Mil sirenas pueblan la noche de Nuakchot. Una comitiva de vehículos negros que incluye dos limusinas, tres todoterreno y cuatro coches de lujo atraviesa la calle del Halima a toda velocidad. Miles de policías ocupan todas las aceras, todos los cruces y avenidas de Tevragh Zeina, el barrio que alberga el Palacio Presidencial y las embajadas y los hoteles. Mientras tanto, en el intrincado dédalo de chabolas de El Mina un grupo de niños juega al fútbol entre carros destartalados y basura, ajenos al ajetreo VIP del centro de la ciudad, y Ahmed vende lastimoso el pan que mañana desayunarán untado en un dadito de mantequilla esos mismos niños que hoy dan patadas a una maraña de trapos que un día soñó ser una pelota.
A Nuakchot le pasa un poco estos días lo que a la ciudad de Sofronia, imaginada por Italo Calvino, que se compone en realidad de dos medias ciudades. En una está el flamante nuevo aeropuerto a la entrada con sus cintas giratorias, el Palacio de Congresos recién estrenado, la carretera brillante de asfalto fresco, las farolas solares alineadas y tiesas como soldados austrohúngaros en una exhibición castrense, los semáforos que bailan del rojo al verde y al amarillo en coreografía singular, las aceras límpidas, diamantinas, refulgentes al sol del mediodía, los atascos, las compras semanales, el partido de fútbol vespertino por la tele al frescor del aire acondicionado.
En la otra media ciudad, en los barrios de Arafat y Koufa o en los suburbios de Cinquieme y Sixieme, la arena se cuela por las puertas y ventanas y el pintor Oumar Ball sueña libertades y animales de su infancia. El artesano moldea teteras en la calle y el mecánico negro de grasa y aceite deja asomar una sonrisa blanca (en contadas ocasiones) mientras los coches circulan dando botes por calles imposibles de agujeros y animales que cruzan entre charcos donde, un año más, harán su agosto el cólera, el dengue, la malaria. “Esta sí es Nuakchot”, dice el taxista Oumar asomando los ojos por el espejo retrovisor. La otra también lo es.
“Esta ciudad la vamos construyendo a golpe de cumbres”, asegura Moussa Mohamed, comerciante. En 2016 fue la Liga Árabe, ahora es la Unión Africana. Desde hace semanas resuenan en la televisión pública el wolof, el pulaar, el soninké, idiomas tan mauritanos como el árabe pero casi siempre arrinconados por este. Es el arte del parecer, el juego de los espejos deformantes, la ilusión de un decorado que oculte lo de detrás. Al escenario preparado y guardado por diez mil policías se asomó este lunes el presidente francés Emmanuel Macron, recibido por sus homólogos africanos como un arcángel portador de buena nueva. En los barrios la vida siguió su curso.
En la Sofronia de Calvino, todos los años llega un día en que los peones desmontan media ciudad, “los frontones de mármol, los muros de piedra, los pilones de cemento, los muelles, la refinería, el hospital” y dejan a la otra mitad desnuda, desamparada, contando los días para que aquella regrese al año siguiente. En Nuakchot tienen otra técnica. Nadie se lleva nada. Ya se encarga el tiempo de ir gastando lo nuevo, llenando de baches el asfalto endurecido, derribando farolas, estropeando semáforos que no arreglarán hasta la próxima caravana de limusinas y gentes VIP que habiten por unas horas hoteles y embajadas del barrio de Tevragh Zeina mientras los hijos negros de los niños de El Mina seguirán jugando a la pelota con un revoltijo de trapos.
Original en : Blogs de El País -África no es un país