Imagínense la escena: en Sudán, hace algunos años cuando todavía el país estaba unido y vivía una guerra civil. El “ala humanitaria” del ejército rebelde decide por su propia iniciativa quedarse con un importante porcentaje de la ayuda humanitaria que está llegando a través de una de las diócesis católicas de la región. Lo hacen con regular impunidad y no parecen dejarse convencer de que desistan en su actitud.
El obispo de esta diócesis, en vez de enfrentarse directamente a los responsables de este “impuesto revolucionario” aprovecha una reunión pública para compartir un microrelato que todos los presentes puedan entender: “Érase una vez un hombre que tenía una vaca. Era tanta su ambición que cada día apuraba hasta la última gota de leche que quedaba en las ubres del animal. Pocos días después, cuando llegó el ansiado momento de ordeñar la vaca, lo que salió no fue leche sino sangre.” Casi no hacía falta explicar nada, porque la moraleja de la misma era tan patente como manifiesta y cada uno sabía perfectamente dónde le apretaba el zapato. Se había alcanzado un punto en el que habían traspasado las líneas de la ancestral solidaridad africana y había que tomar cartas en el asunto, demostrando la injusticia de tales acciones.
De esta manera, este líder evitó el señalar con el dedo a los responsables, no acusándolos abiertamente, sino de manera velada y evitándoles así una situación embarazosa que los dejaría en evidencia delante de todo el personal. La historia – con su mecanismo de proyección sin una directa y humillante recriminación– surtió su efecto y provocó un cambio en la actitud de aquellos que se aprovechaban de la gente.
Muchas veces me encuentro con situaciones cuya resolución – con mi mentalidad occidental – no puedo evitar planteármela de una manera directa y “lógica.” El hecho es que cuando dejo que alguien local lo haga, no faltará nunca quien salga con un símil, una historia o una metáfora que “iluminará” la situación sin crear directamente tensión o un enfrentamiento cara a cara. La sabiduría de la historia hará que cada uno encuentre ahí su lugar o la clave para iluminar mejor la situación en cuestión.
Son los africanos – que siempre están ávidos de historias aparte de ser muy aficionados a libros sagrados – los que me han mencionado varias veces una de las escenas más sagaces de las escrituras: la contundente escena de la historia que el profeta Natán le contó a David (2º libro de Samuel 12, 1-10). En ese pasaje, el profeta le cuenta al rey de manera muy casual una historia cuya trama – por la injusticia que relata – provoca la ira del monarca, a lo que el profeta añade de manera categórica y con todo el peso de la lógica del relato: “ese hombre eres tú.” Si la confrontación hubiera comenzado con el meneo acusador de un dedo y una descarada recriminación, las cosas habrían ido por otros derroteros y Natán habría terminado con sus huesos en la mazmorra más próxima, pero no fue así. La verdad – que por naturaleza es dura, amarga y la mayoría de las veces dura de aceptar – pudo ser aceptada porque se revistió con el atractivo e intrigante manto del relato que endulzó el contenido y eso salvó una situación altamente embarazosa.
Esta mentalidad semita está mucho más cercana de lo que nos imaginamos a la cultura africana. Las tradiciones ancestrales orales contienen no sólo informaciones sobre el pasado, sobre la historia y las etiologías (“porqué las cosas con como son”) sino que al mismo tiempo proporcionan poderosas armas para poder acercarse a valores como la verdad, la justicia, la corrección fraterna o la equidad.
Poco a poco, después de años de ir dando bandazos con mi lógica occidental, le voy pillando el tranquillo a este sistema. Cuando quiero decir algo – sobre todo algo que duele o es desagradable – sólo tengo que buscar la historia adecuada y pronunciar las palabras mágicas que de por sí suscitan en los oyentes no sólo curiosidad sino también un sentimiento de respeto reverencial: “había una vez…. “
Original en : En Clave de África