Volver a África. Todo empieza ahora, por Nuno Cobre

18/06/2012 | Bitácora africana

Yo venía de Europa. Yo venía de España. Yo había sentido calor. Yo había sentido calor. Yo había sentido frío. Muchos iphones, hermano. ¿Dónde me habías dicho que quedaba el presente? Miles de cabeza mirando hacia abajo y apretando botoncitos. Oye, qué ricos están los huevos estrellados. Y entonces mañana empezará todo. Mañana regresaré a África. Y sé lo que va a pasar. Y ahora ya sé lo que va a pasar.

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Sé que el primer día creeré que todo ha cambiado, que todo era mentira, que en realidad no era para tanto. Ahora, mientras veo aviones despegar sobre mi cabeza (uno tras otro, un avión, otro avión) ya puedo verme mañana en el aeropuerto africano que me espera. Sabes, allí me sentiré como en un pueblo animado donde la verbena, es decir, la cinta transportadora hará girar las maletas a un ritmo vertiginoso y de chocolate, un ritmo tío que se corresponde con el calor (oh, milagro) que ya uno siente aquí infiltrado hasta los tuétanos. Más profundo aún. Mucho más profundo. Entonces veré a Gonvina que tras hacerse la seria se explotará enseguida de risa, porque yo me explotaré enseguida de risa. Con la maleta a cuestas, caminaremos los dos por el aeropuerto minúsculo, nos rodearán los policías del aeropuerto con sus camisas azul marino y Gonvina dirá esa palabra mágica que ahuyenta a toda la burocracia de un plumazo.

Luego, porque siempre hay un luego, nunca nos moriremos. Luego saldremos afuera, al exterior del aeropuerto y nos dejaremos besar por el aire caliente que sale de la selva, que sale de todos, de cada uno de todos nosotros, de ella, de ti, sintiendo de nuevo el calor. Es increíble, tío. Sabes, luego llegará el chófer en el Nissan Pathfinder, y cuando nos adentremos en el vehículo, me mirará de reojo pidiéndome permiso para poner música, algo que yo estoy deseando más que él. Pon música ya, tío. Pon música, ya. Entonces, el chófer deslizará un CD y sonará el Ashawo de Flavour, sabes tío, y Gonvina se moverá rítmicamente en el coche, en medio de una noche cerrada que insinúa bosque, jungla, espíritus y AK 47. Todo eso. Con el coche en marcha. De noche y en la noche. Cuando tu quieras. Sabes que no tengo miedo.

Y me dará por pensar con gusto. Aquí, tan fácil. Es. Al ritmo de África, pensando que estoy enganchado a este continente, drogadicto ya a este coche, a esta noche que quiero conocer de una vez para decirle que nunca me revele sus secretos. En realidad. El viaje es largo y me gustaría que fuese más largo aún. Sólo quiero viajar, toda la noche, todo el día. Mira tío, Gonvina se mueve en el sillón de delante casi inconscientemente, elegantemente, bailando sin saberlo, embrujándonos de África y toda la fuerza mansa y segura. De este planeta.

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Luego. Poco a poco, nos iremos introduciendo en el tumulto (¿se dice así? ¿se dice tumulto?) de la ciudad loca, loca, porque a lo loco se vive mejor dirá Gonvina cuando me señale ese grafiti que proclama, “Soy un rebelde, me alimento de problemas, he vuelto a tomar esas pastillas azules, y me he vuelto a decir que quiero otro problema. Soy un hombre inestable”. En todo eso nos iremos introduciendo, noche cerrada, motos saliendo por todos los rincones, buscando el ruido.

Y al día siguiente tío (porque nunca nos moriremos) me levantaré y saldré a la calle y caminaré como un sonámbulo, con esa media sonrisa que sólo puedes poner en Amsterdam por la noche, a las tres y media de la madrugada aproximadamente. Rodeado de luces rosas, rojas y lavandas. Caminaré flanqueado por hombres escuálidos que levantarán sus manos para decirme, “hola Nuno, ¡bienvenido tío!”. Y yo les sonreiré de verdad, sabes. Cercanos. Ahora ya los quiero de verdad. Y los hippies seguirán ahí, a lo suyo, bajándome la cabeza a modo de saludo, moviéndose a ese ritmo tío que todo lo calma. No pasa nada, tranquilo. Todo es una esponja. Y yo caminaré como colocado, fijándome de nuevo en el zinc, en la otra vida, en las olas de la playa donde divisaré a las mujeres de blanco que siguen rezando al mar. Tan limpias. Y me volveré a decir cabreado que esto no era una broma. Que todo esto era verdad. Es increíble. Pero si hasta el otro día.

Los coches me adelantarán, algunos se ofrecerán a llevarme. Pero yo quiero caminar hoy. Quiero, quiero apoyar la suela del zapato aquí, en el duro asfalto y mezclarme y escuchar los gritos, las conversaciones roncas de una acera a otra, sacadas de una noche de New Orleans, quiero oler los aromas del pescado frito, del diesel intoxicado, del fuego, del fuego, del fuego. Y luego. Seguiré subiendo la cuesta del olvido, mirando, porque miro mucho. Lo miro todo. Y cuando miras, te miran y trataré de ver quién está en la cervecería. Y veré máscaras y cervezas. En la cervecería.

Luego entraré en el trabajo. Como siempre, repartiré tortilla española y confusión universal. Recibiré saludos, abrazos y más confusión metauniversal. Todos estamos en este barco hermano, ahora ya lo sé. Y todo por un momento me parecerá lento. Sabes tío, ese es el problema, que por un momento lo veré todo lento. Como que la gente sigue ahí, en frente del ordenador sin darse cuenta de que tenemos que darle una buena patada al mundo, sin nadie diciendo, quiero irme contigo a Lisboa ahora.

Por eso, a la hora de comer, con pinta de tipo que busca el color del cambio, vivir una vida. Entraré en el restaurante, sabes, como ido, santificado, imparable, caminando lento, como bendiciendo, comprendiendo, viendo, encontrándome poco a poco con los rostros irremediablemente rutinarios y brillantes que no acompañan mi sentimiento eufórico, que no quemarían todo esto ahora mismo y luego huirían a Lisboa ni tampoco buscarían un cáctus en una noche profunda bajo el ritmo de Philadelphia, aquella canción de Springteen. Y entonces saludaré a todos, efervescencia del primer día, e iré más lejos que de costumbre. Sí, propondré, saludaré de otra forma, embriagado de novedad y excitación. De cambio. Esperanzado. Pegarse un tiro. Porque me gustaría que todo cambiase, que todo se moviese, que hasta el cenicero se fuera por bulerías, que la ensalada saltase como Angus Young. Todo eso.

Y ese es el problema, sabes, que yo quiero ir más rápido. Y al volver a casa, más tarde, mucho más tarde. Al volver a casa más tarde, mucho más tarde, me creeré desesperado, pensaré ciegamente en una nueva África, le pediré más y más a la vida. Pero tras diecisiete vueltas de campana, la vida me acariciará y me dirá que me calme, que no pasa nada, de verdad, y con una voz de madre me dirá, tranquilo hijo, «esto no va a acabar así».

Original en : Blogs de El País. África no es un País

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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