algunos se sientan, unos en sillas, otros en la ventana. Paciencia, la paciencia. Empiezo a hacer preguntas, recibo ambigüedad, movimiento de hombros, dispersión. Vale. Vamos. Y acto seguido nos montamos todos en el Toyota Hilux marrón.

Ay mi madre.

Aquí estamos hermano, en medio de la eso, por carreteras rojas, bordeados del verde requeteverde, todo es rojo y verde, rojo y verde, verde, verde, rojo, rojo. Hasta que nos bajamos en un pueblo y un tipo recostado sobre un camión me dice que si no tengo botas para él. Mientras, uno de la organización que va en moto se encarga de movilizar al pueblo que va acudiendo ordenadamente, al ritmo, a ese ritmo. Volvemos a crear expectación, siempre dando la nota y nos metemos en una especie de parroquia donde el jefe tribal preside la reunión. Todo está oscuro, pero es fácil reconocer el rostro de Ray Charles del jefe, su mirada inteligente, porque la peña del campo es más lista que el hambre tío ¡Buf! El de la moto me presenta, dice algo. Y ahora. Me toca hablar y les vengo a decir que deben aprovechar lo que se les está dando, que tienen una buena oportunidad para hacer algo importante. Es verdad.

Luego se abre un debate (¿los debates se abren?). Me vuelven a pedir cosas, quieren que les resuelva asuntos… Otra vez. A mi derecha hay dos tipos que están empezando a roncar plácidamente con sus cabezas encajadas en sus rodillas. A su vez, el de la moto tiene una sonrisa entre burletera y burletera. No sé si es su careto per se o qué, pero mosquea. Más listos que el hambre, hermano. El mismo de la moto cambia de careto por fin y me dice, “Nuno, esto es África, vente a comer con todos nosotros”.

Original en Las palmeras Mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

Más artículos de Nuno Cobre