NO ME ACUERDO MUY BIEN DE DONDE VENÍA, pero caminando por la calle N me encontré con una isla a mi derecha. Ahora lo recuerdo. Venía de la playa a donde había ido a parar tontamente de la mano de Denata y su hija que me condujeron por un camino inhóspito de piedras y más piedras de donde no paraban de salir motoristas. Y más motoristas. De hecho. Desde hacía un tiempo ya, sólo veía salir motoristas por esta callejuela que desembocaba en la calle N, y que revelaba tan sólo un umbral de cabezas y manillares. Todo era un enjambre de motos y más motos. Saliendo y saliendo. Y cuando Denata me había llevado hasta el final de este camino rocoso, para pedirme un favor que no acepté, llegamos a un bar redondo y de paredes pintadas de turquesa. Era esto. Así de simple. Un bar. La playa. Y el mar. La gente salía de aquí en manada sencillamente porque al fondo del camino se hallaba una combinación de elementos insuperables.
En el bar me encontré con un grupo de personas en círculo que venían de correr, de hacer deporte o algo así. Yo tenía la cabeza embotellada, llena de información inane, con cara de haber empollado, ojos inyectados en sangre y por un momento el contraste de mi fiebre testal con la frescura de los deportistas, fue tan inaguantable que acabé retirándome de allí y volviendo a la calle N. Era sábado. Los domingos. A esa hora en la que dicen que nadie hace nada. No sé. Los domingos. A esa hora en la que dicen que nadie hace nada, escuchaba una música que venía de la calle. Escuchaba a Bob Marley, escuchaba a Flavour, escuchaba a P Square y a muchos más, mezclándose los ritmos con la algarabía africana enredándose de gritos eufóricos, de chocares de cascos de cerveza, de lío, de barullo, diversión.
Me gustaba escuchar esos sonidos los domingos por la tarde, porque de una manera u otra desafiaban a la melancolía general que suele acontecer a dichas horas. ¿Sí, no? Tecleaba el ordenador, paseaba por el salón, levantaba un vaso y de fondo la música, el ruido, el origen de una fiesta tranquila pero segura. De esas. A veces las verbenas se demoraban más de lo que deseaba y tenía que recurrir a unos tapones de espuma para conciliar el sueño, entrándome esporádicamente un “no woman no…”. Y me apretaba los tapones. “No cry”, entraba. Y me daba igual.
Desde hacía unas semanas sin embargo, me parecía que la calle N estaba bastante tranquila. Si llueve, no lo sé. Si hace calor, no me doy cuenta. Si tocan la puerta de mi casa, creo que no es para mí. No sé, me daba la sensación de que esa hilera de chabolas y bares abigarrados levantados al son del zinc, la madera y los bloques por aquí y por allá, se habían tomado un descanso. Supongo que tampoco lo pensé demasiado porque cuando me encontré con la isla a mi derecha, me paré en medio del páramo, del vacío. Extrañado. Algo no encajaba. Un paisaje transfigurado. A mi derecha me encontré con un llano, con un barrido, una limpieza piédrica. Levanté mi cabeza, miré más adelante, di unos pasos ¿dónde están los bares? ¿dónde está el puesto de cigarrillos y tarjetas de móviles amparado por esa sombrillas tricolor? ¿dónde se encuentran las despensas oscuras y albergadoras de víveres? ¿dónde está la gente? ¿y el ruido? A la derecha, una isla.
Porque estoy seguro de que aquí, a la derecha, no hace mucho había mucha gente viendo y viniendo. Y ahora había una isla. El espacio había sido peinado y se habían formado llanos y rellanos de piedra y escombros, como víctimas de un tornado eficiente, una apisonadora sencilla. En medio del vacío y las piedras, sobrevivía una isla: una chabola cubierta de zinc, plástico, madera. Dentro habían varias personas, quizás llegaban a tres, quizás una familia que daba pasitos dentro del habitáculo, sin mucho margen para moverse y para nada. Me quedé mirando un momento más aquel paisaje desolado, casi surrealista, y cuando mis ojos se volvieron a posar sobre la isla, me crucé la mirada con un muchacho sentado sobre un cubo y con mirada triste y orgullosa. Alguien había apagado la luz.
Seguí caminando por la calle N y no muy lejos de mi casa, me encontré con Tamleen, el recadero de mi casero. “¿Qué ha pasado ahí, donde está la gente?”, le pregunté. Tamleen se levantó y abandonó la charla que mantenía con varios amigos. “Bueno, llegó el familiar de un político muy poderoso –comenzó a hablar- y reclamó la tierra. Entonces llegó la policía y echó a todo el mundo. El hombre quiere construir unas naves comerciales”. “¿Y la gente?”, le pregunté. Tamleen se río sin reírse y agitó la mano como quien espanta a una mosca, “por ahí, la gente está por ahí, han tenido que irse, a cualquier lado”. “No hace mucho –dije yo- también les pasó lo mismo a unos que vivía detrás del hotel”. Tamleen permaneció callado unos segundos y luego me dijo con una sonrisa que no sonreía, “no puedes vivir en este barrio si no tienes dinero”, y se dio media vuelta. Y al fondo, aún la isla.
Original en : Las Palmeras Mienten