POCO A POCO.
El coche se introduce en un compound de donde entra y sale bastante gente. Sin embargo, este pueblo es tan tranquilo que dan ganas de tenderse sobre él boca arriba y abrazarlo. Abrazar a todo el pueblo con las dos manos bien extendidas. Pero ahora es Ñato, el que me está hablando y contando lo que pasa en este pueblo, lo que ocurre. Un pueblo en el que manda la mujer de él, ese al que todos conocen.
Luego me presentan a Aber, todo alto, todo calma, dándote confianza a través de sus resbalones, a través de sus conatos de caídas. Y comemos todos. Comemos en otro compound donde la presencia de una hamaca vacía en la entrada me ha reconciliado con la bendita lentitud y la parsimonia. Y tragamos un trozo de papaya, otro trozo de mango, y los dientes en la suavidad… Y. Al estirar el brazo para alcanzarme un tenedor, veo a una mujer en la cocina. Una mujer a la que sólo le veo la espalda y por unos segundos el perfil, un perfil lento, un movimiento de arena.
Llega la tarde y me vuelvo a meter en un todoterreno que nos lleva por una carretera de tierra y baches durante un buen rato hasta que descendemos en otra aldea, otro refugio del silencio. Otro secreto. Hay algunas casitas derruidas que intentan ser al menos casitas, sólo casitas. Pisamos la tierra (pisar la tierra) y enseguida notamos otras pisadas próximas, un aliento, y cuando mi cerebro le dice a mi cabeza que se gire a la izquierda descubro al pueblo entero acercándose a nosotros. Transmite el pueblo entero una mezcla de expectación y miedo. La mayoría lleva machetes que pendulan sobre sus rodillas. Se acercan, nos rodean. Relajo la expresión, sonrío, sonríen, saludamos, clac, clac. Unos cuantos abren la mano, quieren billetes. La mayoría vuelve a sonreír cuando les digo por las buenas que no puede ser.
Sigo caminando por ahí con Aber y Yui, el monitor africano, viendo lo que se hace por estas tierras donde ni siquiera habita el olvido. Mis acompañantes me enseñan las plantaciones de piña, la yuca, el arroz, mucha madera quemada. Todo eso. El aire, la brisa, un verde. Caminamos, caminamos en medio de olvidos olvidados por el olvido, caminando, escuchando la suela que cruje sobre la tierra, tierna. A veces.
Al volver al coche, les cuento a Aber y a Yui lo que escribió Kapuscinski una vez sobre este país. Lo de la degollación si no les entregaba dinero a los muchachos que velaban por su casa. Aber no puede reprimir una risa, Yui flipa con un “oooooo”, y a mí, que Kapuscinski me cae bien y me lo creo bastante aunque a veces… me da por equilibrar la situación diciendo que el escritor polaco estuvo por aquí durante la guerra a pesar de que no aclara si esa particular crónica de las potenciales degollaciones se refería al período bélico o no. Sea como fuere, es un tanto asombroso lo que cuenta el escritor polaco sobre su estancia aquí. Nunca he tenido la sensación de los que cuidan mi casa me degollarían si no les diese dinero. Hasta ahora.
Dormir.
En realidad íbamos a dormir en otro pueblo, en la casa de un cura o algo así. Pero creo que llueve, que llueve mucho porque estamos en la temporada de lluvias y además pronto se hará de noche. De modo que dirigirse ahora al otro pueblo sería un riesgo estúpido o más bien un riesgo cretino.
Antes de que el sol se lo ponga, nos acercamos a una plantación de arroz. La plantación parece una salinera, es cristalina, piscinas naturales. Aber discute con uno de los ¿agricultores? ¿campesinos? ¿locales? Bueno, se trata de uno que defiende una pinta indiscutible boxeador. Es un líder, lleva una camisa sin mangas y afirma rotundo, “aquí hay mucho carota suelto. Ahora que viene la cosecha aparece mucho vecino a ayudar, a ver si se lleva algo a última hora. No me da la gana de trabajar para que se lo lleven otros. Esto es mío”. Las cabañas, las casetas que están pegadas a la plantación de arroz son las afortunadas de poder trabajar en el arrozal. Pero como da a entender el boxeador, no está claro que va a pasar con la cosecha, cada vez hay más gente por aquí. El boxeador nos habla desde la puerta de su casa donde no dejan de entrar y salir niños, alguna mujer portando una palangana. Aber y yo le prometemos al boxeador que mañana por la mañana resolveremos el lío, repartiremos la cosecha justamente.
Alguien de nuestro grupo ha hablado con otro agricultor, que tampoco tiene pinta de agricultor, sino de marido joven y nos ha dicho que sí, que podemos cenar en su casa a cambio de cuatro duros. Al rato estamos tres personas alrededor de una cacerola muy grande llena de arroz y pollo y comenzamos a comer como posesos. La cosa se pone hasta agradable, de tarde de verano y posibilidad, cuando Aber y yo compramos varias cervezas Asoc en la tienda polvorienta de enfrente y comenzamos a dar buena cuenta de la birra que resultó estar ardiendo. Entraba igual.
La noche ya es noche, y el silencio se acompasa con sonidos naturales, armónicos, tierra. Le llenamos el caldero a Suma, uno de los chóferes que no ha comido nada y no lo hará hasta la madrugada porque está de Ramadán. Me dice Suma que quiere tener cuarenta hijos, que ya leva seis. También me dice Suma que el Barça le ganará al Sevilla, «porque somos los mejores».
Los vecinos se van arrejuntando en cabildos que se organizan en cada esquina. En frente de ‘nuestra’ casa se han reunido también varios hombres. Uno me dice que le compre una cerveza y luego llega otro con una camiseta blanca y se pone a hablar de la “sociedad humana”. Que si todo está en la sociedad humana y otras historias. Yo me he puesto los pantalones largos por aquello de los mosquitos, mientras vuelvo a escuchar lo de la sociedad humana. Todo es del color de la paz hasta que un muchacho cae con su moto en medio del pueblo.