La puesta de sol me hizo pensar en mi padre. Ahí estaba su típico rincón, en una de las esquinas del pequeño y rectangular balcón de nuestro piso. Normalmente se colocaba en un sillón, dando la espalda a la pared que revestía nuestra humilde sala de estar, ante las indiscretas miradas de los elementos externos. Una puerta atravesaba la pared hacia el salón. Mientras presenciaba cómo el sol se iba a descansar, siempre se sentaba con su caja de tabaco en polvo, colocada en un taburete al lado de su silla. Era ahí donde solía pararse a pensar. También era ahí donde me azotaron un anochecer particular.
Esa tarde mis compañeros habían roto una ventana de la sala de estar mientras jugábamos a “polis y cacos”, nuestra propia versión del escondite. Los chicos eran los ladrones y las chicas la policía, aunque también lo hacíamos al revés. Una chica policía intentó golpear a un ladrón con su porra. Justo después, el ruido del cristal cayendo al suelo interrumpió el juego y provocó que el resto de participantes acusase inmediatamente al responsable. Mientras le cantaban y aplaudían, Ebele no dejaba de llorar. Sabía que estaba condenada. Momentos después yo también me di cuenta de que automáticamente me había convertido en víctima. Nuestros padres nos iban a matar por haber roto un cristal en la casa de otra personae y por haber traído a una persona a mi casa a romper un cristal, respectivamente. Mi padre me había avisado acerca de las reglas de la casa, “si queréis jugar, id afuera”. No le gustaban los niños, hacían demasiado ruido.
Esa noche vi el infierno. Me encontré de frente con el diablo, y me perforó las nalgas con un un tenedor enorme. El insoportable dolor de los golpes de los cables negruzcos de nuestra radio rota, fijos en mi culo durante semanas. Mi padre me hizo tumbarme boca abajo en el suelo, asegurándose de que el aterrizaje de la pata derecha de su silla coincidía con mis glúteos. Esa imagen todavía existe en mi cabeza. Juré que jamás volvería a reunir a mis amigos. Tenía 8 años. Al principio no lloré ni grité, no quería que Chinelo me escuchase, ya que mi rol como su legítimo pretendiente se vería perjudicado. Ella vivía un piso por encima de nosotros. Había soportado 4 impactos como un hombre, pero el quinto, que golpeó a pocos centímetro de mi cuello, echó a perder mis intentos por mantener la compostura. Solté un grito y sacudí rápidamente los pies, frotando con vehemencia el punto dañado. Se estaba hinchando rápidamente, lo sentía. El golpe me había causado un dolor intenso en la columna y me hizo llorar y pedir perdón de forma involuntaria. Mi frase, “Daddy bikozienu” retumbó en la tensa atmósfera ininterrumpidamente. Mi madre estaba en una esquina, rogando también por el perdón en mi favor. Parecía arrepentida, quizá por haber traicionado mi confianza. Mi padre no paró, no escuchó mis ruegos. Continuó hasta llegar a 12, dejando claro que, tal y como decía mi abuela, estaba bien preparado para la vida militar.
Mi madre hizo natillas con mucha leche y plátano para mí esa noche, en un intento por tranquilizarme. Lo hubiese conseguido de no ser por las oleadas de dolor que llegaban de mi cuerpo. En cualquier caso, me las comí ante la mirada envidiosa de mis hermanos. Sabían que me lo merecía tras haber soportado tanto dolor, por lo que debían de pensar que no tenían derecho a ni siquiera acercarse a mi banqueta. Los hinchazones en mi culo contaban la historia a cualquiera que prestase atención; evité sentarme durante semanas. Al día siguiente caí enfermo y mi padre me llevó a la farmacia, a tiro de piedra de nuestra casa. “Creo que es malaria”, dijo el farmacéutico. Mi padre sabía que me había hecho enfermar. Parecía estar arrepentido mientras esperaba a que me tomase la medicina. “Por lo menos le habré enseñado una lección”, debió de pensar.
Había aprendido realmente una lección: siempre seguir las instrucciones. Este es, al fin y al cabo, el sueño de los padres africanos tradicionales.
Valentine Amobi
* Amobi es un escritor nigeriano. Actualmente está cursando estudios de grado en la Universidad Nnamdi Azikiwe, Awka. Por lo general, está cautivado por las obras de arte bien hechas, especialmente la literatura. Se ha dado cuenta de que una pieza literaria no compartida es tan insignificante como las palabras no dichas.
Fuente: African Writer
[Traducción y edición: Álvaro García López]
[Fundación Sur]
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