¿Y si me fuera de África?, por Nuno Cobre

30/01/2014 | Bitácora africana

¿Te ha pasado eso del tucutú, tucutú, tucutú? Un caballo galopa sobre tus riñones. Pezuñas, pezuñas. ¿Se dice así? ¿O es el nino, nino, nino? Una alarma. Esa voz interna que dirían los profundos, que te dice, “amigo, ha llegado la hora de marcharse de aquí”. ¿Tendría que ponerme sentimental? ¿Debería exagerar mi experiencia africana? Digamos que ahora mismo soy víctima de la aventura. Pongamos que estoy dentro de una aventura que para mí a veces, ha dejado de ser totalmente una aventura y ha llegado a caer en las redes de la repetición, en la cápsula de la claustrofobia. No puedo ser objetivo respecto a mi experiencia en estos momentos, ustedes me disculparán. Necesito tiempo.

Es así: sentirte lleno de energía sin tener un recipiente, un espacio donde depositar toda esa fuerza. África. África. África. Cuando lea estas mismas palabras dentro de unos años, sonarán a leyenda, a historia, la experiencia africana se habrá convertido en algo mágico, único. Ya saben, el vino, como África, como la aventura, sabe mejor con los años, fermenta correctamente después de un periplo. Lo ves mejor más tarde.

“Todo pasa”, “todo llega” y después de bastantes años en el continente africano, mis tripas me sugieren que ya he sentido y visto todo lo que tenía que ver y sentir en este país. Estoy entre cansado y harto. Estoy entre adormilado y vibrante. Una lengua larga y afilada me susurra que tal vez sea mejor poner los pies en Asia, o quizás sea interesante seguir en otro país africano. Otro país. Otro país. Otro país. Como le he dicho recientemente a mis amigos: todo es un círculo. Vayas donde vayas, encontrarás rutinas humanas asentadas. Somos unos animales. Para los que venimos de sitios pequeños, el círculo se nos completa pronto. Se redondea en breve. La misma gente, las mismas discusiones, las mismas caras, las mismas dinámicas acaban repitiéndose de manera circular, acogedora y desesperante. Entonces, un buen día te metes en un avión y pones los pies en Madrid. Y flipas. Con la energía. Con la posibilidad. Con la diferencia. Aire, aire y aire. Pero Madrid, ay, también es un círculo. Y entonces te molestarán los cláxones, el tráfico, las prisas, el barrio de Argüelles. Y te quieres ir porque sientes que estás volviendo a dar vueltas sobre un círculo.

Y te vas a París. Y te abruma tanta belleza. Caes de espaldas. Y quieres vivir como Henry Miller y meterte en una casa de cortinas traspasadas por una luz enorme que ilumina la Plaza Clichy. Y cuando te metes en la casa ves a una mujer de negro, con la cara pintada de blanco y fumando un cigarro finísimo, expulsando un humo que juega a la abstracción, a crear una danza del vientre movediza. Y flipas. Y te quieres quedar. Y a los dos años, ya no entras en la casa y te importa un pito si Bruce Springsteen toca la próxima semana. Y toda la pesca. Redondeas otro círculo. Y te quieres marchar. Y te vas a Londres. Y al cabo de unos meses, te das cuenta que no paras de beber cerveza en el Zetland Arms de South Kensington. Que aquí nadie lleva sombreros de copa ni te preguntan qué flores querrás que adornen la cómoda ese martes, como le preguntaban a Dorian Grey. Y un paquistaní te dirá que el bocadillo cuesta cuatro libras esterlinas. Y pensarás en el círculo. Y te querrás ir.

Y seguirás viajando y verás que la gente no es tan diferente aquí o allá. Y eso te dejará entre tranquilo y loco. Y seguirás viajando buscando algo que no existe, una sustancia que, dicen los que saben, está ya dentro de ti, y no en Buenos Aires o en Malawi. Y suspirarás. Y te desesperarás un poco al ver como el newyorkino también busca trabajo, al comprobar como el moscovita también tiene un problema de amor y volverás a pensar en el círculo. Esferas que confluyen, que se atraviesan como en un truco de magia. Aliviado y desesperado pensarás que el mundo es tan grande por algo: para que no te canses. Pensarás que nunca te dará tiempo de ver todo lo que querías y eso está bien. Porque te mantendrá alerta, desesperado, tranquilo, al saber que hay otro rincón donde tal vez… un círculo aún sin completar espera.

Y todo eso.

De ahí la posibilidad de marcharse de este país africano. De ahí la posibilidad de irse a otro sitio y disfrutar la novedad. Disfrutar de esos momentos, esos meses, años, en los que la novedad reina hasta que se corruga, se oxida. Y entonces el tucutú, tucutú, tucutú. El nino, nino, nino. Y vuelves a actualizar tu curriculum, vuelves a ver un aeropuerto. Piensas que ya no sabes nada. Te vuelves a marchar.

Original en : Las Palmeras Mienten

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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