LA CATARATA CAE ESPECTACULAR SOBRE EL LAGO y se deja observar por dos hamacas de madera que casi se deslizan sobre el lago a modo de colchonetas. Sin duda un enclave privilegiado para dejarse llevar por el sonido marino, por el color de la relajación, por los humos de la desconexión. Aquí se quiere quedar uno muchas horas. En una de las hamacas hay una chica rubia y camiseta rosada que permanece acostada, casi dejándose tragar por la catarata, permitiendo que le salpique la caída del agua que al descender parece transformarse en bolas de fuego orgánicas, metamorfoseándose en dispares formas antes de fundirse definitivamente con el lago.
La chica no se ha movido desde que hemos llegado ahí. Envidio su enclave privilegiado, e intentando no hacer ruido me voy apostando lentamente en la otra hamaca, a su derecha. Ahora yo también estoy ahí tendido, con los ojos cerrados, dejándome llevar por la armonía de la verdad, por la clarividencia de otra vida que a veces uno echa de menos. Una vida desconocida, pero que uno intuye blanca y pacífica, lejana y cómplice. Cerca.
Envenenado de quietud, le hago un gesto al guía y sin desearlo en realidad, nos ponemos en marcha. Por una de las veredas nos cruzamos con dos chicos y una muchacha. Los pibitos llevan el pecho descubierto, uno de ellos además se apoya en un palo y lleva un pañuelo incapaz de ocultar unos cabellos rubios, casi pelirrojos. El rubio al acercarse a nosotros nos cuenta que a su amigo le ha mordido un lagarto. Con un claro acento norteamericano, relata la experiencia con varios “wow! wow!”. El guía que les acompaña dice tranquilamente que no pasa nada, que no le pasará nada al niño. Yo añado que tal vez el afectado (que ahora está haciendo el indio en frente de la chica de rosa que permanece ajena, reposada) se convierta en un lagarto al cabo de unos días. “Ojalá”, me dice cómplice la otra chica.
Me voy de ahí con el guía y éste pronto me empieza a decir que en Ghana la vida es dura. Que ni siquiera tienen dinero para comprarse libros escolares, que todo es carísimo. Yo, que ya sé por donde vienen los tiros, le digo que le daré unos cuantos cedis, pero que de momento, lo mejor será caminar. Se nos ha juntado otro guía, que se pone a hablar en Ewa con mi guía. Yo me adelanto, y este diálogo tribal bajo aquel marco natural, forman un mosaico precisamente africano, perfecto. Más perfecto aún cuando pasamos por una cabaña a medio hacer, entronizada por varias máscaras que parecen inspirar al otro guía que se pone a cantar y aquella melodía reconcilia a uno con los placeres de la naturaleza y con el origen de la vida.
Al llegar de nuevo a la villa, el guía me lleva a ver unas avestruces que se me acercan presumidas y simpáticas. Orinan con una rapidez y una fuerza increíbles. Toma ya. Aprovecho el show para darle unos cuantos cedis al guía que agradece muchísimo y luego sigo caminando por la villa que muestra varios puestos de artesanía, telas, suvenires africanos… Aquí pellizco a un niño ghanés de grandes mofletes que me saluda con la mano y a los pocos minutos me reencuentro con Kwaku que se despierta de lo que parece haber sido una buena siesta.
Kwaku y yo llevamos todo el camino repartiéndonos unas bananas pero tenemos más hambre. Aparcamos en Hohoe y Kwaku está sonriendo, un poco nervioso. Entramos en una especie de “casa restaurante”. Kwaku me ha dicho que me siente, que él se encarga de todo. En el restaurante de mesas y sillas de plástico, todo el mundo está comiendo con las manos e inmersos en alegres chácharas. Me fijo en la cocina, donde una joven machaca la cassava detrás de unas rejas. Kwaku me dice que va a pedir Banku (cassava machacada mezclada con maíz, más una salsa picante que viene con el pescado Tilapia y unas hojas de laurel) para mí también. Yo afirmo, ávido por experimentar una vez más.
Cuando una mujer alta y gruesa nos planta los dos platos encima de la mesa, le pregunto a Kwaku por los cubiertos, y éste sonríe para invitarme a probar el almuerzo al modo tradicional. Me fijo en Kwaku que moja sus dedos en la salsa y luego los infiltra en la cassava, casi como si sus dedos fuesen unas pinzas carnales que rebañan con familiaridad el sustento. Kwaku es rápido, y se desenvuelve con la fluidez que dota la costumbre. Yo voy mucho más lento, metiendo mis dedos torpemente en la masa tuberculosa y luego en la salsa. Me chupo los dedos literalmente varias veces. A los pocos minutos, Kwaku se ha desparramado sobre su asiento, lleno, feliz. Yo no puedo con todo, pero también me voy contento del lugar, donde he sido observado disimuladamente desde el primer minuto, para comprobar si estaba a la altura de la tradición. El Banku.
Original en Las Palmeras Mienten