DUERMO EN UN CUARTO DIMINUTO y sin mosquitera esperando que la malaria no se acuerde de mí. Cuando la noche ya es profunda, se alterna un aplastante silencio con el estruendo de los generadores. Estoy cansado, duermo mal.
A la mañana siguiente sé que Aber ha descansado más que yo cuando se pone en pie con un salto. Noto ese agotamiento que te regala la falta de sueño. La falta y el sueño. Por la casa entran y salen niños, corretean gallinas. El marido joven lleva un chándal y no quiere saber nada. Si uno quiere ducharse tiene que encontrar una palangana y tratar de buscar una esquina, un rincón, pero nadie da facilidades. Sin el agua.
Poco después buscamos algo para desayunar, más bien algo que llevarnos a la boca porque como es natural, el marido joven no tiene nada, menos para nosotros. Aber y yo nos adentramos en una especie de mercadillo, algo así como el color de la carencia. En medio de cabañas sostenidas por palos escuálidos, desnudos y un tumulto de gente que va y viene (como todos) nos hacemos con varias kalas un dulce que proviene de las flores. Está riquísimo. Todo el azúcar.
Silbando. El marido joven nos silba y nos adentramos con él en los arrozales para intentar solucionar el reparto de la cosecha. Está empezando a llover y Yui se sube a un montículo desde donde saca una carpeta. Aber y yo nos miramos, no hacemos nada. El boxeador y otros agricultores se acercan, escuchan expectantes. Yui escribe algo, parece que garabatea y al poco explica en alto como ha quedado el reparto de las plantaciones de arroz. Y esto para este, y esto para aquel. Nadie rechista, hasta el boxeador nos da la mano y satisfechos nos subimos al todoterreno blanco (blanco significa blanco) que avanza en medio de la lluvia, la incomodidad. La lluvia y la lluvia. Supongo que en ese momento tengo ganas de dormir, de acostarme en cualquier sitio. Una cama, mi reino por una cama.
Tras superar baches y piedras y al propio cerebro que goza molestando es sabido, nos dirigimos a Tadua, el pueblo donde se suponía que íbamos a dormir anoche. Nunca dormimos en Tadua, lo juro. Cerrar los ojos, verlo todo oscuro. Nunca en Tadua. Kilómetros y kilómetros y kilómetros hasta llegar aquí. Hemos llegado dentro de un globo verde que se mueve, un globo verde que alguien ha envuelto sobre nuestras vidas, un globo que cede tan solo unos agujeritos por donde entra la lluvia. Bajo la lluvia, nos hemos encontrado gente por los caminos, algunos nos han hecho gestos para que les llevemos, otros. Sólo paramos cuando en un momento dado (en un momento dado) las ramas tentaculares de un árbol en medio del camino nos impide seguir avanzando. Suma se baja para desbrozarlo a machetazos. El machete dándole duro. Ahí.
Y seguimos.
En Tadua estamos lo justo para sentirnos observados por el pueblo entero que nos mira debajo del zinc, bajo la lluvia. Llueve. Llueve, y con la lluvia nos adentramos a ver más arrozales, otras obras de la Tierra, otras disposiciones naturales, otras tautologías forestales. Eso es todo. Casi todo. El todo menos el casi da como resultado un milagro. Y entonces.
Llegamos más tarde a Nyjaea y nos vuelven a preguntar por un tal Frederic. Al parecer Frederic fue un voluntario francés que se ganó tanto el cariño de la población local como el corazón (el corazón) de las foráneas que caían en sus brazos (¿brazos?) “Frederic era muy fuerte”, nos dice uno del pueblo. Ya cansa el Frederic de los… tal vez pensé en ese momento, creo que no, creo que me dio exactamente igual. El Frederic de los…
Las botas. Como viene ocurriendo en casi todos los pueblos, nos piden botas, palas, herramientas, dinero. De entre los pedigüeños, surge una mujer de piel muy lisa y bellas facciones que nos conduce a ver el arroz mientras va espantando a las gallinas con gestos desordenados, como si estuviese quitándose moscas de en medio. Además de las gallinas, nos sigue como siempre un alegre corro de niños, siempre retaguardia. Hasta la muerte. Giramos a la derecha, todos los niños detrás, giramos a la izquierda, todos los niños detrás, seguimos recto, todos los niños detrás. Ponerse a correr como Mohamed Ali en el Congo rodeado de niños. Un cocido de buen rollo. Qué gozada, tío. Que buen rollo.
A mi derecha viene una niña que no para de sonreírme y a la que parece preocuparle todo menos el arroz. Hablamos con la mujer de las bonitas facciones, y nos cuenta que el reparto en esta aldea no ha supuesto ningún problema, todos van a llevarse algo. Aunque a la niña le importe un pito. Esto es lo bueno de muchas cosas. Que a la gente le importe un pito algunos problemas. Siempre relaja. De alguna manera u otra, es importante que siempre haya que gente que le dé igual. Nos vamos, y al irnos del pueblo saludo a la mujer bella con el clac, y detrás observo a un hombre, tal vez su marido que baja la cabeza con una expresión amarga. Alguien le ha dado al off, uf. Pero en realidad el pueblo es todo amabilidad, el pueblo es todo sonrisas. Es así. Muchas sonrisas, muchos dientes que relucen y brillan. Es. Así.
Original en Las Palmeras Mienten