Viaje a Ghana. 7ª parte, “Buscando un escritor negro», por Nuno Cobre

12/01/2012 | Bitácora africana

DESDE HACE TIEMPO TRATO DE SABER MÁS SOBRE LITERATURA AFRICANA, una exploración nada sencilla para un europeo marcado por el canon blanco. Y ahora aquí, en Accra (quien me lo iba a decir hace unos años) tenía la oportunidad histórica de escrutar una feria literaria que había visto anunciada en el Daily Graphic.

Así que hoy me quedaría por Accra. Qué gusto eso de levantarse tranquilo, marcándote una agenda donde sólo el deseo, lo que apetece, marca la próxima parada. Relajado, desayuné en la agradable terraza del hotel rodeado de vegetación y lagartos espontáneos a la vez que me lo repetía a mi mismo: hoy es el día de la Feria del Libro, la oportunidad de acercarse a la literatura africana. Porque en Ghana, a diferencia de otros países africanos, hay libros. No es que haya librerías por todos lados, pero ves libros, ves a gente leyendo.

Viene un taxista con cara de bucanero malo, de esos que persiguen al bueno desde el principio de la película. Negociamos el precio y salimos. Nos dirigimos al Fair Trade Center y durante el trayecto pasamos por el Jokers, al que veo desde fuera pintado todo de rojo sangre y adornado por muchos globos multicolores. No puedo reprimir una mueca y el taxista, que se ha dado cuenta, me pregunta, “¿Conoces el Jokers?”. “Bueno sí,” le respondo tras unos segundos. El se ríe y entablamos una conversación y al poco me dice que su hermana se quiere casar con un hombre blanco, que no le gustan los hombres negros. Yo lo miro. Y él me dice que le dé mi número y luego levanta y perfila sus manos para añadir que su hermana es una mujer alta, vigorosa y de buenas curvas (cha, cha, cha) Yo me río por fuera, pero no lo estoy haciendo por dentro, “¿Man, me estás hablando de tú hermana?”, pregunto. Y él asiente. “Bueno, estaré en el Tantra estos días”, le digo. “Pero dame tú número”, me dice cuando yo ya estoy fuera. Y con una sonrisa, le respondo, “noooo”.

Ahí está la feria. En la entrada del pabellón, se despliega una enorme bandera ghanesa. Mis pasos me llevan al recinto y me encuentro con varias filas de puestos de libros. Suena una buena música de fondo, ritmo, ritmo. Voy hojeando, no tanto los libros infantiles que son mayoría, sino la otra literatura. Encuentro en un puesto que custodia un nigeriano, varios libros de Soyinka y Achebe. Por fin doy con el Things fall apart de Achebe, pero su precio es desorbitado porque viene acompañado de unas bellas ilustraciones. Soyinka o Achebe, ¿quién es el mejor? Parecen preguntarse los nigerianos. En el stand de al lado, una chica de voz dinámica vende Biblias y me dice que debo ser consciente que Dios murió por todos nosotros. Le digo que ya tengo la Biblia en español y que sinceramente deseo leerla. Ella afirma, pero me dice que tengo que leerla en inglés también.

Sigo caminando y hojeo varios libros de educación ghanesa, destinado a los escolares. Compruebo como desde muy niños, a los ghaneses se les inculca un sistema de valores basados en el respeto, la educación y los derechos. Continuo hojeando libros, tratando de encontrar el The Beautiful ones are not yet born, de Ayi Kwei Armah, pero no hay manera. A quien si encontré fue a Ama Ata Aidoo y su The girl who can. Mientras tanto, varias personas me habían entregado sus tarjetas de visita. Entre ellas una mujer que luego me la volví a encontrar y no sé qué me dijo.

Me paré en un stand donde no pude menos que fijarme en las cicatrices que un hombre llevaba marcadas sobre su cara. Por los dos lados, eran como arañazos de gato. Cuatro o cinco a cada lado del rostro, en forma lineal, uno sobre otro. Le pregunté al hombre (supongo que osadamente) si esas cicatrices eran voluntarias o… El tío me miró con cara de muy mala leche, con las caras de estos que se dedican a repartir puñetazos en bares de mala muerte. Y me dice, “¿Acaso tengo que seguir tu modelo?”. Un poco nervioso, di un paso para atrás. “Eh, hmmm (yo, yo) no que…” y mientras estaba diciendo esa frase, me interrumpió (o más bien me salvó) una voz juvenil y fresca que provenía de un chamo, que tendría que tener unos veinte y poco. “Qué dice que él tiene su modelo de vida”, me aclaró amistosamente. Le agradecí interiormente al pibe que se entrometiese y me puse a hablar con él. Una vez más, el fútbol me rescató, en este caso claro, los jugadores nigerianos que habían jugado en España como Finidi, un par de ellos más, y afortunadamente me acordé de Amokachi. El matón afirmó, se había relajado y además se marcó un bailecito con el musicón que sonaba de fondo.

No muy lejos de allí, me tratan de vender un libro que se llama Ama, sobre la vida de una esclava. Me dicen además que el autor está por ahí, Manu Herbstein. No compro el libro, pero al rato me encuentro con un hombre bohemio luciendo una camisa larga africana y deambulando despistadamente por los pasillos. Le paro y me pongo hablar con él. Herbstein me cuenta que nació en Sudáfrica, pero que desde hace muchos años vive en Accra. Le pregunto por librerías en Accra, y me recomienda la de EPP, justo el pabellón que está en frente. Luego le pregunto si se ha divertido escribiendo este libro, y mira para abajo, hace un extraño ruido con la boca y sé lo que me quiere decir a pesar de todo. Todo el que escribe lo sabe. Ahora es Manu quién me pregunta a mí, “¿Has comprado mi libro?”, me dice.

Salgo del pabellón al cabo de un buen rato y me meto en la nave de EPP. Guau, todo libros, todo lleno de libros, dispuestos circularmente. Suena de nuevo una música moderna, discotequera, trepidante. Empiezo a descubrir libros valiosísimos, libros que analizan la literatura casi como una partida de ajedrez, tal como yo lo había pensado (¿innovar es imposible?) Se nota el pasado colonial ingles de Ghana en la selección de las obras. En su gran mayoría provienen del Reino Unido, de editoriales británicas, de fuentes anglos. Me apropio de unos cuantos libros más, aunque sigo sin encontrar el de Ayi Kwei Armah.

Frente a mí, un niño con un uniforme amarillo hojea un libro de Hitler y luego se va corriendo casi alegremente. Una de las encargadas, una chica de unos veinte años comienza a hablar conmigo. Porque en Ghana, en África, todo el mundo habla contigo. Todo el mundo te pregunta algo, quieren conocerte. Me dice que en Ghana, a la gente no le gusta la pelea, “yo misma, cuando veo que se están peleando en algún sitio, me voy”. Sigo paseándome un rato más, y la música es tan buena, tan marchosa, que dan ganas de salir de marcha. Y estoy un tanto emocionado, tanto que vuelvo a pabellón principal para comprar la novela de Herbstein. Ofrezco dólares porque ya no me quedan cedis y una chica empezó a hacer cálculos, a subrayar un papel. Pero pronto una india espabilada y con su cosa, le dijo que ella se encargaba. Sacó una calculadora, apretó varias teclas y me enseñó el precio. Un nuevo libro para la cesta.

Salgo de ahí. Y cuando salgo se ahí por la tarde noche, tengo ganas de pronto de echarme a perder, de emborracharme, de drogarme, de complicar mi vida, de vivir más al límite, de cabalgar en la euforia, de recuperarme con emoción… así un rato, un buen rato mientras el taxi sigue yendo muy rápido en una Accra nocturna.

Autor

  • Nuno Cobre

    Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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