AHORA QUE YA NOS HEMOS OLVIDADO DEL WATERPOLO, y qué fue de Pol Amat, las chicas del balonmano y el tipo polaco aquel de perilla que lanzaba el peso al quinto pino, pienso en la Perspectiva. No en la perspectiva Nevski, por favor camarada. Sino. En cómo la gente pierde la perspectiva. La cantidad de bípedos que desconoce la perspectiva. Ocurre en España. En el mundo.
¡Viva España! No hay más que rozarse por el Reino español durante el congelado mes de Agosto para comprobar como todo sigue igual. Todo se mueve decía Heráclito, pero dentro de un marco perenne, apuntaba Platón. Inglaterra sigue siendo mala en baloncesto. Abrir un ¡Hola! y encontrarse con un coñazo de Ana Obregón ‘escultural’ bajando las escaleras de un hotel en Ibiza, Miguel Bosé respondiendo en plan borde a la primera pregunta de una periodista, porque así mola más, ver en el telediario a mi amada Susana (hermosa sustituta de la eterna y pesada Ana Blanco) introduciéndome en una botella hispánica y limitada. Discutir con un familiar de la misma estupidez que hace veinte años. Pierdo la perspectiva de lo grande que es todo esto. ¿No te acuerdas? Es imposible, no puedes haberlo olvidado todo.
Al volver a África, curiosamente (¿debería decir curiosamente?) uno pierde también la perspectiva. Muchos se olvidan, nos olvidamos de los progresos de la humanidad, del respeto, de los valores, de escuchar a los demás y todo eso. Y todo eso. Qué aburrimiento todo eso. Y así. Muchos blancos que van alargando su estancia en el continente africano (añitos, añitos llevan ya) van desarrollando un sorprendente (¿debería decir sorprendente?) comportamiento retrógrado, y claramente seguidista del colonialismo más arrogante, que levita como esa sombra tranquila y apartada de la esquina. Un remanso afable. Tozudo como un apellido. Somos maduros, demócratas (qué aburrimiento) hemos crecido con la Constitución, nos han insistido en la Declaración de los Derechos Humanos, la revolución francesa, la abolición de la esclavitud, la igualdad entre los pares, la sordidez del racismo. Acatamos la dictadura de lo políticamente correcto. Mejor estar tranquilo y esas cosas. Dormir bien. Venga, vale.
Pero de repente una palabra, un adjetivo, una señora hábil, felina y de nombre ‘sutil’, se presenta tierna y ácida. Esa mujer tiene algo. Me pone. Amante en la oscuridad del caballero Don Prejuicio. Un poco bruto, provinciano. Rotundo. Es el hombre blanco. El mismo que se acomoda imperial, acaparador, ruidoso y cultísimo en la terraza del Snake Hotel, levantando un coñac con sus cuatro dedos y ordenando imperativamente a los camareros negros que le traigan los fettucinis, más coñac. Yes sir. 2012.
Con el tiempo te olvidas. Se olvidan. Doña sutil y su amante prejuicio, imponen manifiestamente la teórica superioridad blanca. Y ya llevamos unos años en este país, en este continente. Y nos hemos olvidado de todo. De constituciones y vainas. Del aburrimiento. Nos va la marcha. En las conversaciones, algunos blancos (es decir, de piel blanca) se refieren directa o indirectamente a los locales como patanes, faltos de entendederas, vagos irremediables, paletos, chapuceros y otros cánticos a la alegría. Eso sí, sutilmente. Para dormir bien. Además. Mientras ponen una pierna sobre la otra, encienden un buen cigarro, el hombre blanco habla paternalistamente de la necesidad de enseñar, casi amaestrar a los locales, porque no tienen ni idea de nada, “alguna lección tendremos que legarles”, decía un calvo el otro día haciendo girar un juego de llaves. Da un cierto poderío, eso de disponer de un juego de llaves. Y a uno le da por pensar en qué fue de todo aquello de la igualdad, derechos y demás palabrerío y papelerío necesario, al fin y al cabo. El bostezo es decisivo. Para la historia. Al parecer.
Me decía un ghanés en Accra, que el problema no es tanto la falta de educación, sino la forma de pensar de la gente. Y tenía tanta razón. Cierto es que la educación es fundamental, la cultura, los viajes, las experiencias, pero todos estamos marcados por lo que nos metieron por las orejas de pequeños. El entorno. Leen un renglón de la Declaración de los Derechos humanos y a la media hora, rezan para que su hermana no se case con un negro. “¿Te puedes casar con una negra?”, me preguntó una africana el otro día en la playa. “Claro que sí, me puedo casar con quién me dé la gana”, respondí. “Ah, pensaba… bueno, los nigerianos por ejemplo sólo se casan con las nigerianas, regresan a Nigeria para casarse…”, añadió ella para disimular. “¿No has pensado en casarte?”, me preguntaba.
Para atrás. Bastante gente que lleva en África unos buenos años, sufren un singular proceso involutivo, regresivo y definitivamente intolerante. Se vuelven aún más racistas, pierden la paciencia del respeto, se zambullen en la generalidad arrasadora. Perdemos la perspectiva. A base de gritos, que es como muchos libaneses tratan a los africanos, a base de gestos imperativos y coloniales que es como muchos blancos tratan a los africanos, nos introducimos de nuevo en la senda del cangrejo, volvemos a dar marcha atrás, ante el consentimiento acomplejado de la mayoría africana que asume un rol acomplejado y sumiso casi de manera natural. Por eso algunos blancos se crecen en África. Son alguien. Se les respeta. Dan órdenes. Se les obedece. Y después de comer, hablan públicamente de tolerancia en alguna otra parte. Usted tampoco sabe lo que se me está pasando ahora mismo por la cabeza.
¿Qué se merecen los africanos?
La perspectiva es un paraguas infinito, probablemente. Más confusión. Viajar, conocer más gente, dota de una riqueza impresionante, inconsciente y evolutiva, pero un exceso viajero también genera soledad, extrañeza, decepción ante la similitud antropológica de los seres que se parecen en Bamako y en Gerona, asombro ante la acumulación de células dispares que lo alejan a uno de los presentes en ese momento. LSD. Conocer más de la cuenta, puede causar el apartamiento del ser curioso que ha visto mucho más que sus congéneres y es así como de repente se queda sólo, incomprendido frente a la horizontalidad rutinaria que invade cada rincón de este mundo a base de duchas y televisiones. La importancia de la gente común, por otro lado. Decisiva. Todo encaja.
Viajar, conocer más gente, causa también un refuerzo de los prejuicios al llegar a casa. Viajar para cerrarse más. La amnesia. Como aquel viajero que conocí en una discoteca con más de cien países a sus espaldas portando una conversación desconfiada y medieval. Reduccionismo. ¿De qué va todo esto? Tal vez ahora mismo se están riendo allá en el universo de este terrícola que escribe sobre unas teclas negras, burlándose de mi falta de perspectiva. Universal. De mi limitación terrenal ¿O es que no sabías que el mundo no acaba en el mundo, que ni siquiera el universo debe acabar en el universo y yet, y yet, y yet?
Original en : Las Palmeras Mienten