El ‘impasse’ del conflicto en el sur de Senegal permite al pueblo de Youtou celebrar una fiesta de danza y lucha tradicional que no se convocaba desde 1980
Este no es el tipo de periodismo sobre África que suele ocupar las páginas de los periódicos. Aquí no hay yihadistas radicales ni epidemias ni hambre y los únicos muertos, lo están de risa. Esta es la historia de un joven diola que lee a Goytisolo, de un luchador senegalés que quiere estudiar Bellas Artes y de negros que se pintan la cara de blanco para festejar que están vivos. Este es el relato de un sueño entre ceibas gigantes y bosques de anacardo, una fiesta de jóvenes que lanzan gritos de guerra vestidos con faldas de hoja de palma y gorros de Papá Noel o de su equipo de fútbol favorito, la tenaz resistencia de un pueblo que se agarró a su alma incluso en medio de la violencia. Este es un viaje al corazón de Casamance.
Una pequeña canoa con una treintena de personas a bordo se desliza con parsimonia entre los manglares. Alassane maneja el timón con destreza. En ocasiones se yergue sobre las cabezas del pasaje para escudriñar los vericuetos de este río manso mientras grupos de garcetas observan con curiosidad desde las orillas. A esta hora de la tarde, el sol golpea sin piedad y se refleja en caprichosos dibujos sobre las ondas de agua que provoca la embarcación. Demba Balde sonríe. Este joven de 24 años de Yemberene estudia Bachillerato por libre para poder, algún día, ingresar en la Escuela de Bellas Artes. Y, mientras tanto, pasea su orgullo de formar parte del equipo de lucha senegalesa de Kabrousse que hoy se desplaza hasta Youtou, un pueblo situado a sólo dos kilómetros de la frontera con Guinea Bissau, para participar en una exhibición.
A su lado, hombro con hombro, Komilá Diatta ojea las páginas de Para vivir aquí, la novela en castellano de Juan Goytisolo, aunque no puede evitar desviar la mirada del libro tras cada párrafo para anotar en su cuaderno de vocabulario las palabras que no entiende, ajeno al paisaje. “¿Codo viene de código?, ¿qué significa tabuco?, ¿cuál es la diferencia entre estropear y romper?”, escribe en su ajada libreta. Antiguo estudiante de español en la Universidad Cheikh Anta Diop de Dakar, hoy trabajador en una fábrica de harinas de pescado, no ha perdido el interés ni las ganas por la literatura. Su viaje, en realidad, es de vuelta. Youtou es su pueblo y regresa hoy, seis meses después de su última visita, para disfrutar del hulang, una fiesta única de la etnia diola que, debido al conflicto que sufre esta región desde hace 35 años y al éxodo de su comunidad, no se celebraba desde 1980.
Tras una hora de navegación y al doblar un recodo, aparecen las primeras casas del pueblo. Benedicte, compañero de Balde, se levanta, coge un cuerno de antílope y, soplando por su extremo, lo hace sonar con fuerza. Es un bufido de alerta, un aviso: los guerreros de Kabrousse han llegado. El embarcadero es la puerta de Youtou, por donde todo sale y todo entra. La única pista de tierra que les unía con el mundo a través del bosque está inutilizada, llena de agujeros e invadida por la maleza. Sólo los militares la transitan con sus vehículos de camuflaje. El proyecto para rehabilitarla también se abandonó debido a las escaramuzas entre rebeldes y Ejército, una consecuencia más de la silenciosa guerra de Casamance
Mientras los luchadores se encaminan a preparar sus ritos para el combate, el joven Diatta se deshace en saludos y sonrisas. Carga con dos pollos que compró en Ziguinchor y una decena de escobas, encargo de su hermana mayor, pero se detiene a cada instante para conversar con sus conocidos. “Komilá, ¿cómo estás?, ¿has venido al hulang?, ¿qué tal Dakar?”, le preguntan todo el tiempo. Hay un intenso olor a fruta podrida, los mangos rebosan y caen al suelo sin que nadie se preocupe de recogerlos. Youtou es una fiesta de la naturaleza: enormes ceibas, palmeras, árboles de anarcado y baobabs se alzan rotundos hacia el cielo en las tierras de las seis comunidades en que se divide el pueblo, enmarcados por los arrozales que dan de comer a sus gentes.
A lo lejos, los tambores comienzan a marcar el ritmo. Los primos de Komilá Diatta se pintan la cara de blanco y se hacen fotos con sus móviles en poses desafiantes. En el raro frescor de las casas de paredes de barro y techos de chapa se bebe vino de palma. De repente, suenan gritos. Los vecinos de esta comunidad de Bueno acuden a la llamada y arranca el econcón, el cadencioso baile ritual. Los jóvenes danzan siguiendo el paso de la percusión y las mujeres les jalean y les echan arroz y polvos de talco por encima en señal de júbilo. Allí, atento a todo, está Sunol Yené, el místico que organiza y dirige la ceremonia.
“Todo comienza con un sueño”, asegura Paul Diedhou, profesor universitario, experto en la cultura diola y vecino de Youtou. “Un miembro de la comunidad de cierto nivel ha tenido una aparición, un fetiche se le ha revelado mientras dormía. Entonces está obligado a organizar un hulang, una fiesta de iniciación, que concluye con una sesión de lucha senegalesa llamada ewagen y se invita a los pueblos cercanos, incluso de la vecina Guinea Bissau”, explica. Dura tres días, el primero son los mozos quienes se enfrentan, al día siguiente los niños y los adultos, mientras que la última jornada se reserva para los combates entre mujeres.
medida que van pasando las horas el ritmo de la música se acelera. Los primeros cantos recuerdan las historias célebres de la comunidad, sus leyendas, sus gestas. Luego se pasa a canciones fúnebres, se llama a la muerte. “Hay toda una ritualización de la violencia”, aclara Diedhou. Los jóvenes, cubiertos de arroz adherido a su cuerpo por el sudor, exhiben todas sus armas: cuchillos, machetes, bastones y hasta algún arco y flechas. Apenas cubiertos con unas faldas de hoja de palma, en las piernas llevan atados una especie de sonajeros de lata que mueven al ritmo de la música. En los accesorios, sin embargo, emerge su sentido práctico de la reutilización: un DVD atado al brazo, gorros de lana del Barça o de Papá Noel, mallas de estrellitas y rayas, gafas de sol a lo John Lennon. El África más ecléctica y sorprendente.
Siempre conducidos por los mayores, “los responsables de cada fetiche”, según Diedhou, los jóvenes marchan ahora en fila india hacia la comunidad vecina de Brengo. La larga y ruidosa comitiva se dispone a adentrarse en el bosque de anarcados, pero las mujeres cogen un camino diferente. “No les está autorizado pasar por aquí”, explica Diatta. Todo el hulang está lleno de simbolismo y ritos, de gestos, de olores y colores, cada uno con un sentido que escapa, como arena entre los dedos, a los ojos del observador inexperto. A la sombra de unas imponentes ceibas, los jóvenes de Brengo y Bueno se hermanan y bailan juntos. Pero hay tanta risa como desafío, las miradas presagian lo que vendrá.
Tras cruzar los arrozales, el pueblo entero se congrega en Kanokendo, un claro en la vegetación situado junto a las casas. Un lugar lleno de misticismo. El campo de batalla para la lucha. El acto final del ewagen. Cientos de personas se agolpan alrededor, dejando un amplio espacio libre. Las mujeres, una vez más, espolean a sus hijos y hermanos para que sean valientes en el combate. “Ellas son las catalizadoras de todo”, explica Diedhou. Los grupos se colocan, cada uno con los suyos, a la espera de que comience la pelea. Caras de tensión, expresiones rígidas. Entonces, a un gesto del Sunol Yené, se desatan las hostilidades.
Los luchadores ansiosos por batirse avanzan hasta el centro del círculo y señalan a sus rivales de otros pueblos. El escogido puede ignorarlo o aceptar el envite. La pega recuerda a la lucha canaria, los jóvenes se agarran de la falda y doblan la espalda, tratando de tumbar al contrincante. Se golpean, se empujan, se traban los pies, trastabillan. Pierde el que es derribado. Hay cuatro o cinco peleas al mismo tiempo, los aficionados estallan en gritos de alegría cuando gana uno de los suyos y echan a correr en todas direcciones. Los ancianos, armados con bastones de madera con pinta de doler mucho, vigilan que la cosa no degenere.
El ambiente es eléctrico, cargado de agresividad, pero también festivo. Poco antes de caer la noche, un aviso de Sunol Yené pone fin a la ceremonia. “Todo transcurre en paz, es una tradición que se pierde en la noche de los tiempos y que permite a nuestras comunidades reforzar sus lazos de unión y amistad”, añade Diedhou. La guerra, la otra, la que enfrenta a los independentistas contra el Gobierno desde 1982, la que provocó que este pueblo de Youtou prácticamente quedara desierto durante una década, vive una situación de impasse desde hace cinco años en el que el ruido de las armas ha ido dejando paso al diálogo y a la reconciliación, un proceso lento y complejo que huye de los focos públicos y se refugia en la intimidad de estos pueblos donde la vida, como siempre, se va abriendo paso. Los que regresan se reencuentran con sus árboles, sus campos, sus casas y recuperan sus fiestas y tradiciones. Como en Youtou, donde hasta los fetiches vuelven a aparecerse en sueños. Komilá Diatta, cansado pero feliz, vuelve a la casa familiar. Esta noche toca cena a la luz de miles de estrellas.
Original en : Blogs de El País . África no es un país