Una semana en el infierno de Alindao, por José Carlos Rodríguez Soto

9/01/2019 | Bitácora africana

alindao.jpg He vuelto hace poco de pasar una semana en Alindao. No se molesten en buscar el nombre de esta localidad de la República Centroafricana entre la avalancha de noticias que los medios sirven a diario en España porque no encontraran ni dos líneas. Hace un mes hubo allí un ataque contra un campo de desplazados de unas 20.000 personas y en pocas horas murieron, al menos, 70 personas, la mayoría mujeres y niños. Las heridas de una población traumatizada siguen abiertas y tardaran mucho tiempo en cicatrizar.

La tragedia alcanzo su paroxismo el 15 de noviembre. El día antes, hubo varios asesinatos, realizados de forma simultánea, de civiles musulmanes que circulaban por las salidas de la ciudad. Los cadáveres llegaron a la mezquita y se contabilizaron dieciséis. Los ánimos empezaron a caldearse y todos apuntaron a las milicias anti-balaka (que atacan a musulmanes) como presuntos responsables. Según subió la tensión, los líderes de las milicias juveniles corrieron la voz de que los jefes anti-balaka se escondían en el vecino campo de desplazados del recinto de la Iglesia Catolica. Al día siguiente varios grupos de civiles armados se dirigieron allí disparando y ventilando su rabia. Desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde llegaron en tres oleadas, apoyados por los rebeldes del UPC. Fue un infierno atronador de tiroteos, granadas y cabañas saqueadas e incendiadas que dejo a todos aquellos inocentes sin hogar. Al vicario general de la diócesis y a otro sacerdote les abatieron fríamente. Entraron también en la catedral y, tras abrir el sagrario y arrojar las hostias por el suelo, dispararon dentro a placer destruyendo lo que pudieron. El obispo, monseñor Cyr-Nestor Yapaupa, y otros tres curas que estaban con él se salvaron de milagro. A dos de ellos les secuestraron los milicianos y salvaron la vida después de la intervención de los cascos azules burundeses. Miles de personas huyeron al bosque y nadie sabe cuántos más murieron por el camino. Hace pocos días, el cardenal de Bangui Dieudonne Nzapalainga pidió públicamente que se realizara una investigación internacional para determinar las circunstancias de la masacre y conocer quien fue responsable.

Una de las dificultades del trabajo que realizo esta en como desenredar la complicadísima madeja de los conflictos con los que uno se encuentra y averiguar exactamente qué ha ocurrido, el porqué, cuando empezó todo y quienes son los seres perversos que causan tanto dolor. Hacer esto en un lugar donde el ambiente está muy cargado, la gente tiene miedo de hablar y uno no sabe quién es quién es tarea que requiere mucha paciencia. En Alindao han vivido juntos, durante generaciones, cristianos y musulmanes que en muchos casos formaban incluso parte de las mismas familias. Hasta que un día, en 2013, llego la rebelión de la Seleka, de mayoría musulmana, y con las armas y los abusos llego la enemistad y los antiguos vecinos empezaron a mirarse con desconfianza. Paso apenas un año y la Seleka, que perdió el poder en Bangui, empezó a instalarse en lugares del país donde podían sacar tajada, ya fuera en las minas de oro y diamantes, como en lugares de paso de la trashumancia donde los milicianos empezaron a sacar dinero con impuestos ilegales a la población. Alindao pareció recobrar la calma, pero llego mayo de 2017 y una de las facciones de la Seleka conocida como la Unión por la Paz en Centroáfrica (UPC), compuesta en su mayoría por musulmanes de etnia peul, hicieron de Alindao su cuartel general.

Esta milicia, que siempre ha exhibido una enorme crueldad, empezó a saquear e incendiar casas de barrios cristianos y la mayoría de ellos se instalaron como desplazados en el recinto de la Iglesia Católica. Al mismo tiempo, en los pueblos de alrededor empezaron a surgir milicias “anti-balaka” que empezaron como grupos para defender los pueblos de las incursiones del UPC y pronto se convirtieron en bandas que mataban a todo musulmán con el que se cruzaban, a menudo mutilándolos para instilar el mayor terror posible. Y este ciclo de matar, vengarse y hacer todo el daño posible al otro aumento de velocidad hasta llegar a la masacre de los días 14 y 15 de noviembre.

Lo que más me sorprendió durante los días que estuve allí con mis compañeros de trabajo fue la increíble capacidad de resiliencia de la gente. Casi todos los desplazados han vuelto al campo, y con las cenizas aun humeantes reconstruyen sus casas con troncos, hierba y todos los materiales que pueden conseguir en la selva. La comida escasea y las enfermedades abundan. Las misas en la catedral son un concierto de cientos, tal vez miles de niños que tosen y tosen sin parar. Muchos de ellos sufren de malnutrición. Me encontré con adultos, antaño campesinos orgullosos de su trabajo que podían mantener a su familia sin problemas, que me confesaron la humillación que supone para ellos tener solo una camisa medio deshilachada, que lavan por la noche y se vuelven a poner a la mañana siguiente. Y en medio de ellos, un obispo al que los criminales le robaron todo, que salvo todas las vidas que pudo, que se ha negado a marcharse a pesar de haber tenido muchas oportunidades para meterse en un avión y salir a descansar.

Pase los días de mi estancia en Alindao escuchando a unos y otros. A los desplazados, victimas del cruel ataque del día 15, y también a los líderes de la comunidad musulmana, que también lloran sus muertos y que viven divididos entre los que han intentado siempre construir puentes con los cristianos y no hacer daño a nadie, y los exaltados que promueven la violencia y atizan el odio. Pase también tiempo hablando con los jefes del UPC -a los que exigimos que dejaran de circular con armas por lugares públicos y que colaboraran para desmovilizar a los menores soldados en sus filas- y también con algunos líderes anti-balaka en pueblos de la selva. Curar las heridas, restablecer la confianza, y volver a restablecer las relaciones entre las dos comunidades llevara mucho tiempo y esfuerzo. Parte del proceso de sanación exigirá ir hasta el fondo para saber toda la verdad, detener y llevar a los tribunales a los culpables de estos crímenes execrables. Habrá también que apoyar, con un enorme respeto, un proceso de dialogo y reconciliación por parte de los lideres, respetando sus tiempos y cuando los ánimos estén más serenos.

Durante la semana que pase allí, recuerdo haber oído disparos solo en dos ocasiones. Solo dos y fueron pocos. Por algo se empieza. Esperemos que, por lo menos, las armas sigan calladas, aun sabiendo que cuando las guerras terminan en el campo de batalla, siguen aún mucho tiempo en los corazones de las víctimas.

Original en : En Clave de África

Autor

  • (Madrid, 1960). Ex-Sacerdote Misionero Comboniano. Es licenciado en Teología (Kampala, Uganda) y en Periodismo (Universidad Complutense).

    Ha trabajado en Uganda de 1984 a 1987 y desde 1991, todos estos 17 años, los ha pasado en Acholiland (norte de Uganda), siempre en tiempo de guerra. Ha participado activamente en conversaciones de mediación con las guerrillas del norte de Uganda y en comisiones de Justicia y Paz. Actualmente trabaja para caritas

    Entre sus cargos periodísticos columnista de la publicación semanal Ugandan Observer , director de la revista Leadership, trabajó en la ONGD Red Deporte y Cooperación

    Actualmente escribe en el blog "En clave de África" y trabaja para Nciones Unidas en la República Centroafricana

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