En los tiempos de Noé, “comían, bebían, tomaban mujer y marido … y no se dieron cuenta hasta que vino el diluvio y los arrastró a todos” (Mt24, 37-38).
Nada que añadir a la afirmación del Evangelio. El coronavirus no es el diluvio, pero se le parece. También nosotros, la humanidad en su conjunto o parte de ella ha llegado a confiar en sus seguridades y sus capacidades, a inventar todo tipo de artilugios hasta tal punto que nos creímos dueños y señores del universo. El hombre llegó a la luna; creó el avión capaz de recorrer el planeta; fabricó los satélites capaces de ver los movimientos de los astros, inventó el internet para conectar todo en un tiempo récord; hizo tantos avances tecnológicos que se creó capaz de prolongar la vida. Tan es así que llegó a pensar que la vida le pertenecía en absoluto: podría decir cuando empieza y cuando acaba esperando el día que sea capaz de prolongarla al infinito. Así estábamos: comiendo, bebiendo, controlando todo en la indiferencia total frente a la desigualdad y la injusticia que supone el sistema en el que nos hemos instalado. Y de repente llegó el coronavirus. Qué razón tiene Pedro Cuartango cuando afirma en ABC: “justo en el momento en que el hombre acaricia la ansiada inmortalidad prometida por la serpiente (del génesis), un virus se burla de todas nuestras certezas y nos coloca a la dolorosa conciencia de nuestros límites”
Primero aparecieron los incendios devastadores en Amazonas, luego en Australia y en distintas regiones del mundo sin que nos mutamos. Luego llegaron las tempestades que levantaban las olas de una altura desconocida antes desfigurando por completo las playas del Mediterráneo. Nos seguimos escudando en el cambio climático. Hace poco aparecieron las langostas en el cuerno de África que parecían recordarnos las plagas de Egipto en los tiempos de Moisés y nadie prestó atención a ello. ¿Eran señales precursoras de algo más grande? Nadie supo leer los signos de los tiempos. La soberbia nos ha embotado tanto que creemos que de igual modo que el mundo gira en torno al sol, el universo gira en torno nuestro.
Ahora tenemos el coronavirus. Lo tenemos en nuestros países, en nuestras casas, en nuestra ropa, en nuestras manos, en nuestros móviles, en nuestros mocos, en nuestra saliva. Lo tenemos por todas partes, pero solamente vemos sus efectos porque es tan pequeño que nadie lo ha visto jamás con sus ojos. Los científicos que tienen ojos artificiales, capaces de escudriñar las entrañas de las criaturas más escurridizos nos dicen que mide entre 50 y 200 nanómetros. Qué nadie me pregunte lo que esto significa. Solamente sé que no por ser pequeño deja de ser peligroso; tiene una corona y reivindica el trono que le falta, el del mundo.
Y resulta que nos faltan hasta las mascarillas, los guantes, el alcohol etc. Faltan hospitales, camas, médicos, fármacos etc. El virus se mueve en medio de nosotros y se ha convertido en lo que mejor compartimos entre nosotros sin que nadie consiga pararlo los pies, si es que los tiene. Ni sabemos cómo aplicar las medidas necesarias sin que nos impongan el confinamiento obligatorio. ¿No teníamos un nivel educativo tan alto que éramos capaces de utilizar la razón cuando se trata de nuestro bien? ¿No teníamos un progreso más allá de lo que se podía imaginar hace solamente cien años? ¿Acaso no teníamos todo atado y controlado? ¡Qué lejos estamos del sueño de Stephen Hawking sobre la Teoría del todo que colocaría al hombre en la cúspide del universo, en el mismísimo lugar de Dios!
Dice la canciller alemana, Angela Merkel que lo que se avecina no tiene nada que ver con lo que sabemos. Llega a comparar la situación con la de Alemania inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial. Quiere decir que el coronavirus nos recuerda que nuestra soberbia es vulnerable.
Viendo las calles vacías con tantos millones de personas confinadas y llenas de miedo, uno puede quedarse en la impotencia y parálisis esperando un futuro incierto. Pero también esto puede ser una oportunidad para interpretar lo que acaece no como una casualidad sino más bien como una señal. Estamos ante una gran señal del tiempo. Es un aviso ligero de lo que podría ocurrir a la humanidad entera en un futuro próximo.
En primer lugar, tenemos que darnos cuenta de que esta confianza absoluta en la capacidad de la razón humana es un error. Nuestra razón tiene una capacidad infinita pero no absoluta. Un pequeñísimo bicho llamado coronavirus nos está haciendo una buena demostración de ello. Estamos ante un hecho siempre predicado, pero últimamente rechazado por algunos: somos responsables de nuestra vida, pero no sus dueños. La vida nos precede y nos excede. Somos pasajeros hospedados temporalmente en un mundo que nos es nuestra propiedad.
En segundo lugar, este tipo de progreso que deja parte de la humanidad en la miseria y la injusticia no nos lleva a ninguna parte. Somos todos habitantes de una misma tierra cuyo creador es el único digno de alabanza. El coronavirus pone fin a nuestra soberbia igualando a todos: ricos y pobres, reyes y súbditos, propietarios y mendigos. Todos confinadas, hostigados por el miedo y la incertidumbre. Desde nuestro estado de criatura, nuestras orgullosas certezas que borran a Dios del horizonte son efímeras y frágiles.
Esta pandemia es una señal inequívoca. Nadie de nosotros tiene la clave de la vida. Puede llegar algo mucho más grave capaz de poner fin a nuestra aventura. Es una señal que nos recuerda que podemos considerarnos “dioses” pero nunca seremos Dios. Volvamos a la sensatez.
Original en : Afroanálisis