Si se tienen las agallas suficientes para cerrar los ojos cuando uno está dentro de una destartalada furgoneta cargada hasta arriba que enfila una curva a 120 kilómetros por hora por una carretera llena de baches, viajar en transporte público en África es una experiencia de la que se aprenden muchas cosas. Así volví a comprobarlo el pasado 16 de marzo cuando recorrí los 400 kilómetros que median entre las ciudades congoleñas de Butembo y Goma. Podía haber viajado en avión, pero mi curiosidad por ver de cerca una de las zonas de África más conflictivas y al mismo tiempo más hermosas pudo con mi miedo a desplazarme por una carretera donde de vez en cuando aún ocurren asaltos y emboscadas. Cuando salí a las cinco de la madrugada, aún de noche, rumbo a la avenida principal de Butembo, con mi bolsa al hombro, iba excitado y deseoso de fijarme en todo como un chiquillo que acude a un parque de atracciones por primera vez.
Cinco filas de asientos aguardaban a los pasajeros y tras entrar en la segunda de ellas calculé que a tres ocupantes por fila la furgoneta (bautizada pretenciosamente como “minu-bus”) se llenaría pronto. Pero en África los cálculos suelen servir de poco y al cabo de una hora ya éramos 20 pasajeros y cuando finalmente arrancamos a las siete dentro estábamos ya 23 personas y cuatro o cinco gallinas, una de las cuales se acomodó entre mis piernas junto a su propietaria que no dejó de colocar su codo izquierdo en mi costado adoptando posturas inverosímiles. Me fijé en numerosos camiones que se dirigían, como nosotros, hacia el Sur, que portaban numerosos pasajeros sentados peligrosamente encima de sus enormes cargas de mercancías desafiando todas las leyes del equilibrio, y caí en la cuenta de que yo era uno de los pocos afortunados que, aunque apretujado, tenía el privilegio de viajar sentado y a cubierto.
El joven chófer atravesó los últimos barrios de Butembo a velocidad de vértigo para adentrarse por una carretera de tierra que cruzaba por aldeas, frecuentada por multitud de hombres y niños que marchaban, azada al hombro, a cultivar sus campos, y de mujeres dobladas con su haz de leña a la espalda sujeto por una tela que tomaba en la frente su punto de apoyo. Durante una buena parte del trayecto, en las zonas de Lubero y Kaseghe, subimos y bajamos por un sinfín de colinas desde donde se divisaban valles verdes que se perdían en el horizonte y de donde se elevaban innumerables columnas de humo. Cada pocos kilómetros policías vestidos de amarillo apostados junto a barreras nos hacían parar para echar un rápido vistazo dentro y de paso recibir alguna propina del chófer, que –según me fijé- llevaba las cantidades ya preparadas para poder dispensarlas con rapidez.
Tras adentrarnos en un espeso bosque flanqueado por rocosas pendientes escarpadas el espacio cerrado se abrió inesperadamente en un horizonte sin límites donde se perdían mil valles inmensos bañados de luz. Lentamente fuimos bajando por el parque nacional de la Virunga, uno de los parajes más majestuosos del mundo que ocupa un amplio espacio de la depresión del valle del Rift y al que hace años acudían turistas, biólogos y naturalistas venidos de todo el mundo. Ante esa maravilla me olvidé de la incomodidad de mis piernas dobladas durante horas, los mareos y los sustos provocados por las mil y una imprudencias que nuestro joven chófer cometía en cada curva, donde parecía sentir un especial cariño por el lado izquierdo.
Cuando terminamos nuestro descenso, continuamos por una larguísima recta hasta llegar a Rwindi, otrora centro turístico con un hotel y cuyos derruidos edificios ocupan hoy soldados del ejército congoleño. Casi enfrente de ellos un contingente de la MONUC (la fuerza multinacional de paz de Naciones Unidas en la R D Congo) se alberga en un campamento fuertemente pertrechado. En un puesto de control militar nos hacen descender a todos y un militar con gafas oscuras me ordena con elocuentes gestos que me dirija a la “oficina de inmigración” para que comprueben mis documentos. En un momento me encuentro de pie ante tres jóvenes con cara de perdonarme la vida que escudriñan con parsimonia mi pasaporte y mi cartilla de vacunaciones.
-¿Por qué no se ha puesto usted este año la vacuna contra la fiebre amarilla?
-Me vacunaron en 2004. Es que en el hospital donde me la pusieron me dijeron que dura diez años.
-Ah, claro, entonces está usted en orden. Denos algo para compensarnos por los minutos que hemos perdido con usted.
Me saqué tres dólares del bolsillo y tuve suerte que les pareció una compensación adecuada. Me moría de ganas de sacar alguna foto, pero la figura del soldado de las gafas oscuras que no me quitaba el ojo de encima fue suficiente para disuadirme.
Continuamos por un largo tramo de carretera que atravesaba un espeso bosque. Cada pocos metros nos encontrábamos con patrullas de soldados que iban y venían. Mi vecino del asiento delante del mío, un hombre gordo que tenía pinta de hombre de negocios y que había pagado dos asientos para ir algo más cómodo, se volvió y me habló como si intentara tranquilizarme:
-Hasta hace poco había muchas emboscadas de los rebeldes hutus por esta carretera. Disparaban, mataban a los pasajeros, les robaban todo y después quemaban el vehículo. Pero ahora hay seguridad.
Eso dice mi compañero de viaje, aunque cualquiera se fía. Según continuamos más adelante, las patrullas de soldados dan paso a columnas militares bien armadas. Cuento los soldados que veo en una de ellas y me salen 150. Nuestras últimas paradas son en Kiwanja y en Rutshuru, unos 70 kilómetros al norte de Goma, dos localidades que hace poco más de un año sufrieron los durísimos ataques de los guerrilleros tutsis del CNDP de Laurent Nkunda, apoyados por el ejército ruandés, quienes cometieron matanzas sin cuento en la población civil. Hace pocos meses la organización HUman Rights Watch acusó también a los soldados del gobierno congoleño de haber dado muerte a cientos de civiles durante una operación contra los rebeldes hutus del FDLR . Me entero que durante esta semana los soldados gubernamentales y los de la MONUC están realizando una campaña de recogida de armas. Cuando llega alguno con un fusil lo entrega, no le hacen ninguna pregunta ni tiene que dar su nombre, le dan 150 dólares y se va.
La última fase del trayecto es una larga bajada en la que a la izquierda contemplamos las colinas de la vecina Ruanda y a la derecha los volcanes que anuncian la gran presencia del Nyaragongo, que en 2002 entró en erupción y arrasó la ciudad de Goma. Cuando entramos, a las cinco de la tarde, nos recibe un caótico bullicio de personas y vehículos. Enfrente de donde se para nuestra furgoneta se arma un revuelo cuando un soldado detiene a un joven y, tras despojarle de su camisa, se lo lleva arrestado. Mis anfitriones llegan a los pocos minutos y me monto con ellos en su coche. Respiro de alivio después de tanto trajín. Nada más marcharnos, un coche embiste contra dos motos y provoca cuatro muertos. El revuelo que se arma a mis espaldas es de campeonato y me doy cuenta de que me he librado por los pelos.