Entre «jambo» (hola) y «karibu» (bienvenido) transcurre la vida de quienes buscan en Kenia la cuna de la humanidad, o simplemente comprobar que a pesar de todos los estragos del depredador por antonomasia quedan lugares en los que podría ubicarse la cuna de la humanidad: entre las actuales Etiopía y Suráfrica, o en la falla que muestra las vísceras pétreas de África: el Rift Valley keniano. En esas latitudes se han encontrado cráneos de nuestros ancestros más remotos, el eslabón perdido, parientes del mono que emprendieron una ruta que desemboca en nuestros microscopios y nuestros machetes, nuestros taparrabos y nuestras corbatas, nuestros parlamentos y nuestras leyes. Es en esa misma Kenia donde se dieron cuenta de que era más rentable preservar los animales salvajes en su hábitat que vender safaris sangrientos. «Safari» (viaje) es otra palabra suahili que le acompañará si se anima a comprobar que la cordura ha prevalecido en Kenia, que han quedado atrás los enfrentamientos entre luos y kikuyus tras las elecciones del pasado diciembre.
Es hora de volver a Kenia, no en vano la antigua ministra del ramo declaró ante 250 periodistas invitados a propagar la buena nueva: «El turismo es necesario para salir de la pobreza». Han sido días muy tristes para Kenia un país que se presentaba como modélico para la desesperanza africana y que mostró su rostro más fiero. El acuerdo entre el gobierno y la oposición para compartir el poder ha devuelto la paz a Kenia y han invitado a quienes ya han experimentado la belleza de reservas naturales como la de Masai Mara, Samburu y Shaba,
Tsavo (tan grande como toda Bélgica),la propia Nairobi (donde se puede comprobar que aquí sí hay un esbozo de clase media que quiere afianzarse) y la costa del Índico, con la caótica y sabrosa Mombasa en su centro, a que regresen a un país hospitalario como pocos, y a los que todavía no conocen esta cuna de la humanidad a aventurarse. Aquí están a flor de piel los caminos de tierra roja, las colinas Ngong, montañas azules que cautivaron para siempre el corazón de Karen Blixen: su casa de piedra con las paredes forradas de caoba es una inolvidable antesala a sus «Memorias de Africa», a Kenia y a la capacidad de este continente para fascinar, para inocular un veneno inocuo que incita a regresar una y otra vez.
Para quien disfrute con la lluvia debe saber que hay dos estaciones húmedas, la más intensa corre de marzo a mayo, la más breve de octubre a diciembre, aunque el meteoro suele descargar al atardecer, como si los dioses se apiadaran del viajero. Después de la lluvia, la tierra rezuma como recién creada y los caminos de tierra se encienden de la misma arcilla que sirvió para fabricar las primeras vasijas que en Museo Nacional de Kenia enseña Linet Onunga, luo, pero que se siente «keniana por encima de todo ».El museo acaba de ser restaurado y contrapone la visión científica con la ingenua. Es una rara simbiosis, la del vibrante centro de Nairobi, con hoteles de lujo cosmopolita como el Norfolk, el Intercontinental o el Sarova Stanley, que ratifican el renombre adquirido por la capital keniana como nudo de comunicaciones y finanzas de África Oriental, sede continental de las Naciones Unidas, y la de los barrios-miseria, apocas manzanas, que exhiben lo dura que la vida resulta para muchos kenianos. La corrupción sigue siendo un mal enraizado.
Mientras en los «lodges» y o «camps» (hoteles de cuatro y cinco estrellas, enclavados en la selva, con hechuras de cabaña o tiendas de campaña pero con todos los servicios de Occidente) uno disfruta del contacto con la naturaleza sin el menor peligro, basta salir de los parques naturales a la carretera de Mombasa, orlada de baobabs, que separa el Tsavo Oeste del Tsavo Este, para encontrarse con escenas de una pobreza hiriente. El país compagina esas dos vertientes, como muchos otros en África. El esplendor y la miseria. Los contrastes más acusados. Algo que el viajero no debe ignorar aunque puede aplacar la mala conciencia sabiendo que sus divisas mantienen la industria más floreciente del país, que sufrió pérdidas de hasta el 70 por ciento por los enfrentamientos de la primavera pasada. El nuevo gobierno de coalición ha prometido devolver a sus hogares a los casi 300.000 kenianos que fueron desplazados por las refriegas.
Los animales enseñan lo que tienen. La red de parques naturales (empezando por el de Nairobi) son una lección de biología en aulas a cielo abierto que uno atiende desde vehículos que se internan respetuosamente en la selva, aunque también se puede optar por safaris a pie o a caballo, escalar el monte Kenia, conversar en torno a una hinchables de agua fogata en el Severin Camp de Tsavoy dormir acunado por el barritar de los hipopótamos o el canto de las aves del paraíso, desayunar ante el majestuoso Kilimanjaro de la vecina Tanzania, bucear en las límpidas aguas del Índico que bañan la costa de Mombasa, seguir las huellas de los portugueses en el Fuerte Jesús o recorrer las viejas calles donde especias indias se hacen africanas, ver cómo miles de artesanos le sacan el alma a la madera en la cooperativa de Bombululu, a las afueras de una Mombasa que, cuando cae la noche, se incendia de luces que se reflejan en torno a la isla. Desde la terraza del restaurante Tamarind da la sensación de que la pobrezaha sido borrada de la faz de la tierra.
O amanecer a orillas del Ewasu Nyiro (río de barro), en el «lodge» Sarova Shaba, mimetizado con la reserva Samburu, con un plato de mangoque se deshace en la boca, contemplando a los marabúes ya los cocodrilos, lejos del ruido. Allí el safari cobra su sentido. Kenia vale la pena. [