«Una noche africana» , por Nuno Cobre

9/04/2014 | Bitácora africana

Todas las perras se llaman Luna. Y muchos perros llevan el nombre de Rocky. De estas noches en las que te apetece algo diferente. La hartura con h. Ya sabes lo que va a pasar si vas al Jasei, conoces las noches del Greenie. Entonces te dices, “hoy quiero ver lo que pasa en África”. Se sabe, algunos lo saben, que el cantante más popular del país, Kentiki, tiene un intento de bar en alguna esquina de la ciudad. Se rumorea que cada viernes, Kentiki se pone a cantar y hacer saltar a toda la parroquia que se da cita en su bareto, el Hoy y Ahora.

Avanzo con mi Nissan Pathfinder blanco. “El bar de Kentiki”, pregunto en medio de una noche oscura… “un poco más arriba”, me dice un niño después de pensarlo. Sigo y vuelvo a preguntar, “el bar de Kentiki”, “¿qué?”, “el bar de Kentiki”, “Ah, ahí en frente”, me dice uno. Bajo del vehículo y me dirijo a la izquierda donde una bombilla rosada pretende iluminar una terraza carcomida. Dentro de la casa hay otra luz que aspira a ser luz. “¿El bar de Tenkiti?”, insisto. El de la derecha me hace un gesto con la cabeza que me conduce a un pasillo oscuro oliendo a orines, defecaciones y otras mezclas. Esto es un túnel. No veo nada y avanzo precavido, con la torpeza del blanco desubicado. Sigo, sigo y aparece una lucecita, un bar, que si no fuera por una parte al aire libre, parecería un bunker con todas las de perder. Hay una mayoría aplastante de africanos en el Hoy y Ahora. Bien. A la derecha una barra pintada de rojo, al fondo un voluntarioso escenario y justo a mi lado, las mesas, las sillas, todas llenas de africanos con sus gorras para atrás, sus cadenas doradas, sus dedos girando como si abriesen una botella de mermelada, hélices en las manos, helicópteros. Música, el ritmo.

Estoy aquí y me encuentro a Kentiki con presencia y halo de artista. Rodeado de incondicionales, Kentiki está en otra cosa, no compite, es el carisma. El cantante fuma porros y sus ojos ya miran con esa expresión de haber recibido una noticia sorpresa. Nada grave, pero de esas noticias que te dejan tieso unos siete segundos. La sonrisa de Kentiki también se compone de unos ingredientes bondadosos de alguien que ha salido de la nada para convertirse en un ídolo de masas. “Siento que puedo hacer feliz a la gente, y eso es lo máximo”, me dice después de haberle preguntado qué siente cuando sube a un escenario y ve a miles de personas aclamándolo. Es Kentiki.

Aquí también se halla su manager, Reila, una mujer que al principio te invoca una sensación de telón ocultando y al final no puedes dejar de mirarla. Reila se sube al escenario y anuncia que en breve comenzará a desfilar la artistada local para presentar sus últimos trabajos. La gente grita, aplaude. Entonces Kentiki que se ha puesto a pinchar, mete un ritmo de esos que el cuerpo no puede parar. Ves a Reila moviéndose, una goma lenta pero firme, ella sabe que se le da bien la magia.

Subo la cabeza y detecto una mirada un tanto despreciativa (tranquilo, energía positiva, me repito, la vida) Se trata de otro blanco que va en pantalones cortos, un tanto despeinado, todo muy cool. ¿Cuántas veces he visto este comportamiento de High School norteamericano? Tranquilos, tranquilos. Lo miro, me mira con asco. “Eres otro blanco que no me haces sentir exótico, ¿sabes?”. Pensará. Cosas así. Le acompaña una chavalita, también super guay, con su cámara de fotos casi más grande que ella. Sólo hablan con los africanos. Para vivir la experiencia, todo eso. Reila se sigue moviendo en el escenario. Una pasada. La fotógrafa y el cool, vivirán para contarlo. Se unirán como ahora a un grupo de rapers que mueven la cabeza como martillos pilones, como fanáticos religiosos, cortan el aire con sus dedos, un ritmazo, y más tarde, la fotógrafa y el guay se irán a dormir a sus camas calentitas, diciendo que han vivido África y otras épicas. Aventuras. Pero.

Tenemos show.

Tenemos show. Desfilan por el tembloroso escenario promesas locales ataviadas de gafas de sol, gorras para atrás, anillos, la gente se pone a cantar los estribillos, moviendo las cabezas, Kentiki levanta las manos pidiendo más pasión, el Hoy y Ahora se cae. Todo esto mola mogollón. Mola un huevo, tío. Reila sigue subiendo la temperatura y a lo bobo, ha caído por la barra una chica africana con un pañuelo en la cabeza incapaz de cubrirle un pelo largo que le acaricia los hombros. Luce dos enormes zarcillos, ojos de escarabajo y se mueve como si llevase una radio cocida en el estómago. Yo ya llevo de llevar muchas cervezas, me estoy moviendo mucho también y luego nos ponemos a hablar, hablar, reír, más risas, y sin darme cuenta, sin darnos cuenta, nos quedamos hablando toda la noche, bromeando, se nos caen las cervezas, los cigarros, me pasa otro porro cargadísimo, y sólo volvemos a fijarnos en el escenario cuando Kentiki toma el mando y comienza a cantar sus clásicos irresistibles. Reila agita las palmas, la afición enloquece, la chica del pañuelo y yo saltamos como posesos. El Aquí y Ahora estalla. Los blancos hace tiempo que se han ido para colgar sus fotos en Facebook. Aquí sólo queda la verdad ya. Traednos a los miuras.

En medio del colocón y la música, observo una casa colindante estigmatizada por la humedad pero presentando un cuarto iluminado desde donde sólo puede apreciarse un colchón. Un cuarto iluminado. Y un colchón. El Aquí y Ahora se va calmando. Noto el chocolate o lo que sea eso en mi cabeza, veo los ojos de escarabajo muy cerca y siento esa euforia de los viernes. Esa euforia que te dice, “amigo, ya nadie nos va a parar”.

Original en: Las Palmeras Mienten

Autor

  • Sin que nadie le preguntase si estaba de acuerdo, a Nuno Cobre lo trajeron al mundo un día soleado del Siglo XX. Y ya que estaba por aquí, al hombre le dio por eso que llaman vivir.

    Sin embargo, durante mucho tiempo creyó Nuno que el mundo era sólo eso, sólo eso que se presentaba de manera circular y hermética ante sus ojos. Se asfixiaba. A veces. Pero algunos viernes o lunes por la mañana, una vocecita fresca y lejana le decía que habían otras cosas por ahí, que debían haber otras cosas por ahí.

    Y un día Nuno Cobre salió y se fue a la Universidad, y un día siguió viajando y al otro también, y al otro, mientras iba conociendo a gente variopinta y devorando libros sin parar… Entonces descubrió con un cierto alivio que no estaba solo. Que habían más. Cuando llegó la hora de elegir, Cobre decidió convertirse entonces en viajero sólido y juntaletras constante, pero quería más, un más que venía del Sur. Y fue así como el latido africano empezó a morderle tan fuerte que una noche abrió la puerta del avión y se bajó en un país tropical. África.

    Los temores. Llegó con cierto temor a África influenciado por la amarilla información occidental ávida de espectáculos cruentos y de enfermedades terminales. Y resultó que en lugar de agitarse, a Cobre se le olvidó la palabra nervios a la que empezó a confundir con un primo lejano. Y así fue como se llenó de paz, tiempo y vida.

    Tras varios años en África, Nuno Cobre sólo aspira a lo imposible: vivir todas las experiencias mientras le da a la tecla, a los botoncitos negros del ordenador que milagrosamente le proyectan un nuevo horizonte cada día.

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